Brenna Yovanoff

Stranger Things


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para Mayfield?

      La otra mujer dejó sus carpetas y se acercó al mostrador.

      —¿Para qué necesitas un horario a mitad de semestre? —dijo, como si estuviera confundida.

      No respondí, sólo suspiré y abrí los ojos ampliamente en señal de impaciencia. Era una mirada que mamá no podía soportar. Ella decía que ese gesto sólo me haría las cosas más difíciles, pero me daba cuenta de que la hacía sentir avergonzada, como si tuviera que disculparse por mí. Yo no estaba siendo amable.

      Estaba casi segura de que las mujeres de la oficina me harían guardar el monopatín. En California, la regla era que tenías que guardarlo en tu taquilla, pero aquí nadie parecía tener una opinión al respecto. Tal vez ni siquiera tenían una regla para monopatines. Tal vez nunca habían visto uno.

      Mi primera clase era Ciencias, y me presenté en el aula después de que sonara el timbre.

      A pesar de que todos ya estaban sentados, en el aula había muchos pupitres vacíos, como si el grupo tuviera que haber sido más grande. Sabía que era sólo porque el aula era grande y Hawkins un pueblo pequeño, pero los sitios vacíos hacían que pareciera como esa parte de una historia en la que no todos han regresado tras enfrentarse con un monstruo.

      El profesor me puso al frente del aula mientras me presentaba. Es muy molesto que cierto tipo de adultos te llamen siempre por tu nombre completo, como si hubieras hecho algo indebido. Cuando lo corregí, creo que algunas de las chicas rieron o cuchichearon, pero los chicos sólo miraban fijamente.

      El resto de la mañana fue aún peor, como si la escuela intentara demostrarme exactamente de cuántas maneras yo no pertenecía a ella. En Historia, todos estaban trabajando en sus proyectos semestrales. El señor Rogan me hizo llenar una hoja de trabajo fotocopiada mientras los demás juntaban sus escritorios en equipos de tres y cuatro, y al final ni siquiera recordó pedirme que se la entregara.

      No había tenido que hacer amigos desde que era pequeña.

      Nunca había descubierto cómo hablar con otras chicas. En mi hogar siempre criticaban que no me importaran las uñas postizas y las permanentes, o que cuando veía películas de monstruos, no lo hacía sólo para chillar y gritar. Todos los días durante el verano se tumbaban junto a la piscina, se frotaban los hombros unas a otras con aceite de bebé y hablaban de chicos. Yo no estaba interesada en quemarme tratando de conseguir un hermoso bronceado, y conocía chicos reales y casi por ninguno de ellos valía la pena derretirse.

      Mamá había entrado en un frenesí de ama de casa durante todo el fin de semana anterior, deshaciendo el equipaje, luego doblando la ropa y planchando. Finalmente acabó y la atrapé en mi habitación, revisando las cajas. Esa mañana, ella sacó el suéter Esprit que me había comprado hacía un año en Fashion Barn y lo puso sobre mi cama. Era de tonos pastel a rayas, con grandes botones de plástico. Nunca lo había usado. Me quedé mirándolo, tratando de averiguar exactamente lo que ella quería. Ya estaba vestida con vaqueros y un suéter como los que usaba todos los días.

      —¿Para qué es eso? —dije. Sabía que debería complacerla, pero no estaba dispuesta a asistir a mi primer día en una nueva escuela vestida como otra persona.

      Ella sonrió débilmente.

      —Es tu primer día. Pensé que te gustaría usar algo un poco especial.

      —¿Por qué?

      Su sonrisa se desvaneció y miró hacia otro lado, jugueteando con la manga del suéter.

      —Oh, no lo sé. Es sólo que parece un desperdicio, ¿sabes? Eres guapa, pero nunca te arreglas ni intentas verte bien.

      La idea de que tuviera que vestirme de manera particular para ir a clases en Hawkins me parecía tan estúpida que estuve a punto de reír. No me sentía muy guapa, y definitivamente no era una chica agradable.

      En el almuerzo comí cecina y pretzels directamente de la bolsa y me senté en los agrietados escalones de cemento junto al gimnasio. Todavía no habíamos sacado de las cajas las cosas de la cocina, y necesitábamos ir al supermercado. Por primera vez desde que había dejado San Diego, me permití realmente sentir un vacío en el pecho. Tardé un minuto en reconocerlo. Soledad.

