ninguna de sus llamadas y parecía que la frecuencia de las mismas iba disminuyendo.
Se mentalizó mientras miraba la pantalla. El nombre que apareció parpadeando fue toda una sorpresa; era Jayne, una antigua amiga de la escuela de Nueva York. Conocía a Jayne desde niña, y a lo largo de los años habían ido desarrollando la clase de amistad en la que a veces pasaban meses antes de que volviesen a hablar, pero que en cuanto volvían a reunirse era como si no hubiese pasado nada de tiempo. Jayne seguramente se había enterado de su nueva vida de labios de Amy o por algún cotilleo y estaba llamando para interrogarla sobre aquel cambio tan repentino.
Contestó a la llamada.
―¿Em? ―dijo Jayne con voz agitada y la respiración alterada―. Me acabo de encontrar a Amy cuando he salido a correr. ¡Me ha dicho que te has ido de Nueva York!
Emily parpadeó; su mente ya no estaba acostumbrada al ritmo rápido que compartían todas sus amistades de Nueva York al hablar. La idea de correr mientras se mantenía una conversación teléfono le resultaba ahora de lo más rara.
―Sí, de hecho fue hace algún tiempo ―contestó.
―¿De cuánto tiempo estamos hablando? ―preguntó Jane. El ruido de sus pasos era audible desde el otro lado de la línea.
La voz de Emily se volvió débil y adoptó un tono de disculpa.
―Um, bueno, unos seis meses.
―¡Dios, tengo que llamarte más a menudo! ―jadeó Jayne.
Emily podía oír el tráfico de fondo, los cláxones de los coches y el sonido sordo de las zapatillas de deporte de Jayne mientras ésta corría por la acera. Aquello dibujó una imagen muy familiar en su mente; ella misma había sido aquella persona hacia tan solo unos meses. Siempre ocupada, sin descansar nunca, con el teléfono siempre pegado a la oreja.
―¿Y qué tienes que contar? ―dijo Jayne―. Cuéntamelo todo. Supongo que Ben ha desaparecido de escena.
A Jayne, al igual que al resto de sus amistades y familia, Ben nunca le había gustado. Habían podido ver algo frente a lo que Emily había estado ciega durante siete años: que no era el adecuado para ella.
―Completamente desaparecido ―contestó.
―¿Y ha entrado alguien nuevo? ―le preguntó Jayne.
―Puede ―repuso Emily con falsa modestia―. Pero todavía es algo nuevo y no muy seguro, así que prefiero no gafarme hablando de ello.
―¡Pero yo quiero saberlo todo! ―exclamó Jayne―. Oh, espera. Me están llamando.
Emily esperó mientras la línea permanecía en silencio. Tras un momento los ruidos de la ciudad de Nueva York por la mañana volvieron a llenarle los oídos cuando Jayne reconectó su llamada.
―Lo siento, cariño ―se disculpó―. Tenía que contestar. Cosas del trabajo. Bueno, mira, ¿Amy me ha dicho que has abierto un hostal por allí?
―Ajá ―respondió Emily. Se sintió un poco tensa hablando del hostal, especialmente cuando Amy había mostrado tan abiertamente que le parecía una idea estúpida tanto aquello como el cambio total que había hecho Emily en su vida.
―¿Tienes alguna habitación disponible ahora mismo? ―preguntó Jayne.
Emily se quedó sorprendida. No se había esperado una pregunta como aquella.
―Sí ―dijo, pensando en la habitación ahora vacía del señor Kapowski―. ¿Por qué?
―¡Porque quiero ir! ―exclamó su amiga―. Después de todo, es el fin de semana del Día de los Caídos, y necesito desesperadamente salir de la ciudad. ¿Puedo reservarla?
Emily dudó.
―Sabes, eso no es necesario. Puedes venir y visitarnos.
―Ni hablar ―fue la respuesta de Jayne―. Quiero experimentarlo todo: las toallas limpias cada mañana, el desayuno con huevos y beicon. Quiero verte en acción.
Emily se rió. De entre toda la gente con la que había hablado sobre su nueva aventura, Jayne estaba siendo la que más le estaba apoyando.
―Bueno, entonces deja que haga la reserva de manera oficial ―pidió―. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?
―No sé, ¿una semana?
―Perfecto ―repuso, sintiendo cómo algo se agitaba en su estómago―. ¿Y cuándo llegarás?
―Mañana por la mañana ―dijo Jayne―. Alrededor de las diez.
La felicidad de su estómago creció.
―De acuerdo, dame un momento mientras te introduzco en el sistema.
Algo mareada por el entusiasmo, Emily puso el teléfono en espera y fue corriendo hacia el ordenador que había en la mesa de la recepción, donde abrió el programa de reservas e introdujo la información de Jayne. Se sintió orgullosa por haber llenado técnicamente el hostal todos los días desde su inauguración, incluso si no tenía más que una habitación y había abierto el negocio hacía dos días…
Se apresuró de vuelta al teléfono y recuperó la llamada.
―De acuerdo, tienes una reserva durante una semana.
―Muy bien ―dijo Jayne―. Has sonado muy profesional.
―Gracias ―contestó Emily con timidez―. Todavía me estoy acostumbrando a todo. Mi último huésped ha sido un desastre.
―Me lo puedes contar todo mañana ―dijo Jayne―. Será mejor que cuelgue; voy a llegar a mi décima milla y será mejor que ahorre el aliento. ¿Te veo mañana?
―Me muero de ganas ―repuso Emily.
La llamada se cortó y Emily sonrió para sí. No se había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos a su vieja amiga hasta que había hablado con ella. Ver a Jayne sería un antídoto magnífico para el desastre que había resultado ser el señor Kapowski.
CAPÍTULO CINCO
Agotada por su larga y desastrosa mañana, Emily se encontró cada vez más sumida en la tristeza. Allí donde mirase veía problemas y errores; una pared mal pintada, una lámpara mal fijada, un mueble que no encajaba. Antes todo le había parecido una peculiaridad, pero ahora aquellos detalles la molestaban.
Sabía que necesitaba ayuda y consejos profesionales. No había sido nada realista al pensar que podía llevar ella sola un hostal.
Decidió llamar a Cynthia, la dueña de la librería y una persona que había gestionado un hostal en su juventud, y pedirle consejo.
―Emily ―la saludó Cynthia al descolgar―. ¿Cómo estás, querida?
―Fatal ―fue su respuesta―. Estoy teniendo un día horrible.
―¡Pero si sólo son las siete y media! ―exclamó Cynthia―. ¿Cómo puede ser tan malo?
―Es completamente horrible ―repuso―. Mi primer huésped acaba de irse. El primer día no llegué a tiempo de prepararle el desayuno, y el segundo no tenía suficientes ingredientes y ha dicho que la comida estaba fría. No le han gustado ni la almohada ni las toallas. No sé qué hacer. ¿Puedes ayudarme?
―Voy ahora mismo ―dijo Cynthia, sonando encantada ante la perspectiva de repartir algo de sabiduría.
Emily salió para esperarla y se sentó en el porche, esperando que la luz del sol, o al menos la vitamina D, la animase un poco. La cabeza le pesaba tanto; la dejó caer entre las manos.
Alzó la vista al oír el crujido de la grava y vio a Cynthia acercándose en su bicicleta.
Aquella bicicleta oxidada era tanto una imagen de lo más común y bastante inolvidable en Sunset Harbor, principalmente porque