Sergey Baksheev

Una esquirla en la cabeza


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En Bagdad todo está tranquilo. – El mayor recordó una frase de una película conocida, se rio y agregó seriamente: – Hasta la mañana estás a mi disposición directa. —

      Sin apuro salieron de la ciudad. No había iluminación ni otros autos.

      – Que te pasa? ¿Estás paseando como viejito en el parque? ¡Dale! ¿Quién nos detiene? – Petelin ordenó.

      Martynov subió la velocidad. El “UAZ” pasó la estación del tren Tiura-Tam y se lanzó al camino desértico en la oscuridad total.

      – Adónde vamos? – preguntó el teniente.

      – Como que adonde? ¿No te dije? – dijo, sinceramente, el mayor. – A la cacería de saigas! Epa! Tú todavía no has estado en esa actividad tan importante. ¡De lo que te has perdido! Pero hoy te voy a bautizar en las delicias de esa acción peligrosa. Esto es un asunto solo para hombres. ¿Te imaginas? Tú y la fiera, y nadie más, ¿quién gana? —

      El teniente miró de reojo al asiento de atrás. Ahí estaba el rifle.

      – Nosotros, claro, tenemos un arma. – respondió a la pregunta retórica.

      – Eso es. La bestia también tiene unos cuernos afilados y patas rápidas. Y aquí viene la emoción, la persecución, los disparos. Yo que te lo digo, en el momento de la caza, te sientes un verdadero macho. ¡El proveedor, como en la antigüedad! Y más aún, sabes, que agradable es, después de la caza, relajarse y saciarse con la presa, la cual, con tus propias manos se la quitaste a la naturaleza salvaje. —

      Así rodaron un tiempo más por el camino desértico. Hasta que Petelin, mirando a los lados, ordenó:

      – Ya! ¡Cruza! —

      – Hacia dónde? – pregunto Martynov, sin ver ninguna vuelta.

      – Para allá. Derecho a la estepa. – El mayor movía la mano de manera imprecisa.

      El “UAZ” salió del camino trillado y se hundió en la estepa nocturna, a veces, saltando por los mogotes. Petelin le dio instrucciones:

      – Ahora, no corras. Ve derecho cinco kilómetros, y ahí te detienes. No pongas la luz alta, asustas a las bestias. —

      Cuando recorrió la distancia, Martynov detuvo el auto.

      – Apaga el motor y la luz. – ordenó Petelin. – Ahora comienza lo más interesante. —

      Martynov apagó todo. La oscuridad y el silencio se hicieron totales en el auto. Petelin esperó hasta que los ojos se acostumbraran a la oscuridad y los oídos al silencio.

      – Ahora, para comenzar, vamos a calentarnos un poquito. Pásame el bolso. —

      – Viktor Petrovich, y como se puede cazar en la oscuridad? – preguntó Martynov mientras alcanzaba el bolso desde el asiento de atrás.

      – Ahh. Pronto vas a ver. – Sonrió Petelin. El papel del experimentado le empezaba a gustar. – Te explicaré todo en la práctica. Primero, unos pasapalos. Mira lo que traje. —

      Petelin alcanzó la apreciada botella “La Cazadora” y sirvió la mitad del contenido en dos tazas metálicas.

      – Pero yo estoy manejando. – dijo el teniente, inseguro.

      – Y yo estoy cazando! – Se carcajeó el mayor. – Asustado? Esta es una dosis infantil. Y también es una parte del ritual. Nosotros somos la policía. Representantes del poder. Quien nos va a decir algo. —

      Y bebieron.

      – Amarga, ¿no? Adentro se siente buena. – Petelin alabó la bebida. – Sírvete, toma, come, de lo que encuentres. – él desenvolvió algunos paquetes. – Mira, salchichón casero. Mi mujer lo preparó. También hay cebolla. Mira Andrei, debes reunirte con el grupo más frecuentemente. No solamente en el servicio, sino como ahora, para festejar. Hay que conocerse con todos. Sin eso no hay nada. —

      – Por qué me dice eso Viktor Petrovich? Yo no estoy en contra. – Martynov sentía los efectos del fuerte alcohol y comía con apetito.

