Evie Wyld

Todos los pájaros cantan


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del teléfono de la ducha. No se ha movido en absoluto, salvo para levantar una pata cuando he abierto el grifo, como si el agua estuviera demasiado fría para ella.

      Ha sido un día largo y caluroso; estamos a finales de marzo. Bajo la capa del tejado de uralita, el aire en la cabaña de esquilado es denso y unas moscas hinchadas revolotean en el interior. No me queda mucho champú, pero, aun así, me echo un buen chorro y noto que la espuma desciende por las curvas y recovecos de mi cuerpo; el agua fría me calma la parte inferior de la espalda, donde las cicatrices me arden y palpitan con el sudor. Por encima de mí, más allá de la araña, el cielo se oscurece rápidamente. En el campo, la noche llega pronto, no como en la ciudad, donde puedes pasarte toda la noche trabajando y no darte cuenta de si es de día o de noche, salvo por el descenso en el ritmo de llegada de los clientes. Las primeras estrellas son como agujas brillantes y, en la vieja bahía de Moreton, la higuera que cuelga sobre el cobertizo del tractor deja caer sus semillas sobre el tejado mientras duermo, y un verdugo y una cacatúa blanca se las tienen; sus quejidos teñidos de sangre llegan hasta mí. Un zorro volador pasa al ras y, de repente, el olor del lugar cambia al llegar la noche. Alguien se mueve más allá del biombo de paja que oculta la ducha. Detengo las manos, que se quedan quietas, enterradas en mi pelo, y agudizo el oído.

      —¿Greg? —digo, pero nadie responde. Cierro el grifo y presto atención. La araña de espalda roja baja una pata—. ¿Greg?

      Todavía tengo mucha espuma en el pelo y se me mete por los oídos. Pienso en la posibilidad de que me encuentren aquí, sola, me secuestren y me abandonen atada para que me pudra entre los altos pastos secos. De pronto, me llega un aroma a grasa y a huevos fritos. Alguien está rodeando la ducha silenciosamente. Podría ser cualquiera del equipo, o Alan, que se está quedando sordo, en busca de cinta aislante, queroseno, baterías o trapos. Pero no es él, porque, enseguida, percibo un cambio en el aire.

      —¿Greg?

      Estoy a menos de ciento cincuenta kilómetros de la casa de Otto, lo más cerca que he estado desde que me marché. Durante los últimos siete meses, he viajado por todo el país y he borrado cualquier rastro. «He borrado cualquier rastro», repito en silencio.

      Un fragmento del biombo a mi derecha se oscurece y, a través de un agujero en la madera, veo un ojo. Doy un paso atrás, incapaz de emitir ni un sonido.

      —Sé quién eres —dice el ojo—. A mí no me engañas. Sé quién eres y lo que has hecho —añade. Tiene una voz ronca y empalagosa, y huele a huevos podridos, lanolina, whisky y lugares mugrientos.

      «He borrado cualquier rastro que pudiera haber dejado; han pasado siete meses y he borrado cualquier rastro», me digo, pero el corazón me late deprisa y me obligo a levantar la mano y a apoyarla en la pared para tranquilizarme. La araña reacciona, da un pequeño giro y vuelve a quedarse quieta. El ojo parpadea y pienso en clavarle la uña, pero no me atrevo a tocarlo, y no tengo ningún objeto puntiagudo con que perforarlo. El ojo sigue parpadeando; tiene el iris de un azul lechoso.

      —Sé quién eres —repite.

      De pronto, desaparece y la sombra se aleja. El corazón me martillea el pecho. Miro por el agujero de la madera y veo que Clare se tambalea en dirección a la cabaña. Ha estado fuera toda la semana y ha descubierto algo.

      Salgo disparada de la ducha sin enjuagarme el jabón y rodeo el cobertizo hasta llegar a mi dormitorio. Me pongo unas bragas, unos pantalones cortos y una camiseta, y guardo todo lo demás en la mochila. «Si estás tan segura de que no te encontrará», me dice mi cabeza, «¿por qué estás lista para largarte? ¿Por qué todas tus pertenencias caben en una mochila?». Es cierto, lo llevo todo en la mochila, excepto mi esquiladora, que he dejado en un banco cerca de la mesa de la lana, para afilarla por la mañana. Y el caparazón de una cigarra que Greg me dio el mes pasado, cuando me pidió que me fuera a la Costa de Oro con él una vez hubiéramos terminado la temporada. La sostengo en la palma de la mano y noto cómo vibra a causa de la fuerza de mi pulso.

