Un inspirado Golikov le aseguró a Radkevich que él resolvería el problema. El banquero se sorprendió y, vagamente, dijo: «Bueno, si lo haces…»
Y Golikov lo pensó.
Ahora estaba sentado en la oficina del presidente, sintiéndose vencedor. Un problema bancario sirvió de pretexto formal: alguien había vaciado un cajero automático. Pero la noticia importante él la diría al final de la conversación, ya que las últimas palabras son las que se recuerdan mejor. Ellas son las que dejan la mejor impresión del encuentro.
– Boris Mikhailovich, sucedió un incidente desagradable, – Golikov empezó, suavemente.
– Que pasó? —
– De uno de nuestros cajeros desapareció un dinero. Como casualmente, abrieron el que se llenó hoy de efectivo. —
– Los muérganos los siguieron. ¿Cuánto se llevaron? —
– Ahí viene lo extraño. En el cajero faltan 393300 rublos. – Golikov puso le hoja de papel con la cuenta sobre la mesa. – El resto del dinero no fue tocado, y eso es cerca de un millón. —
Radkevich, dudoso, agarró el papel con las cifras.
– No hay errores aquí? ¿Como se pueden llevar esa suma? Los billetes más pequeños son de quinientos rublos. —
– Es correcto. El ladrón dejó un vuelto. —
– Como? – Radkevich tiró el papel. – Me quieres decir que un tarado abrió el cajero, tomó menos de la mitad de lo que había y además ¿dejo vuelto? —
– No es tan tarado el tipo, – negó con la cabeza Golikov. – Además no hay señales de violencia. Y lo más extraño… —
– Que más? —
– Nosotros revisamos la cinta de video. No hay daño en los cables, ni en la cámara, pero en vez de la imagen corriente, durante lo sucedido era la foto de un caballo lo que salía. —
– Como que de un caballo? – Ya el banquero estaba al borde.
– Mire. —
Radkevich tomó la fotografía. En su mano tenía una fotografía en blanco y negro, parecida a las que tenía en las paredes de su oficina. En ella había un potro encabritado, sin brida y sin silla, lanzado a la libertad.
Radkevich adoraba los bellos caballos, en la vida real y en las fotografías, pero esta vez arrugó el rostro, como si viera algo indecente. Él recordó la última conversación con Yury Grisov. Cuando salió, arrancó uno de los cuadros y tiró en la mesa una hoja de papel donde había escrito el monto de su compensación. Boris Mikhailovich buscó en sus papeles la exigencia del empleado despedido. La suma en las dos hojas de papel coincidían.
El banquero apartó la explosión de ira y, hasta con respeto, dijo entre dientes:
– Se salió con la suya. Buen punto. – Arrugó los papeles y los lanzó a la papelera. – Como abrieron el cajero? —
– Lo más probable, con una tarjeta de acceso. La falsificaron o la robaron. Hay que investigar a los empleados que pueden tener esa tarjeta… —
– Todavía no te diste cuenta, quien lo hizo? ¡Tu antiguo jefe! —
– Grisov? – Una chispa de venganza brilló en los ojos de Golikov. – Llamemos a la policía. —
– Para que sospechen de ti también? —
– A usted, yo nunca… —
– Eso es poco. Tú tienes que estar adelante en el trabajo. Bloquear las tarjetas de acceso, preparar nuevas, cambiar los códigos y claves, lo que se necesita pues, para que no vuelva a suceder. —
– Sonó el celular, que estaba en el escritorio del banquero. Radkevich y Golikov vieron la fotografía de Oksana en la pantalla. Radkevich no quería responder, pero lo hizo, haciéndole señas a Golikov para que saliera y dijo:
– Te dije, gatita, que yo mismo llamaría… —
– La advenediza no apareció y me llamaron! – alegre, lo cortó Oksana Broshina. – voy a salir en la portada de «Elite Style»! ¡Gracias, gracias, gracias!
A Radkevich le cambió el humor:
– Pero claro, yo por ti, siempre… —
– Eres un amor. ¡Te beso, te abrazo y todo lo que quieras! —
– Paso esta noche por allá. – El banquero prometió, seductor.
– Pero no hoy, gatico. Hoy no puedo, me voy a preparar, mañana son las tomas. —
– Entonces… —
– Después, después, yo te llamo. ¡Un beso! —
Radkevich apagó el celular y, curioso, miró a Golikov, quien se había quedado en la puerta, arriesgándose, porque ya sabía la noticia que comunicaba Oksana. Esa era la impresión conclusiva con la cual Golikov contaba. Él no había tenido tiempo de comunicar, él mismo, la agradable noticia. Ahora, su mirada era expresiva: «Yo lo prometí, modestamente cumplí».
– Espérate. – Radkevich llamó a Oleg con el dedo índice y, bajando la voz, le preguntó: – Lo conseguiste. ¿Como? Yo escuché que la otra chica había desaparecido. —
– Lo importante es el resultado, ¿no? – arrogante, miró al jefe a los ojos.
Se miraron uno a otro, como si quisieran leerse los pensamientos. Entonces Radkevich levantó la bocina del teléfono de servicio y llamó a la oficina de personal:
– Cambien el aviso de búsqueda de un director del departamento de seguridad informática por uno de ingeniero especialista. Ya el director lo tenemos, es Oleg Golikov. Preparen la orden para su nombramiento y me la traen para firmarla.
Radkevich miró, interrogadoramente, al subordinado: – Es justo? – Este asintió en silencio y se retiró.
Cuando volvió a su puesto de trabajo, Oleg, inspirado por su victoria, marcó el teléfono de Oksana Broshina.
– Hola, bella. ¿Mi parte la cumplí, cuando nos vemos? —
– Que apuradito. – juguetona, respondió la modelo.
– Tú tampoco querías esperar al próximo número de la revista. —
– Ok. Nos vemos después de que yo me vea en la portada. —
9
Mi corazón se me salía del pecho. No debía correr, levantaría sospechas. Pero me apuré para llegar al carro de Zorro, colocado, inteligentemente, un poco lejos del cajero automático. Vaciar el cajero no resultó tan difícil. Lo importante era dominar los nervios, lo demás era asunto de técnica. Técnica moderna, en el sentido literal de la palabra. El «blockout» y la tarjeta de acceso con los códigos hicieron su trabajo.
Zorro y yo llegamos al «Subaru», simultáneamente, desde lados diferentes. Fedor se sentó frente al volante y puso la cajita roja en sus rodillas. Yo me senté al lado.
– Hay algo que no entiendo Doctor, ¿hoy es su día de actividad benéfica? – Fedor me juzgaba, moviendo los ojos. – Pudo haber tomado más!
– Yo agarré lo que me pertenece. —
– Ahí quedó un millón! —
– Vámonos de aquí. —
Zorro soltó una palabrota, aceleró y condujo callado algunos minutos. Después, de mala manera, preguntó:
– Ahora, ¿para dónde? —
– Detente, ya nos alejamos suficiente. – Yo conté la mitad del dinero y se la extendí a Zorro. – Esta es tu parte. —
– Gracias, benefactor. – Zorro puso el dinero en su bolsillo