Brenna Yovanoff

Stranger Things


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que terminó en un remate a su invitación. Sonrió, mostrando sus dientes blancos y parejos:

      —Nos veremos en la calle cerrada de Maple a las siete. Siete en punto.

      Siempre pensé que era buena para estar sola. Era independiente, no tenía miedo de tomar el autobús para ir al centro por mi cuenta o de subirme a la reja de un solar para ver qué había allí.

      Sin embargo, nunca había pasado mucho tiempo sin mis amigos. Siempre hacíamos proyectos juntos, o ideábamos planes para hacerlos. Después de la escuela y durante el verano, pasábamos casi todos los días construyendo fortalezas o corriendo con nuestros monopatines en el parque.

      Nate Walker había sido mi mejor amigo desde que teníamos seis años. Era más bajo y más delgado que yo, y tenía los codos nudosos y el tipo de cabello marrón como de ratón que nadie miraba ni le gastaba bromas como me pasaba a mí con mi cabello rojo encendido. Éramos colegas en las excursiones y compañeros de Ciencias, jugábamos a hockey en la calle y acampábamos en mi jardín. Ni siquiera importaba que yo fuera una niña.

      El primer día de primer grado, a la hora del almuerzo, vi a este niño delgado con una camisa roja del Hombre Araña agazapado bajo el tobogán. Algunos niños lo habían estado persiguiendo con un gusano muerto incrustado en un palo hasta que él comenzó a llorar y escapó para esconderse. Incluso a los seis años pensé que era inútil llorar, pero me gustó su camisa, así que me metí debajo del tobogán y me senté a su lado.

      —¿Qué pasa? —pregunté.

      El aire bajo el tobogán era caliente. Todavía puedo recordar cómo la arena hacía que mis manos se sintieran como tiza.

      Agachó la cabeza y no respondió.

      —¿Quieres ver mi cómic del Hombre Cosa? —pregunté.

      Él asintió y se limpió la nariz con el brazo.

      El cómic del Hombre Cosa tenía un millón de años y la portada se estaba desencuadernando porque me gustaba llevarlo a todas partes. En él, el Hombre Cosa tiene que luchar contra una pandilla de moteros malvados que han estado dando vueltas alrededor de su pantano, junto con un sombrío constructor que quiere eliminarlo. El constructor contrata a un científico corrupto para que invente una trampa llamada el Cuarto del Sacrificio para deshacerse de él, pero el Hombre Cosa escapa y mata al líder de la banda de moteros antes de regresar al pantano.

      Nos sentamos con los hombros muy juntos y leímos el cómic hasta que el prefecto encargado del receso se inclinó bajo el tobogán y nos dijo que era hora de volver a clase.

      Después de eso fuimos inseparables. Siempre lo elegí primero para jugar a los quemados, a pesar de que era tan malo esquivando que salía eliminado de inmediato. Él siempre sabía cómo arreglar su bicicleta o mi monopatín y no le importaba demasiado si era muy competitiva en los juegos o si sonaba como si estuviera enfadada por algo cuando en realidad sólo estaba haciendo una pregunta.

      Papá todavía vivía con nosotras por entonces y, la mayoría de las veces, no opinaba mucho sobre mis amigos en un sentido u otro, pero Nate le gustaba. Ben era demasiado hiperactivo y, para papá, Eddie podría ser un bloque de ceniza o una patata, pero Nate, él siempre lo decía, era alguien a quien mirar. Brillante.

      A papá no le importaban mucho las buenas calificaciones, o si alguien tenía la ropa o el automóvil adecuados, o si provenía del vecindario correcto, pero le gustaba cuando las personas eran brillantes.

      Y Nate lo era. Era más tímido y más blando que los otros tipos con los que nos juntábamos, pero era inteligente e interesante, y siempre tenía las mejores ideas sobre cómo construir un fuerte en un árbol o hacer que una catapulta funcionara. Sea como sea, a veces era agradable salir con alguien que no siempre necesitaba moverse tan rápido como yo.

      Nate realmente entendía a qué se refería papá cuando hablaba de granizadas o carburadores, y eso me gustaba. Nunca actuaba como si fuera extraño que mientras los padres de otras personas escuchaban a Neil Diamond o los Bee Gees, papá escuchara casetes de bandas cuyos nombres estaban escritos con rotulador en tiras de cinta adhesiva. La música sonaba iracunda y chirriante, y las bandas adoptaban nombres como Dead Kennedys, Agent Orange y los Bags. Mamá sólo suspiraba, sacaba la aspiradora o la batidora y fingía que no estaba escuchando.