      – Recuerdas cuando te puse la tercera estrella de teniente? Utilicé aquel caso, el año pasado, de las estudiantes ahorcadas, y declaré a tu favor, porque hiciste muy buen trabajo. Varias veces llamé a los superiores para que no olvidaran sobre tus servicios. ¿Te imaginas si yo no hubiera intervenido por ti y te hubieran olvidado?

      – Ehh.., Viktor Petrovich… Yo… entiendo. Muchas gracias. – Martynov, con un pedazo de pan en la boca, miró fijamente a su superior.

      – En ese momento toda la gloria fue para ti… Lástima que yo estuviera de permiso. – El mayor exhaló con tristeza. – Pero ahora no se trata de eso. Ahora somos uno. ¿Verdad? —

      – Claro. – asintió el teniente.

      – Bueno. Otro palito. – el mayor vertió el resto de la bebida en las tazas. – Por qué cosa brindamos? —

      Andrei Martynov pensó, y con un poco de vergüenza, dijo:

      – Viktor Petrovich, brindemos por que se cumplan nuestros deseos. —

      – Eso es brindis de mujeres. Las mujeres siempre sueñan, miran para el techo y sueñan. Para el hombre, un deseo es una meta. Y uno tiene que alcanzarla. Nosotros no tenemos tiempo de soñar. ¡Hay que agarrar el toro por los cuernos! O la ternera por la cintura. – Petelin se carcajeó por la ocurrencia, se secó los ojos y, ya más serio, dijo: – Y tú, ¿que deseos tienes? —

      – Bueno… yo… – Andrei murmuró tímidamente. – Yo quisiera tener un deseo y que se cumpliera, como en los cuentos. —

      – Y hablas como en los cuentos. – el mayor se sonrió, pero en la oscuridad su sonrisa ebria no se notó. – Brindemos por eso. —

      Chocaron las tazas y bebieron. Ese último trago no le cayó bien al mayor. La cabeza le dio vueltas, se sintió apretado, soltó los botones en el pecho y salió del auto. El aire fresco alivió, agradablemente, su cuerpo sudoroso.

      – Ya me siento bien, Andrei. – Petelin bostezó. – Epa, no nos podemos quedar dormidos. ¡Hay que ir a la pelea! Vamos a quitar el parabrisas.

      Juntos destornillaron los tornillos que sostenían el marco del parabrisas. En ese momento, desde la oscuridad, se oyó un aullido profundo. Era desagradable y atemorizador.

      – Que es eso? – suavemente preguntó Andrei, manteniendo la mano en alto como si dijera: “presente”.

      – Quien coño sabe, – respondió Petelin, después de pensarlo un poco. – Pero no parece que fuera un lobo. Puede ser lejos y cerca. En la noche uno se confunde.

      – Pero aquí hay lobos? – se sorprendió Andrei.

      – Pues claro! Alguien tiene que perseguir a los saigas para que no engorden. ¡Espera! – El mayor levantó un dedo y puso atención hacia la oscuridad reinante. ¿Oyes? Cascos correteando. ¿Oyes? Esos son los saigas. ¡Seguro! Están ahí. Vamos a perseguirlos. – Gritó alegre y se metió en el carro. – Pon la luz alta y corre a toda velocidad para allá! —

      El mayor señaló hacia la oscuridad y puso el rifle delante de él sobre el tablero. Andrei prendió el motor y arrancó violentamente.

      – Corre! ¡Corre! ¡Empieza lo más interesante! – el mayor incitaba al subalterno.

      Alentado por los gritos, Andrei, obedientemente, hacía los cambios de velocidad. Lanzó el auto hacia adelante sin escoger camino. ¿Pero de cual camino pudo haberse tratado en la estepa salvaje? La máquina se sacudía en la superficie desigual, ella saltaba en los mogotes invisibles y en esos momentos, Andrei, instintivamente, quería aplicar los frenos. Pero el mayor lo alentaba con gritos emocionados:

      – Pisa el acelerador hasta el fondo! ¡Alcancémoslos! —

      Pequeños matorrales latigueaban