Angie Thomas

El odio que das


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cargando con grandes cestos de ropa. El señor Reuben quita el candado a las cadenas de su restaurante. Su sobrino, Tim, el cocinero, se deja caer contra la pared y se despoja de la modorra de los ojos. La señorita Yvette bosteza mientras entra en su salón de belleza. Las luces están encendidas en la licorería Top Shelf Wine & Spirits, pero siempre lo están.

      Papá aparca frente al ultramarinos Carter, la tienda de nuestra familia. La compró cuando yo tenía nueve años, después de que el dueño anterior, el señor Wyatt, dejara Garden Heights para ir a sentarse a la playa todo el día para ver a las muchachas guapas (palabras de él, no mías). El señor Wyatt fue la única persona que contrató a papá cuando salió de la cárcel, y luego dijo que él era la única persona en quien confiaba para administrar la tienda.

      Comparada con el Walmart situado en el lado este de Garden Heights, nuestra tienda es minúscula. Las ventanas y la puerta están protegidas con barras de metal pintadas de blanco. Hacen que la tienda parezca una cárcel.

      El señor Lewis, de la peluquería de al lado, está de pie enfrente, con los brazos cruzados sobre su enorme barriga. Mira a papá con los ojos entornados.

      Papá suspira.

      —Ya estamos.

      Bajamos rápidamente. El señor Lewis hace algunos de los mejores cortes de pelo de Garden Heights —el high-top fade de Sekani, con las puntas muy altas en la parte de arriba y degradado en las sienes, es prueba fehaciente de ello— pero él mismo lleva un afro desordenado. Su estómago estorba la vista de sus pies, y desde que murió su esposa, nadie le ha dicho que lleva los pantalones demasiado cortos y que sus calcetines no siempre combinan. Hoy, uno es de rayas y el otro de rombos.

      —La tienda solía abrir a las cinco cincuenta y cinco en punto —dice—. ¡Cinco cincuenta y cinco!

      Son las 6:05.

      Papá abre a la puerta de enfrente.

      —Lo sé, señor Lewis, pero no llevo la tienda como lo hacía Wyatt, ya se lo he dicho.

      —Eso me queda claro. Primero quitas sus fotos: quién diablos reemplaza una foto del doctor Martin Luther King por la de un don nadie…

      —Huey Newton4 no es ningún don nadie.

      —¡No es ningún doctor King! Y luego contrata a maleantes para trabajar aquí. Supe que ese chico Khalil hizo que lo mataran anoche. Probablemente vendía esa porquería —la mirada del señor Lewis recorre desde la sudadera de baloncesto de papá hasta sus tatuajes—. Me pregunto de dónde habrá sacado esa idea.

      Papá aprieta el mentón.

      —Starr, ponle la cafetera al señor Lewis.

       Para que se largue de una maldita vez: completo la oración.

      Activo el interruptor de la cafetera en la mesa de autoservicio, la que Huey Newton vigila desde una foto con el puño levantado como símbolo del Poder Negro.

      Se supone que debo reemplazar el filtro y ponerle café y agua frescos, pero por la manera en que ha hablado de Khalil, al señor Lewis le tocará un café hecho con las sobras de ayer.

      Cojea entre los pasillos y coge un pan de miel, una manzana y un paquete de queso de cerdo. Me da el pan.

      —Caliéntalo, niña. Y más vale que no lo cocines de más.

      Lo dejo en el microondas hasta que la envoltura de plástico se hincha y se abre. El señor Lewis se lo come en cuanto lo saco.

      —¡Está muy caliente! —mastica y sopla a la vez—. Lo has calentado demasiado tiempo, niña. ¡Casi me quemo la boca!

      Cuando el señor Lewis se va, papá me guiña el ojo.

      Entran los clientes de siempre, como la señora Jackson, que insiste en comprarle verduras a papá y a nadie más. Cuatro chicos de ojos enrojecidos y pantalones holgados que compran prácticamente todas las bolsas de patatas fritas que tenemos. Papá les dice que es muy temprano para estar tan fumados, y ellos se ríen con demasiada fuerza. Uno lía su próximo cigarro al salir. Alrededor de las once, la señora Rooks compra unas rosas y aperitivos para su reunión del club de bridge. Tiene los ojos mustios y fundas de oro en los dientes incisivos. También su peluca es de color dorado.

