Brenna Yovanoff

Stranger Things


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únicas veces que de verdad me gustaba quedarme quieta era en el cine. El cartel más reciente anunciaba Terminator, pero ya la había visto. La historia era bastante buena. Un robot asesino con la apariencia de Arnold Schwarzenegger viaja en el tiempo desde el futuro para matar a una simple camarera llamada Sarah Connor. Al principio ella parece una chica normal, pero resulta ser una cabrona total. Me gustó, aunque no era en realidad una película de monstruos, pero algo me hizo sentir extrañamente decepcionada: ninguna de las mujeres que conocía era como Sarah Connor.

      Me deslicé por delante de la casa de empeños, más allá de una tienda de muebles y una pizzería con un toldo a rayas rojas y verdes, cuando algo pequeño y oscuro cruzó la acera frente a mí. A la luz gris de la tarde, parecía un gato, y sólo tuve tiempo de pensar qué extraño era y cuán imposible sería ver a un gato en el centro de San Diego, cuando mis pies perdieron su centro.

      Estaba acostumbrada, pero aun así, esa fracción de segundo antes de cada caída siempre resulta desorientadora. Cuando perdí el equilibrio sentí como si todo el mundo se hubiera girado del revés. Besé el suelo con tanta fuerza que sentí el rebote en la mandíbula.

      He estado sobre un monopatín desde siempre, desde que mi mejor amigo, Nate Walker, y su hermano, Silas, hicieron un viaje a Venice Beach con sus padres, cuando estábamos en tercer grado, y regresaron absolutamente entusiasmados con historias sobre los Z-Boys y las tiendas de monopatines en Dogtown. Había estado encima de un monopatín desde el día que descubrí la cinta de agarre y las tablas Madrid, y entonces recorrí Sunset Hill por primera vez y aprendí lo que era ir tan rápido que tu corazón se aceleraba y te lloraban los ojos.

      La acera estaba fría. Por un segundo, me quedé recostada sobre mi vientre, mientras sentía un hueco sordo en mi pecho y un dolor vibrando en mis brazos. Mi codo había atravesado la manga del suéter y sentía las palmas de las manos apelmazadas y vibrantes. El gato hacía rato que se había ido.

      Me giré sobre la espalda y estaba tratando de sentarme cuando una mujer delgada y de cabello oscuro salió corriendo de una de las tiendas. Resultaba casi tan sorprendente como ver un gato en el distrito financiero. Nadie en California habría salido corriendo sólo para ver si me encontraba bien, pero esto era Indiana. Mamá había dicho que la gente sería más amable aquí.

      La mujer ya estaba de rodillas sobre el pavimento, a mi lado, y me miraba con ojos grandes y nerviosos. Mi codo sangraba un poco donde se había roto la manga. Me zumbaban los oídos.

      Se acercó a mí, con apariencia preocupada.

      —Oh, tu brazo, eso debe doler —luego levantó la mirada y me miró a la cara—. ¿Te asustas fácilmente?

      La miré fijamente. No, quería decir, y eso era cierto sí o sí. No me asustaban las arañas ni los perros. Podría caminar sola por el rompeolas en la oscuridad o pasear en monopatín por la orilla durante la temporada de inundaciones sin preocuparme siquiera de que algún asesino pudiera saltarme encima o de que algún repentino torrente de agua bajara precipitadamente y me ahogara. Y cuando mamá y mi padrastro dijeron que nos mudaríamos a Indiana, puse algunos calcetines, ropa interior y dos pares de vaqueros en mi mochila y me dirigí a la estación de autobuses. Era una absoluta locura preguntarle a los extraños si se asustaban. ¿Asustarse de qué?

      Durante un segundo simplemente me senté en medio de la acera, con el codo punzando y las palmas de las manos en carne viva y llenas de tierra, y la miré con los ojos entrecerrados.

      —¿Qué?

      Ella sacudió la suciedad de mis manos. Las suyas eran más delgadas y más bronceadas que las mías, con los nudillos secos y agrietados, y las uñas mordidas. Junto a ellas, las mías se veían pálidas, cubiertas de pecas.

      Me dirigió una mirada rápida y nerviosa, como si yo fuera la que estuviera actuando de manera extraña.

