Evie Wyld

Todos los pájaros cantan


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obra atrevida y salvaje. Desde la primera frase de la perturbadora novela de Wyld, el lector se adentra en un mundo lleno de violencia y misterio psicológico. La amenaza está presente en cada una de las páginas.»

       The Boston Globe

      «Por una vez, el bombo publicitario que se ha hecho de una obra es equiparable al talento que destila. La escritura de Wyld procede de un lugar profundo y algo desconcertante.»

       The Sunday Times

      Capítulo 1

      Otra oveja, destrozada y ensangrentada, con las vísceras todavía calientes y el vapor emergiendo de su interior como si fuera un pudin recién horneado. Unos cuervos de picos brillantes pasaron a mi lado, ufanos y emitiendo unos ásperos graznidos, y, cuando agité el bastón, echaron a volar hacia los árboles y me observaron con las alas desplegadas, cantando, si es que se le podía llamar así. Acerqué una bota a la cara de Perro para evitar que se llevara un pedazo de la oveja de recuerdo y permaneció junto a mí mientras arrastraba los restos del animal muerto fuera del prado, hasta la cabaña.

      Esa mañana me levanté temprano, antes de que amaneciera, y salí fuera, hablando sola y contándole al perro todo lo que había que hacer, mientras los mirlos se desperezaban en el espino blanco. Como una loca que escucha su propia voz cuando el viento la empuja de nuevo hacia su garganta, ululando como había hecho cada mañana desde que me había instalado en la isla. Los árboles se agitaban en el bosquecillo y las ovejas balaban a mi espalda; los mismos árboles, el mismo viento y las mismas ovejas.

      Con aquella, ya iban dos muertes en un mes. Empezó a llover y la repentina ráfaga de viento me arrojó un pedazo de mierda de oveja a la nuca con tanta fuerza que me dolió. Me subí el cuello y me protegí los ojos con la mano.

       Criiicra, frío; criiiicra, frío.

      —¿De qué os reís? —grité a los cuervos, y les lancé una piedra.

      Me limpié los ojos con el dorso de la mano y respiré profundamente para deshacerme del olor a sangre. Los cuervos se quedaron callados. Cuando me giré para mirarlos, vi que había cinco colocados en fila en la misma rama; me observaban en silencio. El viento me sacudió el pelo y me cegó.

      La tienda de la granja de Marling tenía un cartel torcido y descolorido al pie de la entrada en el que ponía «Conejillos de indias gratis». Nunca los había visto, y ya era demasiado tarde como para preguntar. La hija del dueño, de piel pálida, estaba allí, haciendo un crucigrama. Me miró y bajó la vista de nuevo como si se hubiera avergonzado.

      —Hola —dije.

      Se ruborizó y movió la cabeza de forma prácticamente imperceptible para saludarme. Vestía un grueso chándal de color verde y llevaba el pelo recogido en una coleta. Tenía los ojos ligeramente enrojecidos, como cuando alguien se pasa la noche llorando o bebiendo.

      Las patatas que vendían solían estar buenas, pero, cuando las cogí, noté que estaban blandas. Volví a dejarlas en su sitio y me dirigí hacia los tomates, pero tampoco tenían buena pinta. Miré por la ventana, en dirección al invernadero de la granja, y vi que todas las ventanas estaban rotas.

      —Ey —le dije a la chica, que ya me miraba, con el extremo del lápiz en la boca, cuando me volví hacia ella—. ¿Qué le ha pasado a vuestro invernadero?

      —Ha sido el viento —contestó, y se llevó el lápiz a un lado de la boca durante unos instantes—. Mi padre me ha dicho que dijese que ha sido cosa del viento.

      Reparé en los cristales que cubrían los exteriores del invernadero, donde normalmente se exhibían macetas de ciclámenes feos con un cartel que decía la joya de tu jardín de invierno. Ahora solo había tierra oscura y vidrios rotos.

      —Vaya.