      —Tienes que poner unos billetes de lotería aquí, cariño —dice mientras papá le cobra y yo guardo sus cosas en bolsas—. ¡Esta noche el premio llega a trescientos millones!

      Papá sonríe.

      —¿Ah, sí? ¿Y entonces quién nos haría esos pasteles red velvet tan deliciosos?

      —Alguien más, porque yo ya no estaría —señala al mostrador con cigarrillos que está detrás de nosotros—. Cariño, pásame una cajetilla de Newport.

      Ésos también son los favoritos de Nana. Solían ser los favoritos de papá antes de que yo le rogara que dejara de fumar. Le paso una cajetilla a la señora Rooks.

      Ella me mira fijamente momentos después, golpeando la cajetilla contra la palma de su mano, y espero eso. La compasión.

      —Cariño, escuché lo que le pasó al nieto de Rosalie —dice—. Lo siento tanto. Vosotros erais amigos, ¿no es así?

      El erais me duele, pero sólo contesto:

      —Sí, señora.

      —¡Hum! —niega con la cabeza—. Dios, ten piedad de nosotros. Casi se me rompe el corazón cuando lo supe. Intenté ir a ver a Rosalie anoche, pero ya había demasiada gente en su casa. Pobre. Con todo lo que está viviendo, y ahora esto. Barbara dijo que Rosalie no está segura de cómo pagará el entierro. Estamos viendo si juntamos algo de dinero entre todos. ¿Crees que podrías ayudarnos, Maverick?

      —Claro que sí. Díganme qué necesitan, y está hecho.

      Irradia una sonrisa con esos dientes de oro.

      —Chico, qué gusto ver hasta dónde te trajo el Señor. Tu madre estaría orgullosa.

      Papá asiente con pesadumbre. La abuela se fue hace diez años: lo suficiente como para que papá no llore todos los días, pero tan reciente que si alguien la menciona, se deprime.

      —Y mira a esta niña —dice la señora Rooks, mirándome—. Es Lisa hasta el último hueso. Maverick, más vale que la cuides. Estos chicos de por aquí van a empezar a intentarlo.

      —Más vale que se cuiden ellos. Ya sabes que no lo voy a tolerar. No puede salir con nadie hasta que cumpla los cuarenta.

      Mi mano vaga hacia mi bolsillo, pensando en Chris y sus mensajes. Mierda, he dejado mi teléfono en casa. No necesito decir que papá no sabe absolutamente nada de él. Ya llevamos más de un año juntos. Seven lo sabe, porque lo conoció en la escuela, y mamá lo dedujo cuando Chris empezó a visitarme a casa del tío Carlos, diciendo que era mi amigo. Un día entraron el tío Carlos y ella mientras nos besábamos, y dijeron que los amigos no se besan así. Nunca había visto a Chris ponerse tan rojo en mi vida.

      Ella y Seven aceptan que yo salga con Chris, aunque, si por Seven fuera, vestiría los hábitos. En fin… No tengo las agallas para decírselo a papá. Y no es sólo porque no quiere que salga con nadie todavía. El asunto principal es que Chris es blanco.

      Al principio pensaba que mamá me diría algo al respecto, pero se puso en plan: puede tener más lunares que un dálmata mientras no sea un criminal y te trate bien. Papá, por otro lado, se pasa el tiempo despotricando sobre cómo Halle Berry se comporta como si ya no pudiera salir con otros hermanos, y lo mal que está eso. Me refiero a que cada vez que descubre que alguien negro sale con alguien blanco, de repente les ve algo malo. Y no quiero que me vea así.

      Por suerte mamá no se lo ha contado. Se niega a ponerse en medio de esa pelea. Es mi novio y es mi responsabilidad contárselo a papá.

      La señora Rooks se va. Segundos después, suena la campana. Kenya entra en la tienda pavoneándose.