Brenna Yovanoff

Stranger Things


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dije, Neil era diferente.

      Mamá lo conoció en el banco. Trabajaba allí como cajera, sentada todo el día detrás de una ventanilla manchada, entregando recibos de depósito y regalando caramelos a los niños pequeños. Neil era el guardia que vigilaba la entrada, junto a las puertas dobles. Lo había escuchado decir que mamá se veía como la bella durmiente sentada detrás del cristal, o como una antigua pintura enmarcada. Por la forma en que lo decía, se suponía que debía sonar romántico, pero yo no conseguía entender cómo podría serlo. La bella durmiente estaba en coma. Las pinturas enmarcadas no eran particularmente interesantes o excitantes, sólo estaban allí, atrapadas.

      La primera vez que lo invitó a cenar, él trajo flores. Ninguno de los otros había llevado flores. Él le dijo que su pastel de carne era el mejor que hubiera probado nunca, y ella sonrió, se sonrojó y lo miró de reojo. Me alegré de que hubiera dejado de llorar por su último novio, un vendedor de alfombras que se peinaba de lado para disimular la calvicie y que tenía una esposa a quien muy convenientemente había evitado mencionar.

      Unas pocas semanas antes de que la escuela cerrara para las vacaciones de verano, Neil le pidió a mamá matrimonio. Él le compró un anillo de compromiso y ella le entregó un juego de llaves de la casa. Aparecía entonces cada vez que se le antojaba, traía flores o se deshacía de almohadones y fotos que no le gustaban, pero no aparecía después de las diez y nunca pasó ahí toda la noche. Era demasiado caballeroso para algo así; anticuado, decía él. Le gustaban las cocinas limpias y las cenas familiares. El pequeño anillo de compromiso de oro hizo sentir a mamá más feliz de lo que la había visto en mucho tiempo, y traté de estar feliz por ella.

      Neil nos había dicho que tenía un hijo que estudiaba bachillerato, pero no ahondó en el asunto. Pensé que se trataría de algún chico deportista, o tal vez una copia al carbón de Neil, pero más joven. Jamás hubiera imaginado a Billy.

      La noche que finalmente lo conocimos, Neil nos llevó a Fort Fun, una pista de go-karts que estaba cerca de casa, donde los surfistas iban con sus novias a comer churros y a jugar en las mesas de hockey de aire o en la máquina de Skee-Ball. Era el tipo de lugar al que sujetos como Neil no irían ni muertos. Más tarde, me di cuenta de que él todavía estaba intentando hacernos creer que era alguien divertido.

      Billy llegó tarde. Neil no dijo nada pero me di cuenta de que estaba furioso. Intentaba actuar como si todo estuviera bien, pero sus dedos dejaron abolladuras en su vaso de cartón de Coca-Cola. Mamá no paraba de toquetear su servilleta de papel mientras esperábamos; la enrolló y luego la rompió en pequeños cuadros.

      Pensé que tal vez todo era una gran estafa y que Neil ni siquiera tenía un hijo. Era el tipo de cosas que siempre ocurrían en las películas de terror: el tipo se inventaba una vida falsa y les explicaba a todos cosas de su casa perfecta y su familia perfecta, cuando en realidad vivía en un sótano y comía gatos, o algo por el estilo.

      No pensé realmente que ésa fuera la verdad, pero la imaginé de cualquier manera, porque eso era mejor que ver cómo lanzaba un vistazo al aparcamiento cada dos minutos para enseguida dedicar una sonrisa tensa a mamá.

      Los tres estábamos avanzando con dificultades en el minigolf cuando finalmente apareció Billy. Ya habíamos llegado al décimo hoyo y nos encontrábamos frente a un molino de viento pintado, del tamaño de un cobertizo, intentando colar la bola más allá de las aspas giratorias.

      Cuando el Camaro irrumpió en el aparcamiento, el motor hizo tanto ruido que todos se volvieron para mirar. Billy salió y dejó que la puerta se cerrara detrás de él. Llevaba puesta su chaqueta de mezclilla, sus botas de piel y, lo más impactante de todo, tenía un piercing. Algunos de los chicos mayores de la escuela usaban botas y chaquetas vaqueras, pero ninguno llevaba un pendiente en la oreja. Con su gran cabellera alborotada y la camisa abierta, se parecía a los metaleros del centro comercial, a David Lee Roth o a algún otro personaje famoso.

