Santiago Osácar

Invierno bajo la estrella del norte


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las mesas podría llegar a cogerlos” pensaba mientras el agua comenzaba a hervir. Machaqué los escaramujos y los eché al cacillo dejándolo todavía un rato al fuego hasta que el agua tomó un bello color anaranjado. Entre tanto me había hecho un colador agujereando medio brick de leche para filtrar aquel aromático brebaje. Había oído decir que también se prepara mermelada con el fruto del rosal silvestre… hay tantas cosas que se pueden hacer en el bosque… pero yo tenía que pintar y estaba allí pensando en pájaros y en confituras…

      ***

      Toda la mañana estuve trabajando en el dibujo de los corzos; hubiese sido mejor continuar pintando el fondo, pero el agua del día anterior estaba muy sucia y los cubos que había llenado de nieve no acababan de fundirse.

      A medida que definía líneas y contornos los iba repasando con el rotulador y borrando los trazos de carbón. Conocía bien a estos pequeños venados de grácil silueta y movimientos elegantes; mis primeros encuentros, en los umbríos hayedos pirenaicos, habían sido poco más que la visión fugaz de un cuerpo pardo rojizo desapareciendo entre la fronda. Pero con los años había aprendido a acecharlos y entre tanto su población se había extendido de tal manera que ahora no es difícil verlos incluso en las estepas que rodean Zaragoza. Durante el día se ocultan en la maleza de coscojas y lentiscos que les ofrecen barranqueras o vales sin cultivar y al anochecer se aventuran a pastar en los campos de secano. Colocando el telescopio en un ribazo con el sol de la tarde a la espalda había podido observarlos a placer y tomar en mi cuaderno de campo muchos apuntes a lápiz que tenía extendidos por el suelo. Cada uno de aquellos dibujos era una historia, una pequeña aventura.

      Habitualmente son muy prudentes y desconfiados pero en cierta ocasión que bajaba en bicicleta rodando suavemente, la pendiente de un cabezo, me encontré con un corzo profundamente dormido entre amapolas y margaritas. Tuve la prudencia de frenar sin chirridos ni estridencias; desmonté y me acerqué con mucho cuidado hasta él. Ahí estaba, en un lecho de yerbas fragantes, con las patas replegadas y la cabeza apoyada sobre un costado. Cuánto tiempo estuve a su lado no lo sé, quizá unos minutos. Alzó la cabeza, me sostuvo la mirada y salió brincando ladera arriba.

      Cuando así me miraba, su imagen en mis ojos imprimía y ahora podía dibujarlo de memoria: sus ojos, oscuros y expresivos, la bigotera que prolongando el negro del hocico les da esa expresión tan particular y las grande orejas, a menudo orientadas en distintas direcciones.

      El trabajo avanzaba a buen ritmo sobre los bosquejos trazados en la pared el día anterior y hacia mediodía, con las manos manchadas de carbón y el cuerpo dolorido por la mala postura, decidí hacer una pausa.

      Por supuesto cogí un pedazo de pan para mis amigos los capuchinos. Nada más salir noté que hacía menos frío: soplaba una ligera brisa húmeda y templada y en el tejado goteaban los carámbanos. En el bosque no había rastro de los herrerillos, pero deshice sobre una mesa el mendrugo que les había traído y continué mi paseo despreocupadamente, cruzando la pradera, sin intención de ir ninguna parte. Así llegué hasta una ermita ruinosa en cuya fachada se abría cargada de nieve, una hornacina de airosa traza renacentista. Un letrero, anunciando el “mirador de san Voto”, me animaba a caminar un poco más y me abrí paso entre bojes y enebros mojándome con la nieve que habían acumulado; mereció la pena. Se trataba un balcón de maderos encaramado sobre las rocas rojizas del escarpe que guarece el monasterio románico. Allá abajo serpenteaba, todavía cortada por la nevada, la carretera que tanto temía Melisa y bajo el blanco manto se adivinaban los tejados y arcadas del milenario cenobio asomado como un eremita al umbral de su cueva. La vista era impresionante, dominando los bosques pinatenses y más allá del puerto de Santa Bárbara, la sierra de Santo Domingo y los campos de las Cinco Villas. Ya me imaginaba a San Voto, morador del ruinoso santuario, apenas cubierta su enjuta y morena desnudez por largas barbas blancas y un faldellín de hiedras; ya lo veía paseando por aquellos parajes y asomándose cada tarde al mirador para abismarse en sus místicas reflexiones… pero ¿quién fue realmente San Voto? Su nombre, que recordaba vagamente asociado al de San Félix, hace honor a un callejón del casco histórico de Zaragoza cuya placa dice por toda explicación : “Asceta aragonés, siglo IX”.

