Evie Wyld

Todos los pájaros cantan


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ignoro, pero Greg también se percata y pide que le pasen de nuevo la bandeja.

      —Espera, espera. Si ella no quiere, ya me como yo su ración —dice, y coge dos más.

      —¿Por qué te quedas tú su parte? —pregunta Stuart.

      —Porque está conmigo.

      —¿Qué? Eso no es justo.

      —Tiene razón —dice Denis desde el otro extremo de la mesa—. Está con él, y eso quiere decir que le toca su ración.

      Ojalá me hubiera servido las salchichas.

      Solo tengo hasta el final de la cena para convencerlo.

      Greg se ha comido mi bistec y, en ese momento, llegan a la mesa dos enormes fuentes de macedonia de frutas en almíbar, con unas brillantes cerezas rojas y pálidos trocitos de melón.

      Alguien ruge:

      —¿Dónde está el helado?

      Sid saca un par de bloques de helado, de ese que se corta con un cuchillo pastelero y es amarillo brillante como el queso. Connor se sirve un trozo de unos cinco centímetros y lo pone sobre la macedonia de frutas.

      —Me encanta que el helado se mezcle con el almíbar —dice en voz alta para quien quiera escucharlo, y luego toma las cerezas una a una entre el dedo índice y el pulgar, sosteniendo el meñique en alto, y las coloca en fila junto al plato—. Pero no soporto estas mierdas.

      Clare aparece en el umbral de la puerta, contra el oscuro cielo nocturno. Las luces fluorescentes de la cabaña le confieren un halo fantasmagórico, como si resplandeciera. Se apoya en el quicio de la puerta y recorre la larga mesa con la mirada. Espero a que sus ojos se posen en mí y, cuando lo hacen, atisbo una mirada de placer en su rostro. Estoy atrapada. La pierna de Greg bombea sangre junto a la mía. Connor rebaña su plato con la cuchara y Steve, a su lado, arroja una de las cerezas rojas sobre el regazo de Stuart. Este le hace un corte de mangas sin ni siquiera levantar la mirada de su cuenco. Alan está en la cabecera de la mesa, leyendo un periódico, sin interesarse por lo que ocurre a su alrededor. Bebe cerveza. Y, entretanto, Clare mantiene la vista fija en mí y yo sé que estoy perdida, que ha llegado el fin. Entra en la sala y se acerca lentamente, pero no se detiene a mi lado. Trato de no girar el cuello para seguirlo con la mirada; intento no anticipar su siguiente movimiento. Coloca una mano en el hombro de Greg y se inclina hacia él, y me quedo rígida, esperando el momento. Greg levanta la mirada y Clare le entrega una barrita de chocolate, arrancándole una sonrisa.

      —Eres un buen hombre —dice Greg—. Ahora no tendré que conformarme con esta mierda —añade, y señala la macedonia de frutas.

      Acto seguido, rasga el envoltorio púrpura de la barrita. Clare permanece de pie, sin decir nada, y me mira fijamente. Greg le da un mordisco a la barrita de chocolate y me ofrece la mitad. Cuando se gira y no me ve, la arrojo bajo la mesa y la aplastó con el pie.

      Recojo mi esquiladora de la cabaña, sin pensar en lo que ocurrirá a continuación. Huele bien, a sudor, estiércol, lanolina y aguarrás. No imagino alejarme de ese olor. Una comadreja rasca el tejado de hojalata. Regreso lentamente a mi dormitorio y permanezco un momento de pie en la oscuridad, desde donde veo la cálida franja de luz que llega desde el comedor, y hasta diviso el perfil de Greg, que se ríe mientras bebe cerveza y se limpia la boca con el dorso de la mano. Me muerdo la punta de la lengua al tiempo que me devano los sesos pensando en un plan de última hora para acabar con esto. No se me ocurre nada, así que me doy la vuelta y continúo mi camino al dormitorio.

      Clare está tumbado en mi cama con las botas puestas, fumándose un cigarrillo. Me detengo en el umbral, pero ya me ha oído llegar y está listo, con una amplia sonrisa en la cara. Me quedo quieta y me pregunto si tengo tiempo de volverme, de regresar a la cabaña y ocultarme bajo la lana.

      —¿A que no sabes dónde he estado? —pregunta mientras baja los pies de la cama y se pone en pie—. Venga, entra de una vez, cariño. Pareces una prostituta. —Su sonrisa se ensancha todavía más, si es que eso es posible. Expulsa una bocanada de humo y la niebla se instala entre los dos—. ¿Así que planeas irte? —dice, como si fuera un personaje de televisión.