      Se acercó a nosotros, atravesando el campo de minigolf.

      Pasó por encima de una gran tortuga de plástico y sobre el falso césped verde.

      Neil observaba con la mirada tensa y amarga que siempre ponía cuando algo no se ajustaba a sus estándares.

      —Llegas tarde.

      Billy se encogió de hombros. No miró a su padre.

      —Saluda a Maxine.

      Quería decirle a Billy que ése no era mi nombre, odiaba que la gente me llamara Maxine, pero guardé silencio. No habría importado. Neil siempre me llamaba así, y no importaba cuántas veces le había dicho que no lo hiciera.

      Billy me dedicó esa lenta y fría inclinación de cabeza, como si ya nos conociéramos, y sonreí, sosteniendo mi palo de golf por el sudado recubrimiento de goma. Ya estaba pensando en lo genial que eso iba a ser para mí. En lo celosos que se pondrían Nate y Silas. Ahora yo tendría un hermano, y eso cambiaría mi vida.

      Más tarde ambos jugamos a Skee-Ball mientras Neil y mamá caminaban juntos por el rompeolas. Se estaba volviendo un poco molesta la manera en que siempre se ponían tan melosos cuando estaban juntos, pero introduje mis monedas en la ranura e intenté ignorarlos. Ella parecía realmente feliz.

      La máquina de Skee-Ball estaba en una plataforma de cemento elevada, sobre la pista de los go-karts. Desde la barandilla podías asomarte y observar cómo los coches pasaban zumbando alrededor de la pista con forma de ocho.

      Billy apoyó los codos en la barandilla con las manos sueltas y desenfadadas delante de él y un cigarrillo entre los dedos.

      —Susan parece una verdadera aguafiestas.

      Me encogí de hombros. Ella era quisquillosa y nerviosa y, a veces, podía no ser divertida, pero era mi madre.

      Billy observó la pista. Sus pestañas eran largas, como de chica, y vi por primera vez lo caídos que estaban sus párpados. Sin embargo, habría algo que llegaría a aprender de Billy: nunca se veía realmente despierto, excepto… algunas veces. Esas veces su rostro se ponía repentinamente en alerta, y entonces no tenías idea de lo que iba a hacer o de lo que iba a pasar a continuación.

      —Así que, Maxine —dijo mi nombre como una especie de broma. Como si no fuera realmente mi nombre.

      Pasé mi cabello detrás de las orejas y lancé una pelota a la taza de la esquina por cien puntos. La máquina debajo de la ranura de las monedas zumbó y escupió una retahíla de tiques de papel.

      —No me llames así. Sólo Max.

      Billy se giró para mirarme. Su rostro estaba relajado. Luego sonrió perezosamente.

      —Bien. Eres una gran bocas.

      Me encogí de hombros. No era la primera vez que lo escuchaba.

      —Sólo cuando la gente me hace enfadar.

      Rio, y su risa sonó grave y áspera.

      —Bien. Mad Max, entonces.

      En el estacionamiento, el Camaro estaba aparcado bajo una farola; era tan azul que parecía una criatura de otro mundo. Algún tipo de monstruo. Quería tocarlo.

      Billy se había dado la vuelta otra vez. Estaba apoyado en la barandilla con el cigarrillo en la mano, mirando el avance de los karts a lo largo de la pista cercada por neumáticos.

      Envié la última pelota a la taza de cien y tomé mis tiques:

      —¿Quieres correr?

      Billy resopló y le dio una calada al cigarrillo.

      —¿Por qué querría perder el tiempo dando vueltas con un kart cuando sé conducir?

      —Yo también sé conducir —dije, aunque no era exactamente cierto. Papá me había enseñado a usar el embrague una vez en el aparcamiento de un restaurante Jack in the Box.

      Billy ni siquiera parpadeó. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una nube de humo.

      —Seguro que sí —dijo. Parecía