      “¿Por qué este monte es diferente de todos los otros montes? ¿Por qué vino aquí San Voto? ¿Cómo era antes de convertirse en asceta aragonés? ¿Seguía de algún modo su presencia benévola habitando entre las peñas? ¿Era por eso por lo que no me sentía yo solo en aquellas soledades?”

      Ya de regreso, la llamada de mis amigos me sacó de estos pensamientos.

      –¡Tit-tit-tit! –¡También los herrerillos estaban por allí!… pero no iba a dejarles migajas en la ermita; sabía por experiencia que debía mantener el comedero que había decidido; antes o después si seguía cebándolo, se aficionarían a ese lugar y entonces colocaría mis redes. Además era un sitio idóneo, cerca de la casa y con el suelo limpio de malezas.

      Durante los días siguientes el tiempo fue cambiando; ya no hacía tanto frío y la nieve, más blanda cada vez, iba desapareciendo y empantanado la pradera. El cielo se veía más cubierto de día en día y el sol apenas asomaba entre claros, pero el aire se notaba más templado. El agua corriente volvió a la casa y la fuente, reventada, chorreaba alrededor del grifo. Pude seguir pintando con toda normalidad, con los grandes botes de pintura acrílica alineados junto a la pared. En algún momento llegué a plantearme la posibilidad de representar el paisaje nevado pero no quise arriesgarme: Los tubos multicolores alineados al fondo de mi retina contienen la memoria de bosques frondosos, aliagas en flor, guijarros húmedos, carrizales a contraluz, álamos del río… pero pocos paisajes nevados. No los suficientes como para mojar en su recuerdo mis pinceles. Podría haber trabajado con fotografías, pero no las tenía: ni tampoco tiempo para nuevas investigaciones pictóricas. La pradera tendría ese color pajizo de los últimos días de septiembre cuando las tardes acortan y su luz pierde la dureza del verano para volverse dorada y polvorienta.

      Pintaba y me sentía dichoso. La pared, al fondo de un pasillo sin ventanas iba llenándose de vida, de luz y de color. De dónde los sacaba yo, no lo sé… ¿me habían llegado al alma?... ¿o acaso estaban en el fondo de ella?

      Cada noche me acostaba contento sobre mi austero lecho y al envolverme en el saco de dormir me sorprendía sentirme tan feliz. Cuando planeaba mi estancia desde la ciudad había tenido miedo a la soledad, al aislamiento; pero ahora que estaba allí ni siquiera me pesaban. Antes de dormirme trataba de recordar aquel poema de T.S. Elliot inspirado en la gran aventura antártica del explorador Shakelton pero sólo un par de versos me venían a la memoria:

      “si miro adelante por el blanco camino

      siempre hay Otro que camina junto a mí”.

      Ni siquiera estaba seguro de que fuesen así, pero me gustaba recitarlos en voz baja en la oscuridad del almacén, cuando vagaba por los bosques o contemplando las estrellas después de la cena.

      Por las mañanas salía a dar un paseo antes del trabajo y siempre pasaba con unos mendrugos en el bolsillo por la mesa de los herrerillos capuchinos. El primer día vi con satisfacción que el pan había desaparecido… pero las huellas delataban a maese raposo. Había saltado al banco y de ahí a la mesa; se trataba del mismo individuo que había estado comiendo escaramujos dos días antes pues el muy sinvergüenza había dejado sobre la tabla sus excrementos, anaranjados y llenos de pepitas. Aquello era más de lo que podía consentir: de una patada aparté la deyección y bajándome la cremallera rocié las patas de la mesa dejando un reguero amarillento sobre la nieve. Ahora el muy bribón se lo pensaría dos veces antes de merodear por aquella zona del bosque; para un zorro aquello no era una broma, sino una amenaza explícita en su mismo idioma. Desde luego no podría montar las redes antes de haberlo expulsado. Si en sus correrías matutinas encontraba el raposo un pajarillo enredado a media altura no tardaría ni un par de segundos en engullirlo de un bocado con patas, cresta y un buen trozo de malla de nylon.

      Pero además había cometido un error al desmigajar el pan a pellizcos. Debería haberlo deshecho en migas tan finas y dispersas que al raposo, que las tomaría a lengüetazos, no le mereciera la pena tragar tanta nieve por cada minúscula partícula. Sin embargo los herrerillos podrían cogerlas una a una con las