Sergey Baksheev

Al filo del dinero


Скачать книгу

lado como un parroquiano casual.

      – Hola, Doctor, – me susurró Zorro, sin mirarme. – Nuestra oficina está bajo nuestros pies, la entrada está detrás del abasto. —

      – ¿Trajiste el aparataje, no se te olvidó nada? – le pregunté, secamente.

      Zorro, esperando un cumplido, tomó mis palabras como un reproche. Torció el gesto:

      – Tengo dos días moviéndome de un lado a otro, primero busqué el lugar, luego, los aparatos. Tuve que comprar muebles, ahí no había ninguno.

      – Baja primero. No cierres la puerta, – le ordené y pasé a otro lugar del abasto.

      Zorro salió. En la cestica eché café instantáneo, galletas de avena y azúcar y me dirigí a la caja. En mi alma cosquilleaba un sentimiento de renovación agradable: toda la vida yo había sido un simple tornillo en una gran estructura, como una cajera que saca facturas. Ahora soy el dueño. El ciudadano utilitario Grisov se convirtió en el inflexible Doctor, cuya grisitud quedó en el pasado, y en el futuro, como dice el dicho: sin mirar atrás. Además, con el cambio de nombre hay un cambio de perspectiva, estoy convencido de eso.

      Sin embargo, la alegría se me vino abajo, apenas miré la «oficina» en el sótano.

      – Y donde está la salida de emergencia? Ya te lo dije, nosotros no vamos a jugar jueguitos. —

      – Esto es lo mejor que encontré. Usted me dio dos días para buscarlo. Trate de hacerlo usted, – Zorro se disgustó.

      Parece que estoy forzando la barra. El muchacho trabajó bien, pero alabarlo es temprano todavía y no vale la pena pelear por pequeñeces.

      – Ok. Ya pensaremos en algo. Ahora, – le eché una mirada a las cajas con las cosas: – Tenemos mucho trabajo hoy. —

      A las tres horas ya habíamos acomodado los estantes y mesas, los aparatos, los materiales y líquidos químicos en el orden necesario. Zorro se secó el sudor de la frente y, con gusto, se sentó en el cómodo sillón. Me lavé las manos y recordé:

      – Olvidaste comprar el dispensador de agua, papel higiénico y servilletas. —

      – Eso no estaba en la lista. Lo que… —

      – Hace falta algo para la producción de las tarjetas, – corté el disgusto del socio. – Vamos a estar aquí algún tiempo. Corre al supermercado y trae una tetera, yo voy a trabajar. —

      – O sea, usted va a trabajar y yo, a hacer diligencias. —

      Me di cuenta de que el muchacho es muy susceptible, mejor lo alabo un poco.

      – Tu aporte a la empresa es grande: el lugar, los aparatos…, es importante eso. —

      Tomé uno de los billetes de cinco mil quemados y lo empecé a picar con las tijeras. Viendo que Zorro no salía, levanté la vista y traté de hablar suavemente:

      – Nos merecemos un café. Para eso necesitamos una tetera y tazas. —

      Zorro se mordió los labios y salió. Cuando me quedé solo, saqué las tabletas y me las tomé con agua del chorro.

      El día anterior yo había visitado el centro local de SIDA. Allá me incluyeron en la lista para recibir, gratuitamente, el genérico indio. De esas tabletas tenía que tomarme doce al día. De una voz monótona, el aburrido médico infectólogo, me advirtió sobre los efectos colaterales de las pastillas: nauseas, mareos, baja de la hemoglobina, fiebre. Prometí someterme a esa terapia.

      Me sentí aterrado por la degradante cola de infelices, como yo, que se someterían a otra curación por el método de ensayo y error. Una vez más me convencí de que hay médicos de dios, pero de que también hay médicos, que ni lo quiera dios. Yo volví adonde Guelashvili y le supliqué que me ayudara. Afortunadamente David Shotaevich lo hizo. Me explicó, que existen compuestos efectivos que están en una sola tableta que se toma por día, en vez de doce, pero que son caros.

