Evie Wyld

Todos los pájaros cantan


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ha dicho? —pregunto con firmeza, y mantengo los ojos fijos en las ondas de calor que emanan del desierto en la distancia.

      —No importa —contesta Alan—. No me interesa lo que la gente de mi equipo haya hecho en el pasado. Joder, yo también tengo uno. Todos tenemos un pasado. Venga, encuentra a alguien que se dedique a esto y que no tenga un pasado. Si me lo dices, te pagaré. Denis lleva aquí toda su puta vida; cincuenta años. ¿Acaso crees que no está aquí porque huye de algo?

      Me mira y me doy cuenta de que quiere contarme alguna cosa. Por un instante, pienso: «¿Qué hiciste tú, Alan?».

      —Lo que quiero decir —prosigue— es que Clare es un quejica de mierda. Es un buen tipo, pero es un llorica. A mí no me importa eso, ni tampoco el pasado. No te olvides de que Clare y Greg son muy buenos amigos. Solo actúa como un capullo porque está celoso, pero no lo admite porque, bueno, porque es un capullo. Ser jornalero no ha sido fácil para él. Pero, vaya, podrías hablar con Greg y convencerlo para que se vaya a tomar unas cervezas con Clare una noche. Quizá eso lo apacigüe un poco. Dentro de poco, tendrá una semana libre. Eso también lo ayudará.

      —Yo no obligo a Greg a pasar tiempo conmigo —contesto, con el rostro encendido. Me sorprende sentirme furiosa, no me lo esperaba.

      —No he dicho eso. Es solo que, como vivimos todos juntos, quizá hacerlo sea lo más… sensato.

      Resopla con fuerza. Ha dicho más de lo que le habría gustado.

      Agarra los conejos por las orejas en silencio, por la ventana abierta de la camioneta. Los dos tienen un agujero limpio en la espalda. Los sostiene en alto y respira con la boca abierta mientras perlas de sangre espesa caen en el polvo naranja del camino.

      —Pensaba llevárselos a Sid, para que cocinara un guiso o algo así. —Una mosca se coloca sobre una de las heridas de los conejos. Alan toma impulso y arroja los animales muertos lejos del camión trazando un gran arco—. Pero estoy seguro de que sabría a mierda —añade, y regresamos a la granja.

      Me muero de ganas de volver al trabajo.

      —¿Habéis cazado un tiburón? —pregunta Greg, y le sonrío. No tengo ganas de hablar. Clare me da la espalda.

      Cuando hacemos una pausa para fumarnos un cigarrillo, Sid entra gruñendo y con la cara roja.

      —Vale, ¿quién de vosotros ha sido, panda de putos retrasados? —pregunta de pie, delante de la mesa.

      Observo a los hombres y trato de adivinar qué han hecho y quién ha sido. Clare tiene una sonrisa en el rostro debajo del bigote.

      —¿Qué coño ha pasado ahora? —pregunta Alan, que acaba de llegar.

      Sid aparta la mirada de la mesa.

      —Ven a verlo por ti mismo —dice, y se dirige a la parte trasera, donde se encuentra la cocina.

      Todos nos levantamos, lo seguimos y nos congregamos alrededor del barril de harina. Cuando Sid levanta la tapa, vemos la marca de un trasero encima.

      —¡No tiene gracia, joder! —grita Sid, por encima de las risotadas de los demás. Greg se inclina hacia delante como si le doliera algo.

      —Bueno, al menos sabemos quién no ha sido —añade Alan mientras se enjuga las lágrimas. Luego, señala hacia el extremo de la huella, donde se aprecia otra marca—. El culpable tiene huevos.

      —Vamos a Boonderie la semana que viene —anuncia Alan a la hora de la cena—. Hará un calor de cojones allí arriba.

      Nunca he estado tan al norte desde que me marché, pero los de Hedland no se mezclan con los de Boonderie. Aun así, tengo la boca seca y bebo una cerveza de un trago para humedecerla.

      Sid hace pan con la harina llena de gorgojos y la huella del trasero, y lo coloca en medio de la mesa. Parece una piedra. Nadie lo toca, ni siquiera Stuart, ni con un tenedor.

