de acceso, – propuso Zorro.
– Por ahora es suficiente. —
– Y yo pensé que ahora éramos compañeros y decidiríamos en conjunto. —
– Estás pensando en la dirección correcta. ¿Estás preparado para gastar el dinero ganado en una sociedad? —
– Que sociedad del carajo? —
– Para comenzar, hay que alquilar un sótano con dos salidas. Comprar una máquina tipográfica para imprimir tarjetas de presentación y otras tarjetas. La lista te la envío ahorita por el correo. —
Un archivo que había preparado en la mañana en «McDonald́s» se lo envié desde mi teléfono. Zorro lo abrió en su teléfono inteligente, comenzó a leer y sin esconder su escepticismo:
– Computadora, impresora láser, papel, tintas… Usted se volvió loco Doctor. ¿Usted quiere gastar lo obtenido en imprimir tarjetas? —
– Y por qué no? – Hice una pausa y expliqué: – Si son tarjetas especiales referidas a símbolos de dinero. —
Zorro se apartó:
– Imprimir falsificaciones y metérselas a las viejitas en los mercados? En todos los negocios revisan los billetes. —
– Tienes razón. En los billetes actuales hay cerca de veinte marcas de protección. – Yo se lo demostré, volteando y doblando un billete de cinco mil rublos. – Lo más complicado es el papel especial. Cualquiera se da cuenta al tacto: es denso, crujiente, los dedos sienten el relieve. Ese papel lo hacen con algodón puro. Y hay marcas de agua, microimpresiones, banda magnética, tinta especial, que cambia de color con cambios de ángulos de visión. —
– No necesito esas lecciones, se sobreentiende que no haces un carajo con tratar de falsificarlos. —
– Hacerlos exactamente no se puede, – estuve de acuerdo.
– A eso me refiero. Sacamos uno o dos papeles y nos agarran. —
– No me escuchaste bien. Las marcas de protección son muchas, pero el cajero automático solo comprueba cuatro o cinco de ellas y los terminales de pago, menos. Y yo, por cierto, se cuáles. —
– Está bien, pero cinco marcas de protección no son pocas, de todas maneras. Y con nuestra imprenta, – Zorro frunció el ceño y mostró la lista de objetos en la pantalla de su teléfono. – sacamos un cuadrito bonito? —
– Otra vez no escuchaste. —
– Transmítalo, pues. —
– Tú tienes billetes verdaderos parcialmente quemados. Con marcas de protección que podemos utilizar. – Yo hablaba pausadamente para darle a mi interlocutor la posibilidad de comprender mi idea. – De cada uno se pueden hacer diez. Para el cajero automático basta una parte de la banda magnética. ¿Entiendes? —
– De un billete se pueden hacer cuantos? – Zorro comenzaba a agarrar la idea.
– Papel especial y tinta especial no se necesitan. Vamos a utilizar fragmentos de los billetes verdaderos. —
– La idea es interesante. Estoy listo para intentarlo. Solo que la ganancia de hoy no es suficiente para la compra del aparataje. —
– Hay que añadir unos rublos. Vamos. —
Le mostré el camino y le pedí que se detuviera frente a una agencia grande del «Sberbank».
– Este es el lugar? – Los ojos de Zorro estudiaron la situación. – Hay mucha gente, no se puede bloquear la cámara. Mejor nos vamos. —
– Vamos a comprobarlo. Espérate aquí. – Salí del carro.
– Y el blockout? – preocupado, gritó Zorro, pero yo no le puse atención y me dirigí al banco.
Yo estaba seguro de que, el próximo cuarto de hora, Fedor Volkov estaría sentado como sobre alfileres y pensando: «En que me metí? ¿No sería mejor irme?» Seguramente se le vendrían ideas como que, yo me arrepentí, que me sentiría intocable y que yo lo traicionaría. Cuando salí del banco vi el destartalado «Subaru» en el mismo sitio, entonces me sentí agradecido a Fedor. Los nervios del tipo son fuertes, se puede trabajar con él.
Zorro, incrédulo, miró mi rostro de hielo. Entré al carro y le extendí una paca de billetes:
– La cantidad que falta.
– Que? – Se le salían los ojos.
– Tengo una cuenta ahí. Saqué mi plata. —
– Pudo habérmelo dicho. – gruñó mi compañero. Zorro abrió la puerta y recogió el blockout que estaba delante de la rueda. – Ya lo iba a aplastar, por si acaso. —
Su cuidado y precaución también me gustaron. Esas son cualidades necesarias para mis planes. Entonces fui a lo concreto, como si lo hubiera pensado bien y decidido hace tiempo:
– Empezamos un negocio juntos. ¿Las ganancias?: cincuenta-cincuenta. Nuestro capital inicial se forma del dinero en efectivo y la propiedad intelectual. Yo pongo este dinero y tú, los billetes quemados. Yo, mis conocimientos sobre la parte técnica de los cajeros y los billetes. Tú, tu blockout. Y lo más importante. Nuestro negocio es secreto, por lo tanto, ningún contrato y nada de habladeras. – De acuerdo? —
– Un pacto de caballeros? Ok. —
Nos dimos las manos. Le entregué el dinero. El sopesó el paquete y preguntó:
– Cuando empezamos? —
– Ya lo escuchaste, estoy apurado por vivir. Busca el sótano y compra los aparatos. Empieza ahora mismo. —
– Yo pensé que hoy celebraríamos nuestro acuerdo. —
Lo miré de tal manera, que él levantó las manos en señal de sumisión, pero desconcertado por mi impaciencia.
– Yury Andreevich, que estaba haciendo usted hasta ahora? —
– Nadaba con la corriente, hasta que caí en el torbellino de agua. Ahora decidí montarme en la lancha rápida para ir adonde me de la gana. —
– Chévere. —
– Y, no se te olvide, Fedor, a partir de ahora, yo soy el Doctor y tú, Zorro. —
No pudo responder enseguida porque repicó su teléfono. Escuchó, asintió y pegándose el celular en el pecho, se dirigió a mí:
– Arreglaron su «Peugeot» y lo llevaron a McDonald́s. Quiere agradecer, personalmente, a los Apóstoles? —
– No es conveniente que me vean. Dales las gracias y que se vayan. —
– El agradecimiento, de parte de quien? —
– Del Doctor. —
Ya me estaba acostumbrando al apodo.
10
Tomé el tenedor, mi mano quedó suspendida un momento sobre el cuenco con la ensalada. Normalmente, Katya y yo comemos la ensalada del plato común, pero decidí no hacerlo más. Claro que yo leí el folleto sobre el vivir con VIH, donde afirman que el virus no se transmite por la comida, pero eso es en teoría. Se trata de la persona más cercana a mí, la mujer amada, la que lleva a mi hijo en su vientre. Ya nos habían dicho cual era el sexo del bebé y yo me culpaba solo por una cosa, que no habíamos pensado en aumentar la familia los diez años anteriores. Si yo contagio a Katya, no lo quiera dios, entonces al future bebé lo espera la misma suerte. No, lo que sea, pero no eso.
Yo acerqué la ensalada a mi plato. Si ella me preguntaba sobre eso, le diría que me había resfriado y que no quería contagiarla. Pero Katya no estaba pendiente de esos escrúpulos. Ella terminó de comer rapidamente y siguió, atareada, golpeando la tableta con las puntas de los dedos, buscando algo en internet.
– Es