      —Sólo preguntaba si te curas fácilmente. A veces la piel clara es así. De cualquier manera tendrías que ponerte un antiséptico para evitar que la herida se infecte.

      —Oh —sacudí la cabeza. Todavía sentía las palmas de mis manos como si estuvieran llenas de pequeñas chispas—. No. Quiero decir, no lo creo.

      Se inclinó más cerca de mí y estaba a punto de añadir algo cuando, de pronto, sus ojos se agrandaron todavía más y se quedó inmóvil. Las dos levantamos la mirada cuando el rugido de un motor cortó el aire.

      Un Camaro azul pasó rugiendo, ignorando el semáforo en Oak Street y se detuvo junto a la acera. La mujer se giró para ver cuál era el problema, pero yo ya lo sabía.

      Mi hermanastro, Billy, estaba en el asiento del conductor con una mano posada perezosamente en el volante. Alcanzaba a escuchar el sonido de su música a través de las ventanillas cerradas.

      Incluso desde la acera podía ver la luz brillando en el pendiente de Billy. Me estaba observando de esa manera plana y vacía en que lo hacía siempre, con los párpados caídos, como si yo lo aburriera tanto que apenas pudiera soportarlo, pero detrás de eso había algo peligroso. Cuando me miraba así, mi rostro quería contraerse. Estaba acostumbrada a la forma en que me miraba, como si yo fuera algo que él quisiera sacarse de encima, pero siempre parecía peor cuando lo hacía frente a otra persona, como esta agradable y nerviosa mujer, que parecía la madre de alguien.

      Me froté las manos punzantes en los muslos de mis vaqueros antes de agacharme para recoger el monopatín.

      Él dejó caer la cabeza hacia atrás, con la boca abierta. Después de un segundo, se inclinó sobre el asiento y bajó la ventanilla.

      La radio sonó más fuerte y la música de Quiet Riot golpeó el gélido aire.

      —Entra.

      Alguna vez, y durante dos semanas en abril pasado, pensé que el Camaro era la cosa más genial que jamás hubiera visto. Tenía un cuerpo largo y hambriento como un tiburón, con paneles aerodinámicos pintados y terminados angulosos. El tipo de coche con el que podrías robar un banco.

      Billy Hargrove era tan rápido y fuerte como el coche. Llevaba una chaqueta de mezclilla descolorida y tenía un rostro de estrella de cine.

      Por aquel entonces, él todavía no era Billy, sólo esa vaga idea que yo tenía sobre cómo iba a ser mi nueva vida. Su padre, Neil, iba a casarse con mi madre, y cuando nos mudáramos todos juntos, Billy sería mi hermano. Estaba emocionada de tener una familia otra vez.

      Después del divorcio, papá se había largado a Los Ángeles, así que sólo lo veía prácticamente en los días festivos poco importantes, o cuando él estaba en San Diego por trabajo y mamá no podía encontrar una razón para no permitirme verlo.

      Mamá todavía estaba cerca, por supuesto, pero de una manera débil y flotante, difícil de aferrar. Ella siempre había estado un poco borrosa en mi vida, pero una vez que papá estuvo fuera de escena, la situación se volvió aún peor. Era un poco trágica la facilidad con la que se desvanecía en la personalidad de todos los hombres con los que salía.

      Recuerdo primero a Donnie, quien tenía un problema en la espalda y era incapaz de agacharse para sacar la basura. Nos preparaba panqueques Bisquick los fines de semana y era muy malo para contar chistes. Un día se escapó con una camarera de IHOP.

      Después de Donnie, fue Vic, de San Luis; y luego Gus, con un ojo verde y otro azul; e Ivan, que se limpiaba los dientes con una navaja plegable.

      Neil era diferente. Conducía una camioneta Ford marrón, vestía camisetas planchadas y su bigote lo hacía parecer una especie de sargento del ejército o un guardabosques. Y quería casarse con mamá.

      Los otros tipos habían sido unos perdedores, pero eran unos perdedores temporales, así que nunca me importaron en realidad. Algunos de ellos eran bobos o amistosos o divertidos, pero después de un tiempo, las cosas malas siempre se acumulaban. Se atrasaban en el pago del alquiler, o destrozaban sus coches, o se emborrachaban y terminaban en la cárcel.

      Siempre se iban, y si no lo hacían, mamá los echaba. Eso no me rompía