      Las luces están apagadas y Greg me clava sus grandes pulgares en las caderas. En la cabaña, el aire es seco y caliente. Esta noche no me encuentro muy bien; siento que los huesos me pesan demasiado. El calor se cuela por debajo del techo de metal durante el día y permanece en la cabaña por la noche, adormeciendo a las arañas. Deslizo los dedos por el pelo de Greg, para que sepa que le presto atención y recordar que debo concentrarme. Una rana croa en el exterior, así que puede que la lluvia pronto comience a golpear con fuerza el tejado. A veces, cuando llueve, lo cual no ocurre muy a menudo, parece que el agua arremete contras las arañas y las arroja sobre mi cama.

      La rana se calla y una suave brisa nada hasta nuestro rincón; es como el viento que anuncia la llegada de la lluvia. Greg suspira. De pronto, recuerdo dónde estoy y lo agarro del cabello con más fuerza. Algo enorme y negro se abalanza por la entrada y se desliza por la pared del fondo hasta colocarse bajo la mesa de trabajo. Me incorporo en la cama y golpeo a Greg en la cara con la ingle al tiempo que le arranco un mechón de pelo sin querer.

      —¿Qué coño haces? —pregunta, y se sujeta la cara con las dos manos.

      —Hay algo ahí —contesto en un susurro, aunque está pegado a mí.

      —¿Algo? ¿Qué quieres decir? —Examina la palma de su mano en busca de sangre y, luego, se pasa los dedos por la cabeza para palpar la zona donde le he arrancado el mechón—. Joder, lo que me faltaba.

      —Debajo del banco. Hay algo grande.

      Me mira y su expresión cambia.

      —¿Grande? ¿Cómo de grande?

      Busco el martillo que tengo debajo de la cama a tientas, pero no lo encuentro; está oscuro. Greg se levanta y sacude la cabeza para aclararse las ideas. Se acerca rápidamente hacia el interruptor y lo enciende. La parpadeante luz fluorescente solo proyecta sombras contra las paredes.

      —Como un perro grande.

      La luz se estabiliza, aunque todavía hay rincones y lugares oscuros en los que ocultarse. El banco está cubierto con un hule azul que cuelga y oculta la parte inferior. Greg agarra una tubería metálica que hay apoyada contra la pared. Me alegro al ver que lleva los calzoncillos puestos. «Esto sería mucho peor si estuviera desnudo», pienso. Le sangra la nariz, pero lo ignora y deja que la sangre le llegue hasta el labio mientras sostiene la tubería con ambas manos como si fuera un bate de críquet. Camina con cautela y lentamente hacia el banco, mirando de un lado a otro a su alrededor en busca de nuevas sombras. Tengo los pelos de la nuca como escarpias. Intento no pensar en Kelly ni imaginarme a Otto fuera, observándonos con una escopeta en las manos. Ni con su navaja barbera. Disparará a Greg y, luego, se tomará su tiempo para deshacerse de mí. Kelly dará palmadas delante de mis narices mientras contempla mi muerte. Me cortará la mano y se la dará a ella, como si fuera un trofeo. «Kelly está muerta», me digo a mí misma, pero eso no me tranquiliza.

      Agarro la punta del hule con los dedos y miro a Greg, que levanta los brazos, listo para golpear a lo que sea que salga disparado de ahí abajo. Asiento, cuento hasta tres en silencio y levanto la tela. No hay nada debajo del banco. Greg deja caer los brazos y la tubería de metal cae al suelo con un gran estruendo.

      —Joder, si no tenías ganas, bastaba con decírmelo.

      Lo miro para ver si bromea, pero no estoy segura.

      Más tarde, cuando está dormido a mi lado, me levanto de la cama con cuidado para no despertarlo, me pongo una camiseta y unos pantalones, y salgo de la cabaña. Fuera hace fresco y me concentro en mi respiración; tomo aire frío y exhalo el caliente. El cielo está cubierto de estrellas. Me siento en la valla y escucho las cigarras, los pájaros nocturnos, los bandicuts, las ratas y todos los bichos vivientes que están ahí, respirando conmigo. No muy lejos, las ovejas forman un núcleo denso y silencioso. Siento la necesidad de estar sola, de no tener que dar explicaciones a nadie, la seguridad de ser una desconocida y estar lejos. Noto un ligero movimiento detrás de mí y me vuelvo justo a tiempo de ver una sombra en la entrada de la cabaña. Es Greg; reconozco su silueta. No quiere que me dé cuenta de que está ahí, y yo tampoco quiero admitir que estoy