Evie Wyld

Todos los pájaros cantan


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momento, llorar no me servía de nada, porque me impedía respirar y me dolía. Me detuve cuando empezó a sangrarme la nariz y me limpié con la gamuza que utilizaba los días en que las ventanillas se empañaban por el frío; me calmé y continué el trayecto de vuelta a casa. En Military Road, cerca de la bocacalle que llevaba a mi hogar, unos adolescentes se magreaban en la parada del autobús. Cuando me vieron llegar, uno de los chicos fingió ponerse algo en la boca y otro se subió encima de él e hizo como que arrojaba un lazo. Las chicas se rieron y me ofrecieron un corte de mangas. Al girar, el chico del lazo se bajó los pantalones y me mostró su trasero blanco.

      Dejé la cafetera encima del fuego con más fuerza de la necesaria.

      —Putos críos —le dije a Perro, pero estaba de espaldas y no me oyó.

      Cerré la puerta de la nevera de un golpe y apoyé la frente contra ella. Acostumbrarme a la comodidad de aquel lugar había sido una estupidez. La nevera murmuró como si me diera la razón. Creer que no se echaría todo a perder había sido una estupidez. La sensación que me había invadido por primera vez al ver la casita, baja y blanca como un guijarro de piedra caliza a los pies negros de las colinas, la seguridad de que no hubiese nadie en los alrededores que pudiera observarme… Todo eso parecía formar parte de un pasado muy lejano. Busqué el mango del hacha junto a la nevera.

      Tenía unas manchas marrones en la manga, donde la sangre de la oveja muerta se había quedado impregnada, así que me quité el jersey y froté la mancha con jabón en el baño de abajo. Olía como un macho cabrío, pero la idea de darme un baño con el frío que tenía no me atraía en absoluto, por lo que solo me eché un poco de agua en las axilas. Abrí y cerré las manos para entrar en calor; la derecha me dolía y crujía como cuando hay humedad y los huesos no han acabado de soldarse.

      Me pasé la mano por la piel de la cara y contemplé mi reflejo en el espejo. La última vez que me había cortado el flequillo me había excedido un par de centímetros y ahora parecía una loca. Vi una huella sangrienta debajo de mi oreja.

      Me encendí un cigarrillo y lo sostuve entre los labios mientras apretaba las manos con los brazos extendidos para tensarlos. Inhalé y comprobé mi tono muscular; todavía lo conservaba, aunque no había esquilado desde hacía un par de meses. «Una mujer fuerte». Observé el humo que serpenteaba desde mi boca y se desvanecía en el aire frío. La cafetera empezó a silbar y me acerqué para retirarla del fogón. Aún tenía miedo de que explotara.

      Desde la ventana de la cocina, advertí el resplandor de un parabrisas en el valle. Era Don, en su Land Rover. Tiré el cigarrillo al fregadero, abrí el grifo y, luego, salí al patio rápidamente a por la carretilla. Perro me mordisqueó la corva porque estaba corriendo. Ascendí sin aliento hasta lo alto del camino, mientras las ruedas de la carretilla chirriaban, y me quedé de pie, bloqueando la carretera. Don se detuvo y paró el motor. Midge permaneció en el asiento del pasajero pacientemente, observando a Perro con su larga lengua rosada colgando.

      —Por Dios, haces que se me encojan los huevos —dijo Don mientras bajaba de la camioneta. Caía aguanieve, pero yo solo llevaba una camiseta. Me miró de arriba abajo y me encogí de hombros—. Tienes un aspecto horrible. ¿Es que no duermes?

      —Estoy bien —contesté, y señalé la carretilla con la cabeza.

      Don la miró.

      —¿Qué tienes ahí?

      —Otra hembra muerta. Supongo que fueron esos chavales.

      Me miró. El vaho blanco que salía de nuestras bocas flotó entre nosotros. Sacudió la cabeza.

      —¿Por qué harían algo así?