      Da una patada a mi mochila con delicadeza. Su voz refleja agitación.

      —Fue Ben quien me contó lo de los carteles y me dijo que tus fotos estaban por todas partes allí abajo. ¿Lo sabías? Tuve que ir y comprobarlo, claro. Pero sí, eres tú.

      De repente, saca un pedazo de papel doblado, arrugado más bien, de su bolsillo trasero. Lo abre lentamente mientras se ríe entre dientes para sí y lo levanta para mostrármelo. Soy yo, es cierto; es una foto en blanco y negro. En ella, estoy sentada encima de mi edredón estampado de ponis rosas, posando con una sonrisa para la cámara. Tengo un osito de peluche en el regazo y lo sostengo, aunque no se me ven las manos, ni tampoco se ve el oso, ni el edredón, ni al anciano que sacó la foto, ni el perro que me vigila fuera. Solo se ve mi rostro sonriente ante la cámara. Encima de la foto, pone perdida en letras grandes y, en la parte de abajo, veo «nieta… un peligro para su integridad física», pero no termino de leer porque todo se vuelve negro.

      —Llamé al número de teléfono, Jake, ¿y sabes qué me dijeron?

      —No sé de qué hablas. No es mi abuelo.

      —Oh, eso ya lo sé. Ese pobre viejo, «Otto»… Tuvimos una larga charla. Fui a verlo a su granja. Aquello no es más que un redil de ovejas muertas. No paraba de decir que mataste a su perro y le robaste cuando lo único que trataba de hacer por ti era sacarte de la calle. Dijo que te llevaste todo lo que tenía, incluso su camioneta. El pobre desgraciado ni siquiera tenía medios para ir a la ciudad después de lo que le hiciste. Menos mal que los de la beneficencia le subían comida una vez a la semana hasta que arregló su vieja camioneta. También vi lo que le hiciste a esa, la destrozaste.

      —No, solo…

      —Lo vi todo. El pobre viejo lloró al hablar de su perro.

      —Yo solo…

      —Chist… —me indica Clare en voz alta.

      Se levanta de la cama en un movimiento fluido, se acerca a mí lentamente y me agarra de los antebrazos, que cuelgan sin fuerza a mis costados. Me coloca frente a la mesa de trabajo y se inclina sobre mí. Tiene el pene erecto.

      —Puede que a ellos los hayas engañado, pero a mí no.

      Empiezo a salivar. Miro la puerta. ¿Qué pasaría si Greg llegara ahora?

      —Tal y como lo veo, tienes dos opciones. Puedes convencerme para que mantenga la boca cerrada… —El aliento de Clare me llega a un lado de la cara como si fuera chocolate caliente. Susurra de tal modo que parece que vaya a gritar en cualquier momento—. Puedes enseñarme eso que todo el mundo disfrutó en Hedland… —El corazón me da un vuelco. Una parte estúpida de mí piensa: «Quizá no diría nada», pero pronto la acalla mi lado inteligente, el que sabe que no solucionaría las cosas, que no puedo permanecer aquí—. No pido mucho, solo un poco de afecto; eso es todo. No está bien tirarse a la chica de un compañero. Solo una mamada. —Y me imagino exactamente lo que sucedería: me penetraría hasta el fondo de la garganta y me agarraría el pelo con la mano. Pienso en las cosas que me diría mientras lo hace. Luego, todo sería peor; se desharía de mí de una manera u otra y, además, trataría de quedar bien—. O bien —prosigue, y me acaricia con un dedo la curva exterior de un pecho—, le digo al viejo Otto dónde puede encontrarte y, de paso, aviso también a la policía. —Empieza a desabrocharme los pantalones, me saca la camiseta y mete la mano dentro; sus dedos avanzan como gusanos para colarse en mis bragas—. Ni siquiera tendré que contárselo a Greg. Ya lo harán ellos por mí.

      Uno de sus dedos encuentra mi sexo y, como un mecanismo de feria, algo salta dentro de mí y le pego un puñetazo en la mandíbula con la mano derecha. Clare se viene abajo y empieza a sangrar en el suelo. Queda fuera de combate.

      No puedo abrocharme el pantalón porque me he herido la mano al golpearlo. Tengo el puño dolorido, rojo e hinchado, y noto como me palpita.

      Me