Evie Wyld

Todos los pájaros cantan


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No lo había notado antes, pero sí que lo tiene, ¿verdad?

      Sonreí ampliamente, le mostré los dientes y, luego, tomé aire para continuar, pero el hombre me interrumpió.

      —Mi yerno es australiano —dijo, y asintió con la cabeza—. Mi hija y él se conocieron en una conferencia en Singapur. Qué cosas, ¿verdad? En la empresa de recursos humanos en la que trabaja mi hija.

      Traté de calcular cuánto tiempo debía permanecer callada para resultar educada antes de volver a cambiar de tema.

      —Ahora viven en Adelaida y, claro, mi esposa siempre me está diciendo que tendríamos que ir a visitarlos, pero, en mi opinión, ellos también podrían acercarse, ¿no? Es que a mí las arañas me dan miedo. ¿Sabe cuántas clases de arañas hay en Australia?

      —Yo…

      —Creo que unas tres mil. ¿Sabe cuántas personas sufren picaduras de arañas al año? Unas cuatro mil personas. —El policía se reclinó en su silla y me miró—. Calcule.

      —Mire —dije, y sonreí, mostrándole de nuevo los dientes—. Es que vivo sola, ¿sabe? Y…

      —Ah. Sí, es un lugar solitario, demasiado como para vivir solo —me interrumpió—. Una joven como usted debería estar con alguien. Eso le levanta la moral a cualquiera.

      —Ese no es el problema —respondí, tratando de no ponerme demasiado tensa—. Es que alguien está matando a mis ovejas y, ahora, hay un tipo que se pasea por mi propiedad.

      —¿Es ganadera? ¿Cría ovejas? Bueno, pero no se lo calle. Ese es un trabajo duro, sin duda.

      —Sí, mire, ¿podríamos…?

      De repente sentí que tenía fiebre y el rostro del sargento adquirió una expresión completamente diferente.

      —Claro —contestó—. Vamos a hacer el informe, así se sentirá mejor y podrá volver con sus animales. Será rápido.

      —Genial. Gracias.

      Sacó un bolígrafo y una hoja de un cajón de la mesa.

      —Los ordenadores nunca han sido lo mío. Le daré las notas a Gracie y ella las pasará a limpio en el ordenador. Bueno, ¿cómo se llama, cielo?

      —¿Cómo dice?

      De repente, sentí que no corría el aire en el despacho.

      —¿Eh? —Se oyó una tos en la puerta de al lado. Probablemente no se perdían palabra alguna de nuestra conversación. El sargento me miró ligeramente sorprendido con una pequeña sonrisa—. Solo necesito que me diga su nombre.

      Me mordí la lengua.

      —Jake Whyte.

      —¿Dirección?

      —Coastguard Cottage, Millford.

      Levantó la mirada, como sabía que iba a hacer.

      —Ah, eso lo explica todo, ¿no? Vive en la antigua casa de Don Murphy.

      —Sí. Se la compré.

      —No se la ve por el pueblo. Todos nos preguntábamos cuándo daría señales de vida.

      Sonreí. Más dientes.

      —Tendría que pasarse por el pub, hacer amigos. Así no se sentiría sola.

      —No me siento sola.

      —Bueno, si usted lo dice…

      —Han matado a dos de mis ovejas.

      —¿Cree que ha podido ser un perro salvaje?

      —No. Las han destripado y destrozado.

      —Bueno, le sorprendería saber lo que un perro es capaz de hacer. Una vez vi un perro de caza que iba detrás de un zorro. El bicho le abrió las costillas solo con la fuerza del hocico, sin necesidad de morderlo. El animal no duró mucho después de eso. De hecho, le digo más: escupió parte de sus entrañas. No fue nada bonito.

      —Hay un grupo de chavales que merodea cerca de mi casa.

      —Esta isla no es ideal para los críos, eso es cierto. Bueno, hasta una cierta edad. Se aburren. El festival de cerveza artesana es lo más excitante que tienen, y eso que se supone que no pueden entrar. —Me señaló con el bolígrafo—. Mire, le diré lo que vamos a hacer. Hablaré con ellos y les diré que la dejen en paz.

      —¿Cómo sabe quiénes son?

      El sargento se dio un golpecito en el lateral de la nariz.

      —Me hago una idea de quiénes son los chicos problemáticos de la zona. ¿Dónde los vio?

      —En Military Road.

      —¿Military Road? ¿No me ha dicho que se metieron en su propiedad?

      —No, eso fue otra persona. Lo vi en el sendero que lleva a la playa.

      —Bueno, pero eso sigue sin estar en sus tierras.

      Sentí el impulso de arrojar su té al suelo, pero me agarré a los brazos de la silla y dije, hablando lenta y claramente:

      —Estaba oscuro. No debía estar allí.

      El sargento entrecerró los ojos.

      —¿Y qué hacía usted allí?

      —Estaba paseando, ¡pero yo vivo allí! Mire…

      El sargento se reclinó hacia atrás de nuevo.

      —Señorita Whyte, lo cierto es que nadie ha hecho nada.

      —Mis ovejas.

      —Las ovejas se mueren constantemente. Es como si se lo buscaran. Eso dice mi tío, y él sabe de lo que habla. Tiene una granja de cuarenta hectáreas en Gales, donde cría corderos escoceses de cabeza negra. Nunca ha probado carne tan buena.

      —No me parece que se lo esté tomando en serio —comenté. Tuve la sensación de que nunca había dicho nada con tan poca firmeza.

      El rostro del sargento se apagó y su voz se volvió más suave.

      —Sí me lo estoy tomando en serio, señorita Whyte. Me tomo su salud y su felicidad muy en serio. Que una mujer de su edad, con todas esas responsabilidades, viva sola no está bien. Debería bajar más al pueblo, hacer amigos. Es una lástima que el festival ya se haya celebrado, porque, aunque me quejo mucho, puede ser muy divertido.

      Cerró la libreta y me ofreció una amplia sonrisa.

      Parpadeé y cerré la boca. Me levanté e intenté no tropezar mientras recorría el pasillo para salir de allí. El sargento caminaba de prisa a mi espalda.

      —Si está preocupada, puede llamarnos. Si ve al tipo de nuevo y está realmente en su propiedad, avíseme.

      La policía de la recepción se volvió y me observó buscar a tientas el pestillo de la puertecilla de metacrilato. El sargento lo abrió. Trató de guiarme tocándome el codo ligeramente, pero yo me aparté con brusquedad.

      —Cuidado —dijo, como si hubiera trastabillado.

      Bajé los peldaños de la comisaría a trompicones y la fina lluvia me escupió sobre el rostro ardiente.

      —Mire, se me ocurre algo —dijo mientras subía a la camioneta—. Quizá podría traer un poco de carne, unas chuletas o una paletilla, para el sorteo que se hace en el Blacksmith’s todos los miércoles. ¡Seguro que con eso hará amigos!

      Apenas me di cuenta cuando se despidió de mí con la mano y me marché sin decir adiós.

      Todavía era temprano, pero se divisaba una luz en el salón de té y el coche de la dueña estaba aparcado delante. Llamé a la puerta con fuerza y eché un vistazo al interior con las manos alrededor de los ojos para ver quién había dentro. La mujer que la regentaba, que no era mala persona, me vio y dijo: «Está cerrado». Pero yo me quedé