      «Un mes en el agua. Pescaremos, nadaremos, beberemos cerveza… Nos relajaremos antes del siguiente trabajo», dijo.

      Vuelvo a colocar el caparazón en la estantería y voy a buscar a Greg al comedor.

      Casi todo el mundo está allí, esperando la hora de la cena, y miro las mesas en busca de Clare, pero no lo veo. Me siento al lado de Greg, que está charlando con Connor sobre motores de barcos, y trato de indicarle que quiero hablar con él poniéndole la mano en el hombro. Me aprieta el muslo por debajo de la mesa, pero no se gira. Está demasiado concentrado en la conversación.

      —… corroído, se rompió y se cayó en la sentina —dice.

      Connor da un trago a su lata de cerveza y responde:

      —Sí, pasa eso. La gente se olvida… —De repente, eleva el tono de voz, que refleja incredulidad—… de que el agua es la enemiga del motor.

      —Así es —contesta Greg, y me muevo a su lado. No quiero que nadie se dé cuenta de que hay un problema.

      —¿Estás bien? —pregunta, distraído por mi inquietud.

      —Tengo que hablar contigo —digo en voz baja.

      Greg me mira un instante, apura su bebida y me pasa el brazo por la espalda.

      —¿Podemos hablar en privado?

      —Ya van a sacar la cena.

      —Lo sé, pero…

      —Susúrramelo.

      Me inclino hacia él. Supongo que la gente cree que estamos compartiendo un momento íntimo, y a nadie le importa lo más mínimo. Alguien deja un bistec gris delante de mí y bandejas de patatas hervidas pasan de mano en mano.

      Tengo la boca seca.

      —¿Has visto a Clare?

      —He visto su camión, así que habrá vuelto ya. ¿Por qué? ¿Qué te debe?

      —Nada. Es solo que… Mira, ¿por qué no nos vamos a la costa?

      Me mira desesperado, como si no tuviera la menor idea de lo que les pasa por la cabeza a las mujeres.

      —Sí, eso te lo propuse yo. ¿Qué te pasa? ¿Te ha dado una embolia o qué?

      Se sirve seis patatas enormes, me pasa la bandeja y yo se la entrego a Stuart, que está a mi izquierda.

      —Quiero decir ahora mismo. ¿Por qué no nos subimos a la camioneta y nos largamos?

      —¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

      —Nada. Es solo que quiero irme ya.

      Greg me mira, confundido.

      —Bueno, yo también, pero tenemos que terminar el trabajo.

      —¿Por qué?

      Greg mastica el bistec mientras contesta:

      —¿Por qué? Pues porque esta gente son mis compañeros, y no voy a dejarlos tirados. Además, si nos vamos antes de tiempo, no nos darán la bonificación, y solo nos falta una semana. No es mucho. —Traga y alarga el brazo para hacerse con uno de los panecillos que hay en el centro de la mesa. Entonces, grita—: Sid, ¿aún es pan del que hiciste con aquella harina de mierda?

      Sid no contesta, y Greg se encoge de hombros y lo utiliza para rebañar el plato.

      —Confía en mí. Tenemos que irnos ahora mismo —digo.

      Greg deja el pan en la mesa.

      —¿Por qué «tenemos» que irnos ahora mismo? ¿Qué ha pasado? ¿Has atracado un banco?

      Abro la boca para contestar, pero soy incapaz de decir nada. No puedo contarle nada.

      —¿Ves? —añade, y toma de nuevo el tenedor—. No hay ningún problema. Todo es muy sencillo. Hace muchísimo calor, eso es todo. En menos que canta un gallo, estaremos en la costa.

      Entonces, aparece otra bandeja llena de salchichas. Cuando se la paso a Stuart, este me mira