      Otra vez el dinero, ¡maldito dinero! ¿Las siete plagas? Una sola respuesta, la tengo. Ahora tengo en mis bolsillos tres cajas de medicinas, que no voy a dejar que vea mi esposa. Las repugnantes pastillas me recordaban la enfermedad incurable y me obligaban a atender a mi propio organismo en busca de síntomas mortales y que me echaban a perder mi estado de ánimo.

      – Algo no está bien? – preguntó Zorro, quien acababa de llegar, viendo mi gesto agrio.

      – Todo está bien. – Me incliné hacia los instrumentos y le pedí que pusiera a calentar la tetera.

      Para el inquieto Zorro, el tiempo en el sótano pasaba muy lentamente. Bebimos café, la tetera se enfrió y él se aburrió, viéndome trabajar. No tenía tiempo de explicarle, yo estaba entusiasmado con la creación de nueva tecnología y, poco a poco, me acercaba a mi meta. Varios instrumentos estaban conectados a la computadora y, de las botellas abiertas, salía olor a substancias químicas. Periódicamente se imprimía una lista de cuadritos. Yo los estudiaba, los corregía, los pegaba, les añadía solventes, les pasaba un rodillo caliente y volvía a imprimir.

      – Pronto estará listo? – preguntó Zorro, pateando una caja vacía en el suelo.

      – Bota la basura, – le sugerí. – Y no la empieces a tirar por todos lados.

      Zorro masculló algo, pero empezó a recoger las envolturas rotas. Cuando él volvió, yo tenía, agarrado con unas pinzas, un pedacito de papel, parecido a un billete, y ponderaba el resultado.

      – Vaya! ¿Por fin? – Zorro tomó el billete y comenzó a observarlo. Su rostro mostró dudas. – Doctor, usted se equivocó. Hay un error de imprenta. Y leyó en voz alta: – Cinco mil bublos. —

      – Así lo quería yo, – le aseguré y, estirando mi cuello y los hombres, me recosté del espaldar del sillón. – Recuerda que no somos unos falsificadores, sino impresores de dinero de juguete: bublos. —

      – Y que hacemos con estos envoltorios de caramelos? A kilómetros se ve que son falsos. —

      – El celular está a tu nombre? —

      – No soy idiota. —

      – Entonces ve al cajero automático y haz un depósito. Pero no aquí arriba, agarra el metro y ve a uno alejado. —

      – Y usted cree que el cajero no me va a rebotar? – Zorro dudó.

      Las largas horas de trabajo en el sótano me tenían cansado y no tenía ganas de explicar detalles técnicos. Yo salté, nervioso, tocándome la cabeza con la punta del dedo.

      – El cajero automático no tiene cerebro, yo sí. Aquí está la materia gris con sus circunvoluciones que se prepararon para esto durante veinte años. Si, ahí tienes una barajita. ¡Así fue pensada! Yo no te estoy engañando a ti, sino al cajero automático. Ese aparato de hierro blindado no tiene cerebro, sino lucecitas que comprueban algunas marcas. ¡Y esas marcas necesarias yo las puse ahí!

      Descansé y me senté. Después de una pausa, Zorro, tímidamente, preguntó:

      – Voy? —

      – Si, – cansado, asentí, apenado por la erupción.

      Cuando me quedé solo, yo me hundí en dudas. ¿Yo controlé todo? ¿Está bien lo que hice, cualitativamente? Si, yo conozco todas las sutilezas de la programación bancaria. Conozco bien las marcas de seguridad que comprueban los cajeros automáticos. Yo hice un papel que tiene todos los elementos de un verdadero billete de banco y el lector del cajero debe tomarlo como dinero normal. Pero un asunto es la teoría y otro, la práctica. Este es mi primer experimento. ¿Como resultará?

      El socio tardó mucho. Fue una espera insufrible. Cuando, por fin, la puerta se abrió y Zorro entró, yo no levanté la cabeza. No quise adivinar que había pasado por la expresión de su cara y el corazón lo tenía envuelto en dudas. Esperé las palabras. ¿Venía un regaño o una alabanza? ¿Victoria o derrota? ¿Yo invertí correctamente los últimos