Evie Wyld

Todos los pájaros cantan


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      Capítulo 6

      En las afueras de Kambalda, hay una taberna para los esquiladores que no es mucho más que un cobertizo de uralita con una barra y mesas hechas con literas de tren. Sirven whisky en tazas y todo lo demás viene enlatado. Los clientes deben llevar su propia nevera portátil, así que, mentalmente, tomo nota de comprar una la próxima vez que pasemos cerca de una tienda, cosa que quizá no suceda hasta dentro de unas semanas. Estoy en la barra y sostengo una taza de whisky en las manos. Llevo aquí demasiado tiempo, porque, de repente, me siento fuera de mí misma y no sé cómo he acabado en este bar en mitad del desierto. Un olor a barbacoa entra por la pared abierta de la cabaña desde el exterior y estoy rodeada de hombres. No hay ninguna mujer en varios kilómetros a la redonda y no sé por qué eso me causa un extraño alivio ni cuánto tiempo tardarán en encontrarme y obligarme a escapar de nuevo. Uno de los chicos más jóvenes, Connor, se acerca a mí arrastrando los pies.

      —¿Estás bien? —pregunta.

      Asiento.

      Se mira la suciedad que tiene bajo las uñas y decide que están bien así. Entonces empieza a liarse un cigarrillo.

      —Para ser una chica, te has adaptado bien.

      Levanto la mirada y señala el tabaco con una ceja arqueada.

      —Ajá —contesto, y saca otro papel de liar para prepararme uno a mí.

      Tengo un amigo.

      —¿Dónde vivías antes? —pregunta, y un escalofrío me recorre el cuerpo.

      —Trabajaba con mi tío en una finca, al norte.

      Me odio por decir eso, no porque sea una mentira, sino porque es poco creíble y porque debería haber estado preparada para contestar otra cosa.

      —¿Tu tío tiene una finca ganadera en el norte? ¿Dónde?

      Contesto sin pensar; de lo contrario, sabrá que es mentira.

      —Marble Bar.

      —¿Marble Bar? Lo conozco. Quizá he trabajado con él, ¿cómo se llama?

      En ese momento, noto que la frente y el labio superior se me cubren de sudor. Me esfuerzo por controlar el color rojo que me tiñe la cara.

      —Está muerto —respondo—. Murió, fue horrible.

      Connor hace una mueca.

      —Joder, lo siento —dice con una expresión incómoda, pero abre la boca y sé que quiere preguntarme cómo se llamaba mi tío, así que lo interrumpo y suelto lo primero que se me ocurre.

      —Murió aplastado por su rebaño. —Por su expresión, sé que quiere preguntarme algo de nuevo y vuelvo a interrumpirlo—. Las ovejas se asustaron durante una tormenta y se volvieron locas.

      Estoy segura de que Connor jamás ha oído hablar de nadie que haya muerto pisoteado por unas ovejas enloquecidas. Durante unos instantes, pone cara de no saber si estoy burlándome de él, así que, para evitar cualquier comentario, añado:

      —Le arrancaron la cabeza.

      Abre mucho los ojos, y ya no importa si me cree o no, porque ha dejado de hacerme preguntas. Quizá piensa que estoy chiflada, y no me importa. Levanta su bebida y dice:

      —Joder, Dios… Supongo que eso le puede pasar a cualquiera de los que trabajamos en estos sitios. Las ovejas son unas cabronas de lo más inestables. No son leales, no como los perros. —Me entrega el cigarrillo liado. Primero, enciende el mío y, luego, el suyo. Entrechoca su lata con mi taza con delicadeza para brindar—. Por el tío…

      Hace una pausa para que pronuncie su nombre.

      —John —digo el nombre de mi padre, un nombre que siempre me pareció demasiado elegante y europeo para él.

      —Por el tío John.

      Apuramos nuestras bebidas y regresamos a la mesa.

      Clare está tomándole el pelo a Bean. Le pone motes estúpidos que no significan nada pero que hacen que sus pálidas mejillas enrojezcan, como si su verdadero nombre no fuera lo bastante horrible ya de por sí. Lo llama «Pelotas de hielo», «Teta pasada», «Coño llorón». No para de darle la lata, pero resulta bastante divertido.

