Evie Wyld

Todos los pájaros cantan


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3

      Nos falta una semana para terminar el trabajo en Boodarie. Estoy en la ducha al lado del cobertizo del tractor, observando la araña de espalda roja del tamaño de un pulgar que lleva desde siempre instalada en lo alto del teléfono de la ducha. No se ha movido en absoluto, salvo para levantar una pata cuando he abierto el grifo, como si el agua estuviera demasiado fría para ella.

      Observé cómo Don descendía con el coche por el valle, iluminado por los últimos rayos de sol, y me quedé de pie en la nieve, con la carretilla y con Perro resguardado tras mis piernas, hasta que desapareció por la cresta de la colina al otro lado, donde vivía. Mis botas crujían a cada paso que daba por el sendero que llevaba a la cabaña. A veces me daba cuenta de lo fuera de lugar que estaba, del modo en que me ardía la piel por el frío y de cómo me picaban el interior de la nariz y la garganta. El olor a lana mojada y a excrementos de oveja humedecidos por la lluvia era completamente distinto al olor seco y polvoriento de los rebaños que campaban a sus anchas en los enormes terrenos rojizos de mi hogar. Aquí, la tierra parecía observarme como si fuera consciente de que era extranjera y contuviese el aliento al verme pasar. Una vez le pregunté a mi madre: «¿Qué tipo de australianos somos? ¿De los que vinieron en barcos? ¿O nos trajo alguien después?». Me observó, momentáneamente distraída mientras trataba de meter los traseros blancos de los trillizos en sus calzoncillos, y, tras resoplar y apartarse un mechón de pelo de la cara, dijo: «Yo llevo aquí desde siempre, cariño», y se colocó uno de los bebés sobre las rodillas para evitar que se moviera. Nunca más volví a hacerle aquella pregunta.

      Intentaba no mirar demasiado hacia los árboles, oscuros incluso de buena mañana, pero por el rabillo del ojo vi que algo parpadeaba y empecé a pensar que los árboles estaban ardiendo, pero no era nada, solo un leve movimiento a causa del viento. Las ovejas tosían y balaban. Guardé la carretilla en la cabaña y cerré la puerta. Los dientes me castañetearon al entrar en la casa. Me quité el abrigo y me senté en el sofá. Perro se subió a mi lado; estaba húmedo.

      Llevaba más de un mes sin llamar. La última vez no había nadie en casa y dejé que sonara mientras pensaba en el teléfono del salón y en el modo en que el sonido hacía que las urracas salieran disparadas del porche y se instalaran de nuevo en un santiamén. Recordé la forma en que el aire se movía con el ruido, el olor a ropa olvidada en la lavadora demasiado tiempo, a los calcetines y calzoncillos de tres chavales, y a la freidora que ya no estaba pero cuyo olor pegajoso todavía impregnaba las paredes. Y me acordé también del olor de los cigarrillos de mamá, que debíamos fingir que no existían, aplastados en la puerta; y del aroma a azúcar y eucalipto, y del aliento abrasador de los árboles, que se colaban por alguna ventana abierta.

      Marqué el código para ocultar mi número y tecleé la larga secuencia que me sabía de memoria. Me llevó de los tonos y los silencios de la conexión telefónica hasta mi casa. Allí apenas acababa de amanecer, pero mi madre solía levantarse temprano; siempre lo había hecho. Sonaron dos tonos y acaricié el brazo del sofá para escuchar su voz.

      —¿Hola, 635? —dijo, y esperó—. ¿Hola, hola?

      Oí un suspiro hueco, como un jadeo. Hacía una semana que había sido su cumpleaños. Tenía setenta y dos años.

      —¡Iris! —gritó—. Está volviendo a hacerlo.

      Tenía la voz ronca; quizá tuviese un resfriado o fuera alergia.

      Entonces oí la voz apagada de mi hermana, quizá procedente del piso de arriba.

      —¡Cuelga el teléfono de una vez, mamá, por el amor de Dios!

      —Bueno, pero ¿qué le pasa al teléfono? —insistió mi madre.

      Iris estaba más cerca ahora; había bajado las escaleras y entrado en la sala.

      —¿Y yo qué coño sé? —Oí cómo le arrancaba el aparato a mi madre de las manos y lo sostenía entre sus dedos, llenos de anillos—. ¿Hola? ¿Hola? —Su voz sonaba aguda; se notaba que era la mayor. Escuchó mi silencio—. No sé, mamá, igual algún pervertido te ha echado el ojo.