      A mí no me gustaba esa música tanto como a papá. Yo estaba más en la onda de las Go-Go’s y, a veces, la vieja música de surfistas, como los Beach Boys o incluso los Sandals, que hicieron la banda sonora de Verano sin fin, pero cuando papá puso una de sus bandas punk, Nate se encendió como si estuviera escuchando algo distinto a lo que yo oía. No entendía qué encontraban de espectacular en esa música, pero me sentía bien al llevar a mis amigos a casa con alguien a quien le gustaban. El recuerdo de papá era brumoso y cálido.

      Ahora sólo tenía a Billy y a Neil, y no era un lugar para sentirse bien, pero tampoco había alguien a quien pudiera llevar a casa.

      Para cuando terminé la escuela, estaba a punto de volverme loca. El día ya se sentía como si hubiera durado un millón de años.

      Tomé mis libros, subí en mi monopatín y me deslicé a lo largo del asfalto agrietado hasta el estacionamiento del instituto. De vuelta al Camaro.

      Billy estaba esperando, apoyado en el parachoques trasero, fumando un cigarrillo. Miraba hacia el pálido cielo otoñal, y esperé para averiguar qué versión de él me recibiría hoy.

      Nunca se sabía con Billy. Eso era lo peor de su personalidad, que a veces no era tan malo. Sobre todo al principio, antes de darme cuenta de cómo era, realmente disfrutaba cuando salía con él. A veces me recogía en la escuela o me dejaba ir con él al concesionario Kragen. El problema era que podía ser divertido.

      No me trataba de la misma manera en que lo hacía con las niñas con las que iba a la escuela, tal vez porque eran mayores o estaban menos dispuestas a defenderse, pero yo pensaba que podría tratarse de algo más.

      Cuando las llevaba a fiestas o a pasar el rato en el estacionamiento de Carl’s Jr. con los otros vagos de la escuela, no lo consideraba como una cita. Y seguramente, ellas actuaban como si fueran lo suficientemente modernas para no importarles tener una relación estable o ser la novia de alguien, pero aun así intentaban que él fuera a conocer a sus padres o hacían como si fuera la gran cosa el hecho de ser amables conmigo, como si de alguna manera con eso pudieran impresionarlo. Contenían el aliento, nerviosas, esperando tener un momento significativo con él, pero entonces, apenas una semana más tarde, él ya había ido a Carl’s Jr. con otra persona.

      Era como si las odiara, excepto que aun así las llevaba a Sunset Cliffs para besarse con ellas. Me enfurecía la manera en que los chicos se mostraban amables con las chicas, como si en verdad les importaran, cuando sólo querían desabotonarles la blusa.

      Sin embargo, Billy nunca me trató a mí de esa manera. Al principio pensé que era porque yo era muy joven o porque era su hermana, incluso si no lo era en realidad. Pero después de un tiempo comencé a comprender que la razón por la que me trataba de manera diferente era porque yo no les gustaba a los chicos. No los perseguía ni me maquillaba, ni siquiera me acordaba de cepillarme el pelo. Y durante la mayor parte de mi vida la razón había sido simple: no había querido hacerlo. Pero ahora las reglas habían cambiado, y sentía más como si yo fuera incapaz de hacerlo.

      Billy hablaba conmigo, pero de una manera astuta y confidencial, como si hubiera algo importante que él quisiera que yo entendiera. Era como si me odiara, pero hacía todo lo posible para que yo fuera como él. Cualquier indicio de debilidad y él nunca me dejaría olvidarlo.

      En el camino a casa me acurruqué en el asiento del copiloto mientras lo escuchaba hablar del estercolero que era Hawkins: su nula vida nocturna, sus absurdos límites de velocidad, su mediocre equipo de baloncesto, sus aburridas chicas.

      Estaba observando por la ventana, miraba cómo pasaba la zona rural a toda marcha… los bosques, los sembradíos. Había tantos árboles. Sabía que quería que yo estuviera de acuerdo con él y le afirmara cuánto apestaba este lugar,