      —Vamos, Dolor de pelotas —dice Clare—, enséñanos dónde escondes la polla. —Clare toma un taburete frente a mí y le indica que se siente—. Vamos a ver si eres capaz de ganar a la marimacho esta.

      La mayoría de los hombres se ríen, pero no todos. Bean y yo intercambiamos una breve mirada en silencio. Me gustaría que esto no ocurriera y, cuando Bean se sienta delante de mí con una determinación etílica en los ojos, se me ocurre de repente que, si lo dejo ganar, quizá no se metan tanto con él. Pero no voy a hacerlo; lo sé en cuanto coloco el codo sobre la mesa. Bean tendrá que arreglárselas solo; puede que sea pequeñito y torpe, pero yo soy una mujer en una finca ovina. Nos agarramos las manos, colocamos los codos para algarabía del personal y, entonces, empiezan las apuestas. Cruzo la mirada con Greg, que me sonríe, sosteniendo un billete de veinte dólares. Veo que el bíceps blanco de Bean se hincha como una patata nueva y todo el mundo empieza a gritar la cuenta atrás. El chaval enrojece y adquiere una expresión iracunda, los labios se le despegan de los dientes. No va a ser pan comido. Tiene algo de fuerza, pero, principalmente, es la fuerza que confiere el miedo, como cuando a veces se oye que un crío ha levantado un camión de encima de sus padres. Nuestros puños se bambolean en el centro, pero, enseguida, Bean agota toda la confianza que tenía en sí mismo. Veo su cara cubierta de sudor; está cansado y tiene ganas de tirar la toalla. Empiezo a empujarle el brazo hacia abajo y en su rostro se refleja una enorme decepción. Creía que, en esta ocasión, los hombres lo alzarían en hombros y que su personaje de película se volvería más fuerte de lo que parecía, pero, cuando estoy a punto de ganarlo, ya no tiene manera de recuperar la desventaja. Le empujo el brazo contra la mesa y todo el mundo silba y grita. Bean deja caer la cabeza sobre su brazo agotado.

      Más tarde, cuando ya estoy borracha y Bean ha quedado relegado al final de la mesa, donde Denis le pregunta cosas de vez en cuando y no escucha la respuesta, Greg se sienta frente a mí y me ofrece su enorme brazo. Me echo a reír y él también rompe a carcajadas. Levanto el brazo a modo de respuesta, como si estuviéramos a punto de pelearnos, pero solo nos damos la mano.

      —Eres una mujer fuerte —dice.

      Por la mañana, despierto rodeada por los brazos de oso de Greg. Contengo el aliento y cuento hasta cincuenta. «Vale», me digo, «vale», y echo un vistazo a todo mi cuerpo, de los pies a la cabeza. Siento calidez y no me duele nada excepto el cuello, algo tenso porque estaba descansando sobre su brazo. Su olor es una mezcla de lanolina y whisky que ha exudado durante la noche.

      Amanece. No tardará en sonar el gong que anuncia el comienzo de la jornada en la granja. Tengo resaca y, mientras el alcohol se desliza todavía por mis tripas, intento levantarme lentamente de la cama. Estoy sentada y a punto de conseguirlo cuando Greg se incorpora, ruge como un león, me agarra por la cintura y me obliga a tumbarme de nuevo en la cama mientras me aprieta con fuerza y gruñe contra mi cuello. Tardo unos segundos en darme cuenta de que es una broma y me río.

      Al igual que las otras veces que ha ocurrido, el resto del día nos miramos de vez en cuando, medio a escondidas, y me preocupo, me siento bien, me pongo enferma y tropiezo. Es sencillo de una manera que no creía posible. Cuando hacemos una pausa para fumar, se sienta frente a mí en el banco y me roza la rodilla por debajo de la mesa. Entonces, levanto la mirada y me guiña el ojo. Ha llegado a un punto en que, cuando me toca, no pienso en apartarle la mano e incluso me sorprendo a mí misma porque, cuando paso por su lado y se está lavando las manos en el cubo de agua, inclinado, le doy una palmadita en el trasero sin poder contenerme. Se pone en pie de un salto y me ofrece una sonrisa que fragmenta su cara. Me gusta su cara; es ancha y tiende a tener una sonrisa dibujada en ella.

      Clare no aparece durante la hora de la cena. Lo veo en la cabina telefónica que hay detrás de la cabaña. Asiente y me mira