      En el tiempo en que las ondas tardaron en llegar hasta mi receptor, alcancé a oír el principio del canto de un verdugo negro —quicooo, quicooo— y, luego, la línea se cortó. De vuelta a mi salón, con la estufa eléctrica y el olor a polvo quemado, terminé de silbar su canción. Pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, piii. Perro levantó las orejas al oírme, aunque no se trataba de un sonido extraño para él. Empecé a hacer una serie de flexiones, pero, cuando llevaba la mitad, me detuve y miré fijamente al techo.

      Preparé café y me bebí una taza mirando a la pared. Al cabo de un rato, ordené los documentos que tenía en la mesa de la cocina y los revisé. Cuando hube terminado, dejé salir a Perro para que hiciera pis, pero me quedé en el umbral de la puerta; solo llevaba unos calcetines. Guardé los papeles y me acurruqué en el sofá con un libro en el regazo, sin abrir. El viento se movía entre los árboles, se deslizaba por la chimenea y llegaba hasta el salón, donde removía las páginas de un periódico.

      Al caer la noche, cerré las cortinas de la cocina y puse la radio lo bastante fuerte como para que no se oyeran los ruidos inquietantes de las hojas que se movían por el camino de piedra. Solo pude sintonizar un programa de resultados deportivos. Escuché los nombres de los lugares mientras preparaba unas tostas de sardinas. «Wigan». ¿Cómo sería Wigan? Me bastaba con el nombre para imaginármelo, y me alegré de no estar allí. Le di una sardina a Perro y aquello le hizo estornudar.

      Hacía tanto frío en el salón que comí envuelta en una manta. El cielo estaba oscuro. No miré por la ventana, pero lo sentí.

      «Burnley, tres; Middlesbrough, cero».

      Cuando fui incapaz de encontrar más excusas para no irme a la cama, apagué la radio y silbé de forma poco melodiosa y muy fuerte mientras subía las escaleras. En el rellano, una pluma revoloteó en una corriente de aire. Me lavé los dientes y debí de arañarme una úlcera de la boca, porque, cuando escupí, salió una cantidad impresionante de sangre. Me enjuagué bien y me soné la nariz, y luego me puse una vieja camiseta para dormir. Perro se colocó a los pies de la cama. Nos miramos durante un momento antes de comprobar que mi martillo seguía bajo la almohada. Finalmente, apagué la luz. Cerré los ojos para no ver la oscuridad y traté de no reparar en los sonidos que no reconocía, a pesar de que los había oído un millón de veces antes. La tos de una oveja sonaba como la de una persona. Una zorra estaba copulando en algún lugar del bosque y sus gemidos llegaban hasta mi habitación.

      Me quedé dormida, porque desperté de un sueño en el que abría la puerta del baño y me encontraba allí todas mis ovejas, devolviéndome la mirada en silencio. El cielo estaba completamente oscuro, así que no debían de ser más de las cinco. Un olor nauseabundo flotaba en el ambiente, como si alguien hubiera encendido una vela perfumada para enmascarar un hedor. La casa estaba en silencio. Perro permanecía al lado de la puerta, cerrada, con la mirada fija en el espacio bajo sus pies. Tenía el pelo erizado, las patas estiradas y tiesas, y la cola rígida y hacia abajo. Entonces se oyó un crujido en el techo, como si alguien anduviera por ahí. Contuve el aliento y escuché con atención, tratando de obviar la sangre que me retumbaba en los oídos. Todo estaba en silencio y me llevé el edredón hasta la barbilla. Las sábanas hicieron un ruido tremendo. Perro se quedó quieto en el suelo, junto a la puerta, y emitió un leve gruñido.

      Me clavé las uñas en las palmas de las manos.

      Entonces oí algo procedente de la pared a mi espalda, como si alguien estuviera rasgándola con un clavo desde el techo hasta la parte superior del cabezal de mi cama y se detuviese allí, trazando una línea recta y limpia. Perro se acercó a la cama y siguió gruñendo en un tono grave. Me quedé inmóvil. Todos los músculos de mi cuerpo latían al ritmo de mi corazón; también mi espalda. Tuve la sensación de que había sangrado debajo de las sábanas, de que, si me movía, la piel se me quedaría pegada a la tela y esta me la arrancaría.

      «Ratas. Hay ratas en las paredes, o ratones, de esos pequeñitos, con el cuerpo marrón y diminuto; eso es todo. O la madera vieja está