―¿Qué tal cuatro? ―dijo Emily―. Tampoco deberíamos olvidarnos de mamá.
Roy tensó la mandíbula y Emily supo al instante que había dicho algo que no debía. Mamá no querría una bandera, mamá ni siquiera había ido con ellos a Sunset Harbor para el viaje de fin de semana. Una vez más, sólo estaban ellos tres. Parecía que últimamente ocurría cada vez con más frecuencia.
―Dos serán más que suficientes ―contestó su padre con algo de rigidez―. En realidad es por las niñas.
La mujer de detrás del mostrador le tendió una bandera a cada una de las pequeñas; su amabilidad se había visto sustituida por cierta incomodidad avergonzada al comprender que había cruzado sin querer una línea invisible.
Emily miró cómo su padre pagaba a la mujer y le daba las gracias, notando que ahora su sonrisa era forzada y su postura más fría. Deseó no haber mencionado a mamá. Miró la bandera que llevaba entre los dedos enguantados y de repente no le apeteció tanto celebrar nada.
Emily jadeó, volviendo a la calle principal de Sunset Harbor con Daniel. Sacudió la cabeza, sacudiéndose de encima el remolino de aquellos recuerdos. No era la primera vez que experimentaba el regreso repentino de un recuerdo perdido, pero cada vez que ocurría volvía a dejarla profundamente afectada.
―¿Estás bien? ―dijo Daniel, tocándole ligeramente el brazo con expresión preocupada.
―Sí ―contestó ella, pero su voz sonó aturdida. Intentó sonreír, pero sólo consiguió elevar débilmente las comisuras de los labios. No le había hablado a Daniel del modo en que sus recuerdos de infancia estaban volviendo poco a poco. No quería ahuyentarlo.
Decidida a no dejar que sus recuerdos intrusivos echaran a perder su día, Emily se lanzó de cabeza a las celebraciones. Habían pasado muchos años desde la última vez que había asistido, pero aun así seguía sintiéndose asombrada ante todo aquel espectáculo. La maravillaba el modo en que el pequeño pueblo lo daba todo en las celebraciones. Una de las cosas que estaba empezando a adorar de Sunset Harbor eran sus tradiciones, y tenía el presentimiento de que el Día de los Caídos se iba a convertir en otra festividad a la que adorar.
―¡Hola, Emily! ―la llamó Raj Patel desde el otro lado de la calle. Iba caminando con su esposa, la doctora Sunita Patel. Emily los consideraba a ambos amigos.
Los saludó con la mano y se giró hacia Daniel.
―Oh, mira. Ahí están Birk y Bertha. ¿Y es ésa la pequeña Katy, en el cochecito que llevan Jason y Vanessa? ―Señaló al dueño de la gasolinera y a su mujer minusválida. Junto a ellos estaba su hijo, el bombero que había salvado la cocina de Emily de acabar reducida a cenizas. Su esposa y él habían tenido a su primera hija, una pequeña llamada Katy, y se habían quedado a uno de los cachorritos de Emily como regalo para el bebé―. Deberíamos acercarnos a saludar ―continuó, deseosa de hablar con sus amigos.
―En un segundo ―dijo Daniel, dándole un empujoncito con el hombro―. Se acerca el desfile.
Emily miró calle abajo y vio a la banda del instituto local formando, listos para empezar la procesión. El tambor empezó a marcar el ritmo y se vio seguido rápidamente por los instrumentos de viento tocando «La Marcha de los Santos». Observó encantada mientras la banda pasaba frente a ellos, seguida de las animadoras vestidas con conjuntos a juego en rojo, blanco y azul, que recorrieron toda la calle dando volteretas hacia atrás y levantando las piernas.
Después desfiló un grupo de preescolares con las caras de mejillas redondeadas y angelicales pintadas. Emily sintió un pinchazo al verlos. Para ella tener niños nunca había sido una gran prioridad y no había tenido prisa alguna en convertirse en madre considerando la relación abismal que mantenía con la suya propia, pero ahora, al ver a aquellos niños en el desfile, comprendió que algo había cambiado en su interior. Ahora había un nuevo deseo, un pequeño anhelo que tiraba de ella. Miró a Daniel y se preguntó si él también lo sentía, si la imagen de aquellos niños adorables le hacía sentir lo mismo. Pero, como siempre, la expresión de Daniel era indescifrable.