      —Las cosas siempre se desmadran un poco el día de Nochevieja —añadió con una voz de anciana que nos sorprendió a las dos.

      La chica se ruborizó todavía más y volvió a concentrarse en su crucigrama. El hombre que habitualmente estaba al frente de la tienda estaba sentado en el invernadero con la cabeza entre las manos.

      Tomé algunas naranjas, puerros y limones, y los llevé al mostrador. No me hacía falta nada; había ido a la granja más por realizar el trayecto en coche que por las provisiones. La chica se sacó el lápiz de la boca y empezó a contar las naranjas, pero se detuvo y volvió a comenzar varias veces. Olía a alcohol, enmascarado por demasiado perfume. Debía de tener resaca. Supuse que habría discutido con su padre. Dirigí la vista hacia el invernadero de nuevo y vi que el hombre seguía allí, en la misma posición, mientras el viento lo golpeaba.

      —¿Llevas nueve? —preguntó la chica, y, aunque no las había contado al meterlas en la cesta, dije que sí. Apretó algunos botones de la máquina registradora.

      —Debe de ser difícil quedarse sin el invernadero —comenté, y advertí el pequeño moretón azul que tenía en la sien. No me miró.

      —No es tan grave. El pedido del continente debería haber llegado ya, pero el ferry no saldrá hoy.

      —¿Ah, no?

      —Hace demasiado mal tiempo —contestó, de nuevo con esa voz cansada que nos avergonzaba a las dos.

      —No sabía que eso pasara.

      —Pues sí —dijo mientras colocaba mis naranjas en una bolsa y el resto de comida en otra—. Los barcos nuevos son demasiado grandes y no es seguro salir cuando hay mala mar.

      —¿Cuál es el pronóstico?

      La chica me miró rápidamente y bajó la vista otra vez.

      —No lo sé. Son cuatro libras con veinte.

      Contó lentamente el dinero que le di. Le llevó dos intentos devolverme bien el cambio. Me pregunté qué más habría oído de mí. Era hora de irme, pero no me moví.

      —¿Qué les ha pasado a los conejillos de Indias?

      La chica enrojeció de nuevo.

      —Ya no están. Se los dimos de comer a la serpiente de mi hermano. Había demasiados.

      —Oh.

      —Fue hace años —añadió con una sonrisa.

      —Claro —comenté.

      La chica se llevó el lápiz a la boca una vez más y bajó la vista hacia su crucigrama. Me fijé en que, en realidad, solo estaba coloreando los cuadraditos blancos.

      Ya en la camioneta, me di cuenta de que había olvidado la bolsa de las naranjas en la tienda. Miré por el espejo retrovisor hacia el invernadero destrozado y vi al hombre, esta vez en pie y con las manos en las caderas, observándome. Cerré la puerta del vehículo y me marché sin las naranjas.

      Empezó a llover con fuerza, así que subí la calefacción y activé el limpiaparabrisas a toda potencia. Pasé por el lugar donde habitualmente me detenía para pasear a Perro, y este se quedó sentado en el asiento del pasajero y me miró extrañado. Cada vez que me volvía hacia él, levantaba las orejas, como si estuviéramos en mitad de una conversación y yo evitara mirarlo.

      —¿Qué? —dije—. Solo eres un perro.

      Entonces, se giró y miró por la ventanilla.

      A mitad de camino de vuelta a casa, lo sentí de nuevo y aparqué junto a la entrada de un campo vacío. Perro contempló estoicamente el paisaje desde la ventana, quieto y calmado, y yo me presioné el puente de la nariz con el pulgar para intentar apaciguar el picor mientras me aferraba a la piel del pecho con las uñas de la otra mano en un intento por disipar el viejo dolor latente que sentía cada vez que perdía una oveja, como si me cayera una gota de sangre en el ojo. Lloré sin lágrimas, dando graznidos y con la boca abierta, y la camioneta se sacudió. Sentía que algo se apoderaba de mí, pero no salía. «Tienes que