Angie Thomas

El odio que das


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lo lleva cortado al rape y tiene una cicatriz delgada sobre el labio superior.

      Khalil le pasa sus documentos y el carnet.

      Ciento Quince los revisa.

      —¿De dónde vienen?

      —¿A ti qué?3 —dice Khalil, en el sentido de qué te importa—. ¿Por qué nos ha obligado a detenernos?

      —Tienes la luz trasera rota.

      —¿Y me vas a multar o qué? —pregunta Khalil.

      —Muy bien. Bájate del coche, chico listo.

      —Hombre, ponme la multa y ya está…

      —¡Bájate del coche! ¡Manos arriba, donde pueda verlas!

      Khalil se baja con las manos en alto. Ciento Quince lo agarra del brazo y lo aprisiona contra la puerta trasera.

      Lucho por encontrar mi voz.

      —Él no quería…

      —¡Las manos en el salpicadero! —me grita el oficial—. ¡No te muevas!

      Hago lo que me dice, pero las manos me tiemblan demasiado como para quedarse quietas.

      Cachea a Khalil.

      —Está bien, listillo, veamos qué te encontramos encima hoy.

      —No vas a encontrar nada —dice Khalil.

      Ciento Quince lo registra dos veces más. No encuentra nada.

      —Quédate aquí —le dice a Khalil—. Y tú —se asoma por la ventana para mirarme—, no te muevas.

      No puedo ni asentir.

      El oficial regresa a su patrulla.

      Mis padres no me enseñaron a temerle a la policía, sólo a usar mi inteligencia cuando están cerca. Me dijeron que no es inteligente moverse cuando un oficial está de espaldas a ti.

      No es inteligente hacer un movimiento repentino.

      Khalil lo hace. Se acerca a su puerta.

      —¿Estás bien, Starr…?

       ¡Pum!

      Uno. El cuerpo de Khalil se sacude. La sangre le borbotea por la espalda. Se agarra de la puerta para mantenerse en pie.

       ¡Pum!

      Dos. Khalil suelta un grito ahogado.

       ¡Pum!

      Tres. Khalil me mira, estupefacto.

      Cae al suelo.

      Tengo diez años otra vez, y estoy viendo caer a Natasha.

      Un alarido ensordecedor surge desde mis entrañas, estalla en mi garganta y utiliza cada centímetro de mi ser para hacerse escuchar.

      El instinto me dice que no me mueva, pero todo lo demás me urge a que compruebe cómo está Khalil. Salto fuera del Impala y voy corriendo al otro lado. Khalil está mirando el cielo fijamente como si esperara ver a Dios. Tiene la boca abierta como si quisiera gritar. Grito con suficiente fuerza por los dos.

      —No, no, no —sólo eso puedo decir, como si tuviera un año y fuera la única palabra que conociera. No estoy segura de cómo termino en el suelo junto a él. Mamá me dijo una vez que si le disparaban a alguien, tratara de detener el sangrado, pero hay tanta sangre. Demasiada sangre.

      —No, no, no.

      Khalil no se mueve. No pronuncia una sola palabra. Ni siquiera me mira. Su cuerpo se pone rígido, y ya se ha ido. Espero que vea a Dios.

      Alguien grita.

      Parpadeo entre mis lágrimas. El oficial Ciento Quince me grita, me apunta con la misma pistola con la que ha matado a mi amigo.

      Levanto las manos.

      3. En el original “nunya” (abreviatura de none of your business), que se utiliza en el argot callejero como respuesta brusca cuando alguien pregunta algo que no es de su incumbencia.

      CAPÍTULO 3

      Dejan el cuerpo de Khalil en el pavimento como si fuera un elemento probatorio. Las luces de las patrullas y las ambulancias parpadean por toda la calle Carnation. La gente se detiene a un lado, intentando ver qué ha sucedido.

      —Mierda, hermano —dice alguien—. ¡Lo han matado!

      Los oficiales le piden a la multitud que se disperse. Nadie escucha.

      Los paramédicos no pueden hacer una mierda por Khalil, así que me suben a la parte de atrás de la ambulancia como si yo necesitara ayuda. Las luces brillantes me convierten en el centro de atención y la gente se asoma para mirar.

      No me siento especial. Me siento enferma.

      La policía registra el coche de Khalil. Intento decirles que se detengan. Por favor, cúbranle el cuerpo. Por favor, ciérrenle los ojos. Por favor, ciérrenle la boca. Aléjense del coche. No toquen su cepillo. Pero las palabras nunca salen.

      Ciento Quince está sentado en la acera con la cara entre las manos. Otros oficiales le dan palmadas en el hombro y le dicen que todo saldrá bien.

      Finalmente le ponen una sábana encima a Khalil. No puede respirar debajo de ella. Yo no puedo respirar.

      No puedo.

       Respirar.

      Jadeo.

      Y jadeo.

      Y jadeo.

      —¿Starr?

      Aparecen unos ojos marrones con pestañas largas frente a mí. Son como los míos.

      No le pude decir mucho a la policía, pero al menos logré darles los nombres y teléfonos de mis padres.

      —Hola —dice papá—. Ven, vamos.

      Abro la boca para responder. Me sale un sollozo.

      Alguien aparta a papá a un lado, y mamá me envuelve entre sus brazos. Me acaricia la espalda y me dice mentiras en voz baja.

      —Todo va bien, nena. Todo va bien.

      Nos quedamos así durante mucho tiempo. Pasado un rato, papá nos ayuda a bajar de la ambulancia. Me envuelve con su brazo como un escudo protector contra los ojos curiosos y me guía a su Tahoe, aparcado un poco más adelante.

      Conduce. Una farola destella sobre su rostro y muestra lo tensa que está su mandíbula. Sus venas se abultan a lo largo de su cabeza calva.

      Mamá lleva puesta su bata de enfermera, la que tiene patitos de hule. Esta noche ha hecho doble turno en la sala de emergencias. Se limpia los ojos unas cuantas veces, pensando, probablemente, en Khalil o en cómo podría haber sido yo la que estuviera tirada en la calle.

      Se me revuelve el estómago. Toda esa sangre, toda salió de él. Tengo parte de ella en las manos, en la sudadera de Seven, en mis pies. Hace una hora reíamos y nos poníamos al día. Ahora su sangre…

      Se me acumula la saliva caliente en la boca. Se me revuelve más el estómago. Me da una arcada.

      Mamá me mira por el espejo retrovisor.

      —Maverick, ¡para!

      Me lanzo por el asiento trasero y abro la puerta de un empujón antes de que la furgoneta se detenga por completo. Siento como si todo quisiera salir, y lo único que puedo hacer es dejarlo escapar.

      Mamá salta de la furgoneta y la rodea hasta llegar a mí. Me quita el cabello del rostro y me acaricia la espalda.

      —Lo siento tanto, nena —me dice.

      Cuando llegamos a casa, me ayuda a desvestirme. La sudadera de Seven y mis Jordan desaparecen en una bolsa de basura negra, para no volver a verlos nunca más.

      Me siento