      —¿Por qué la gente hace lo que hace? Estarán aburridos y serán unos mierdas.

      Perro saltó hacia Midge, sentada en la camioneta, y le ladró mientras ella lo miraba fijamente.

      —No, no puedes echar la culpa de todo a los críos —dijo Don—. Aunque algunos sean unos condenados hijos de su madre.

      —Vamos a ver, ¿qué ha pasado aquí? —preguntó a la oveja muerta, y se inclinó para observarla con más atención; tenía las manos en las caderas.

      Hacía mucho frío. Crucé los brazos sobre el pecho e intenté parecer cómoda.

      —La he encontrado esta mañana, cerca del bosque.

      —¿Cerca del bosque?

      Asentí.

      Él sacudió la cabeza y rodeó la carretilla.

      —Está bien muerta.

      —¿Ah, sí? ¿Eres veterinario?

      Don entrecerró los ojos y clavó la vista en mí, y yo me aclaré la garganta.

      —Esos chavales… —dije.

      Se colocó la gorra hacia atrás y me miró fijamente.

      —Anoche lo pasamos bien. Tendrías que haber venido al pub, como te dije.

      «Otra vez…», pensé.

      —No es un lugar para mí, Don.

      Me imaginaba a los hombres que habría en aquel lugar, reclinados sobre la barra y hablando en voz baja hasta que pasara una mujer y levantasen la vista. Como los tres hombres que se habían presentado la primera semana, silbando una tonadilla burlona. Don no era así. La primera vez que una hembra tuvo un parto de nalgas, lo llamé, y él vino, cosió con calma los órganos desplazados de la oveja y salvó a sus tres crías. Luego, procedió a servirme una copa y dijo con ligereza: «Todo el mundo tiene que aprender de una forma u otra».

      Aun así, seguía intentándolo.

      —Tres años. No has ido al pub ni una sola vez en tres años.

      Eso no era cierto. Había entrado en una ocasión, pero a Don le gustaba decir lo contrario, tanto que ni me escuchaba cuando yo protestaba.

      —Apareces de la nada con el brazo en cabestrillo, con aspecto de lesbiana, de hippie o de Dios sabe qué, y te instalas aquí. No hay mucha gente como tú en el pueblo. Si no tienes cuidado, pronto empezarán a contar historias sobre ti para ahuyentar a los chiquillos.

      Cambié el peso de una pierna a otra mientras el frío me atravesaba la mandíbula.

      —Criar ovejas ya es de por sí lo bastante duro y solitario como para que además decidas vivir como una ermitaña.

      Parpadeé y hubo una larga pausa. Perro lloriqueó. Él también lo había oído mil veces.

      —¿Vas a decirme qué mató a mis ovejas?

      Aquello fue todo lo que pude decir.

      Don suspiró y volvió a mirar al animal. A la luz de la mañana parecía tener unos cien años; las manchas de envejecimiento de sus mejillas tenían un aspecto lívido.

      —Los visones pueden destrozar una oveja muerta. También los zorros. —Levantó la cabeza del animal para mirarle los ojos—. Se los han arrancado. Quizá la matara un animal y luego todos los demás se turnaron para comérsela. —Volvió a levantar los restos de la oveja un poco más y echó un vistazo por debajo, donde sus costillas formaban una cueva. Frunció el ceño—. Pero nunca he visto nada capaz de desollar un animal así.

      Me palpé el bolsillo de los pantalones, donde guardaba los cigarrillos, y luego acaricié la cabeza grasienta de Perro. Un cuervo graznó. Caaacriii; otro caaacriii. Midge se irguió en el asiento y todos miramos en dirección a la valla y a los árboles oscuros que había allí.

      —Di a esos chavales, o a cualquiera que le interese, que, si veo a alguien cerca de mis ovejas, le descerrajaré un tiro.

      Giré la carretilla y emprendí el camino de regreso a mi casa por la colina.

      —Vale, feliz Año Nuevo a ti también —dijo Don.

      Capítulo 2