      En mi casa tenía a Ben Voss, Eddie Harris y Nate. Pasábamos los veranos y las tardes después de la escuela patinando, o construyendo fuertes en el arroyo seco detrás de mi casa. E incluso después de que se mudó a Los Ángeles, tenía a papá. Él estaba lleno de ideas y sabía cómo hacerme sentir acompañada incluso cuando no era verdad.

      Él siempre se emocionaba con los juegos mentales: equipos de espionaje, códigos secretos, escondites. Era la solución al enigma lo que le gustaba. Cuando era pequeña, antes de que él se mudara a Los Ángeles, él solía esconder notas entre mis deberes. Me encontraba trabajando en un informe de Historia u hojeando mi libro de inglés, y entre las páginas descubría un pequeño papel doblado con un mensaje en código, un rompecabezas que había hecho usando círculos y triángulos, o palabras que sonaban igual pero se escribían diferente.

      Mientras yo pensaba que era genial, eso enloquecía a mamá. No parecía que ella pudiera superar jamás lo mucho que la irritaba que él fuera tan inteligente y tan bueno en todo, y que aun así tuviera que trabajar por las noches en las oficinas de fianzas, o que a veces no trabajara en absoluto.

      Sin embargo, papá no era una persona que pudiera tener un empleo regular con horario fijo. Los trabajos que hacía eran en su mayoría ilícitos y, después del divorcio, dejó de fingir que había sido de otra manera. Dormía hasta muy tarde y pasaba las noches jugando al billar o falsificando identificaciones. La manera en que hacía dinero avergonzaba a mamá, pero tenía sentido para mí. Yo entendía cómo era saber que debías seguir las reglas, pero aun así sentirte tan atrapada que pensabas que ibas a explotar. Lo único posible era quedarse quieta y esperar, y en cuanto sonara la flauta, salir corriendo por la puerta y zumbando calle abajo.

      Junto a la cuadrícula marcada para jugar en el patio, un pequeño grupo de chicas estaban en círculo, pasándose perezosamente entre ellas una pelota de goma. Eran el tipo de chicas en las que mamá probablemente deseaba convertirme, con rebecas de pana y faldas a cuadros por debajo de las rodillas. Ni siquiera usaban esmalte de uñas ni se peinaban. Dos de ellas llevaban suéter, y en lo único que pude pensar fue en lo aliviada que se sentiría mamá si supiera que había estado en lo cierto después de todo.

      Por un segundo pensé en acercarme a ellas, pero ¿qué se suponía que iba a decirles? Nunca había logrado averiguar qué era lo más indicado decir para que una chica con una falda a cuadros fuera mi amiga. Qué torpe.

      Pasé el resto del tiempo del almuerzo yendo de un lado a otro por el pavimento inclinado detrás de la escuela. Estaba traqueteando cuesta abajo por tercera vez cuando tuve una sensación extraña e inquietante, como si estuviera bajo reflectores en el centro de un escenario.

      Había un grupo de chicos reunidos detrás de la cerca de alambre. Y me miraban.

      No estaba segura, pero creí reconocerlos de la primera clase. Estaban medio ocultos detrás de la cerca y me di cuenta de que me estaban espiando, pero no eran muy hábiles para esconderse. Uno de ellos susurró algo y todos se inclinaron y se acercaron más entre sí, como si creyeran que con ello no podría verlos.

      Todo el día me había sentido fuera de lugar, como si el tiempo se estuviera moviendo con demasiada lentitud. Necesitaba probar algo, o tal vez simplemente compensar el hecho de que, además de mis profesores y las mujeres de la oficina, nadie había hablado conmigo en todo el día.

      Saqué los arrugados deberes de Historia y garabateé un mensaje en la parte posterior, no un acertijo, no en código. En un lenguaje simple y llano, les decía que se mantuvieran lejos de mí. Escribí rápido y sin esmero, pero ni siquiera estaba segura de que quisiera transmitir el mensaje en serio. Si de verdad hubiera querido que me dejaran en paz, tal vez no lo habría escrito.

      Luego arrojé la nota al cubo de la basura y entré al edificio, las puertas gimieron al cerrarse a mis espaldas.