El desfile continuó. Después les tocó a un grupo de mujeres de aspecto duro del equipo de roller derby local y pasaron saltando y corriendo sobre sus patines, seguidas de un par de zancudos y de una gran carroza echa con papel maché de la estatua de Abraham Lincoln.
―Emily, Daniel ―dijo una voz a sus espaldas. Era el alcalde Hansen junto a su ayudante Marcella, que parecía bastante agobiada―. ¿Estás disfrutando de la fiesta? ―preguntó el alcalde―. Si no recuerdo mal no es tu primer año, pero quizás sí sea el primero que recuerdas.
Soltó una risita inocente, pero Emily se agitó incómoda. Intentó adoptar una postura tranquila y feliz.
―Tienes razón. Por desgracia no recuerdo haber venido de niña, pero desde luego ahora la estoy disfrutando. ¿Qué tal tú, Marcella? ―añadió, intentando apartar la atención de sí misma―. ¿Es tu primer año?
Ésta asintió una vez de manera decidida y eficiente, y después volvió a centrarse en su portapapeles.
―No le hagas caso ―dijo el alcalde Hansen con una risita―. Es adicta al trabajo.
Marcella alzó la mirada sólo un segundo, pero fue suficiente para que Emily leyera la frustración en sus ojos. Estaba claro que la actitud relajada del alcalde la frustraba. Emily podía simpatizar con ella; ella misma había estado en la misma posición hacia tan solo seis meses, mostrándose demasiado seria y estresada y movida principalmente por la cafeína y el miedo al fracaso. Mirar a Marcella era como asomarse a un espejo y ver un reflejo de su juventud. Sólo podía esperar que Marcella aprendiese a relajarse y que Sunset Harbor la ayudase a suavizar la tensión que se había adueñado de ella aunque fuera sólo un poco.
―Bueno ―continuó el alcalde―, toca volver al trabajo. Tengo que dar unas medallas, ¿no, Marcella? La ceremonia de premios de la carrera de huevos con cuchara o algo así.
―Las Olimpiadas para Menores de Cinco ―contestó Marcella con una exhalación.
―Eso es ―repuso el alcalde Hansen, y los desaparecieron entre la multitud.
Daniel sonrió.
―Es imposible no enamorarse de este pueblo enloquecido ―comentó, rodeando a Emily con el brazo.
Ésta se acurrucó contra él, sintiéndose a salvo y protegida. Juntos miraron cómo desfilaba la conga, saludando a sus amigos cuando pasaron frente a ellos: Cynthia, de la librería, con su cabello naranja chillón y la ropa que nunca iba a juego; Charles y Barbara Bradshaw, de la pescadería; Parker, de la tienda al por mayor de fruta y verduras orgánicas.
Y entonces Emily distinguió a alguien entre el público que le heló la sangre en las venas. Allí de pie, vestido con unos pantalones a cuadros de golf y un suéter verde lima que a duras penas le cubría la barriga cervecera, estaba Trevor Mann.
―No mires ―susurró entre dientes, buscando la mano de Daniel para sentirse más segura―. Pero el señor Vecino Desdeñoso se ha unido a la fiesta.
Daniel, por supuesto, miró en su dirección al instante, y como si tuviera alguna clase de sexto sentido, Trevor lo notó. Los miró a ambos de reojo y sus ojos oscuros destellaron con malicia.
Emily hizo una mueca.
―¡Te he dicho que no mirases! ―regañó a Daniel mientras Trevor se abría paso hasta ellos.
―Sabes, hay una norma no escrita ―siseó Daniel en respuesta―, de que si le dices a alguien «no mires», lo primero que hará esa persona es mirar.
Era demasiado tarde para huir. Trevor Mann se echó sobre ellos, emergiendo de entre la multitud como alguna especie de horrible bestia con bigote.
―Oh, no ―gimió Emily.
―Emily ―la saludó Trevor con su falsa voz amistosa―, no te habrás olvidado de esos impuestos que debes, ¿verdad?