Софи Лав

Por y Para Siempre


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pasatiempos de su marido durante dos semanas al año, y aquello bajo la estricta condición de que fuese fuera de su vista y de que no invadiese bajo ningún concepto su casa limpia y ordenada. Así que, ¿cómo demonios había conseguido su padre que accediese a colgar un cuadro del faro en la casa? ¿Quizás porque estaba camuflado como un lugar imaginario y su madre nunca se había percatado de que en realidad era una imagen de Sunset Harbor? Emily sonrió para sí, preguntándose si su padre había sido realmente tan astuto.

      ―Ey ―dijo Daniel, devolviéndola al presente. Emily se giró y lo vio cargando con una cesta y cruzando la arena húmeda en su dirección―. ¡Has salido corriendo!

      ―Perdona ―contesto ella, apresurándose a echarle una mano―. ¿Qué hay dentro? Pesa una tonelada.

      Cargaron juntos de la cesta hasta la playa y Daniel abrió los cierres que mantenían la tapa en su sitio, extrayendo una manta a cuadros y extendiéndola sobre la arena.

      ―Mi señora ―dijo.

      Emily se rió y se sentó en la manta. Daniel empezó entonces a sacar distintos platos de la cesta, incluyendo queso y fruta, y al final de todo una botella de champán de y dos copas.

      ―¡Champán! ―exclamó Emily―. ¿Es una ocasión especial?

      Daniel se encogió de hombros.

      ―En realidad no, pero se me ha ocurrido que debíamos celebrar que hayas recibido a tu primer huésped.

      ―No me lo recuerdes ―pidió Emily con un gemido.

      Daniel le quitó el corcho a la botella y le sirvió una copa a cada uno.

      ―Por el señor Kapowski.

      Emily brindó con él, distendiendo los labios en una sonrisa.

      ―Por el señor Kapowski. ―Tomó un sorbo, dejando que las burbujas le cosquillearan en la lengua.

      ―Todavía no tienes confianza en todo esto, ¿verdad? ―dijo Daniel.

      Se encogió de hombros, centrando la mirada en el líquido de su copa. Lo hizo girar y observó cómo cambiaba la trayectoria de las burbujas en su interior, agitadas por el gesto, antes de volver a la normalidad.

      ―Simplemente no tengo mucha fe en mí misma ―respondió al fin con un profundo suspiro―. Nunca antes he logrado nada importante.

      ―¿Qué hay de tu trabajo en Nueva York?

      ―Me refiero a nada que haya deseado de verdad.

      Daniel movió las cejas.

      ―¿Y qué hay de mí?

      Emily no pudo contener una sonrisita.

      ―No me pareces un logro tan importante…

      ―Pues deberías ―contestó él, jovial―. Un tipo tan estoico como yo. No soy precisamente el hombre más fácil de encandilar del mundo.

      Emily se rió y después le plantó un beso largo y opulento en los labios.

      ―¿A qué ha venido eso? ―dijo Daniel una vez que se hubo apartado.

      ―A modo de gracias. Por todo esto. ―Señaló el pequeño pícnic que había extendido frente a ellos con la cabeza―. Por estar aquí.

      Daniel pareció dudar por un segundo, y Emily supo por qué: era porque nunca podría comprometerse por completo a estar presente. Llevaba el deseo de viajar en las venas, y en algún momento tendría que darle rienda suelta.

      ¿Y qué había de Emily misma? Ella tampoco había planeado en firme lo de quedarse en Sunset Harbor. Ya llevaba allí seis meses, lo cual había sido mucho tiempo manteniéndose lejos de Nueva York, lejos de su casa y de sus amigos. Y, aun así, en aquel momento, con el sol poniéndose a lo lejos y lanzando rayos rosados y anaranjados por el cielo, no se le ocurría ningún otro lugar en el que prefiriese estar. Tenía la sensación de estar viviendo en el paraíso. Quizás sí que pudiera convertir Sunset Harbor en su hogar, y quizás Daniel querría asentarse con ella. Era imposible adivinar el futuro; tendría que hacer frente a los días según fuesen llegando. Lo mínimo que podía hacer era quedarse hasta que se le acabase el dinero, y si se esforzaba lo suficiente y conseguía que el hostal fuese sostenible, cabía la posibilidad de que aquel día tardase muchísimo en llegar.

      ―¿En qué estás pensando? ―preguntó Daniel.

      ―En el futuro, supongo ―contestó.

      ―Ah ―dijo él, mirándose el regazo.

      ―¿No es un buen tema de conversación? ―lo interrogó Emily.

      Daniel se encogió de hombros.

      ―No siempre. ¿No es mejor disfrutar el momento sin más?

      Emily no estuvo segura de cómo tomarse aquella frase. ¿Era una muestra del deseo de Daniel por marcharse de allí? Si el futuro no era un buen tema de conversación, ¿se debía a que ya había previsto los corazones rotos que los esperaban más adelante?

      ―Supongo ―dijo Emily en voz baja―. Pero a veces es imposible no pensar en lo que habrá más adelante. No hay nada de malo en hacer planes, ¿no te parece? ―Estaba intentando animarlo con suavidad, hacer que le ofreciera algo de información, cualquier cosa que la hiciera sentir más segura en su relación.

      ―En realidad no ―fue la respuesta de Daniel―. Me esfuerzo mucho por mantener mi mente siempre en el presente, por no preocuparme por el futuro ni obsesionarme con el pasado.

      A Emily no le gustaba la idea de que Daniel se preocupase por el futuro de ambos, y tuvo que contenerse para no exigir exactamente qué era lo que le preocupaba.

      ―¿Y hay mucho de lo que obsesionarse? ―preguntó en su lugar.

      Daniel no le había hablado mucho de su pasado. Emily sabía que había viajado bastante, que sus padres estaban divorciados, que su padre se había dado a la botella y que Daniel consideraba al padre de Emily responsable de otorgarle un futuro.

      ―Oh, sí ―dijo éste―. Muchísimo.

      Volvió a guardar silencio. Emily quería que continuase hablando, pero notó que aquello no era algo que Daniel pudiese hacer. Se preguntó si él sería consciente de lo mucho que ansiaba ser la persona ante la que se abriese.

      Pero con Daniel, todo giraba alrededor de la paciencia. Hablaría cuando estuviese listo, si es que llegaba a estarlo algún día.

      Y si aquel día llegaba, Emily esperaba seguir estando allí para escuchar.

      CAPÍTULO CUATRO

      A la mañana siguiente Emily se despertó temprano, decidida a no volver a fallar en la preparación del desayuno. Oyó cómo se abría la puerta del dormitorio de invitados a las siete en punto, cerrándose de nuevo con suavidad y seguido por el sonido de los pasos del señor Kapowski bajando la escalera. Emily salió de dónde había estado haciendo tiempo en el pasillo y esperó al pie de los escalones, mirándolo desde abajo.

      ―Buenos días, señor Kapowski ―lo saludó con confianza y una sonrisa agradable en el rostro.

      El señor Kapowski se sobresaltó.

      ―Oh. Buenos días. Estás despierta.

      ―Sí ―dijo Emily, manteniendo el tono confiado a pesar de que no se sentía así ni por asomo―. Quería disculparme por lo de ayer, por no estar preparada para hacerle el desayuno. ¿Ha dormido bien? ―Notó las ojeras que le rodeaban los ojos.

      El señor Kapowski dudó un segundo y se metió las manos en los bolsillos del traje arrugado con aire nervioso.

      ―Um… en realidad no ―contestó al fin.

      ―Oh, vaya ―dijo Emily, preocupada―. Espero que no haya sido por la habitación.

      El señor