Эдгар Аллан По

Cuentos completos


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digo, crecía con extrema premura, desarrollando un carácter monomaníaco de una tipología nueva y sorprendente, que se volvía más fuerte cada hora que trascurría y que finalmente ejerció sobre mí una incomprensible influencia. Esta monomanía, según debo calificarla, consistía en una retorcida irritabilidad de esas facultades de la mente que la ciencia psicológica denota con la palabra atención. Es más que factible que no me explique, pero temo en verdad, que no encuentre la manera de trasmitir a la inteligencia del lector común una noción de esa nerviosa violencia de interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no definirlo en términos técnicos) desempeñaban y se enfocaban en observar los objetos más simples del universo.

      Reflexionar largas e incesantes horas con la atención centrada en alguna nota banal, en los bordes o en la tipografía de un libro. Permanecer absorto durante casi todo un día de verano en una singular sombra que descendía oblicuamente sobre el tapizado o sobre la puerta. Consumirme toda una noche contemplando la mansa llama de una lámpara o las lumbres del fuego. Soñar días enteros con el aroma de una flor. Iterar monótonamente una palabra corriente hasta que su sonido, debido a la permanente repetición, dejaba de originar en mi mente alguna idea. Olvidar todo sentido del movimiento o de la presencia física por medio de una total y obstinada inactividad del cuerpo, sostenida por mucho tiempo. Estas eran algunas de las extravagancias más corrientes y menos perjudiciales, ocasionadas por la condición de mis facultades mentales, a decir verdad, no genuina, pero capaz de afrontar cualquier forma de análisis o explicación.

      Pero no se me comprenda mal. La desmedida, intensa y morbosa atención, exaltada así por objetos banales en sí, no debe confundirse con la tendencia a la meditación, ordinaria en todos los hombres, y a la que se entregan de manera particular las personas con una imaginación intranquila. Tampoco era, como se pudo suponer en un principio, una situación crítica ni la exageración de esa proclividad, sino primaria y fundamentalmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el aficionado interesado por un objeto, usualmente no banal, lo pierde gradualmente de vista en un bosque de deducciones y sugerencias que emergen de él, hasta que, al culminar una ensoñación repleta en muchas ocasiones de voluptuosidad, el incitamentum o primera razón de sus meditaciones se desvanece por completo y es olvidado. En mi caso, el elemento primario era invariablemente banal, aunque tomaba, por medio de mi visión turbada, una importancia refleja e irreal. Pocas deducciones, si acaso había alguna, emergían, y esas pocas regresaban tenazmente al objeto primario como a su centro. Las meditaciones nunca eran plácidas, y al final de la ensoñación, la primera razón, lejos de perderse de vista, había logrado ese interés maravillosamente exorbitado que componía el rasgo fundamental de la enfermedad. En una palabra, las facultades que más ejercitaba la mente en mi circunstancia eran, como ya he mencionado, las de la atención, mientras que en el caso del soñador son las especulativas.

      Mis libros, en ese periodo, si no funcionaban realmente para irritar el trastorno, compartían en gran medida, como se sabrá, por su carácter imaginativo e inconexo, las características pintorescas del trastorno mismo. Puedo hacer memoria, entre otros, del tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio, De Amplitudine Beati Regni Dei (La grandeza del reino santo de Dios); la gran obra de San Agustín, De Civitate Dei (La ciudad de Dios) y de Tertuliano, De Carne Christi (La carne de Cristo), cuya sentencia paradójica: Mortuus est Dei filius: credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia impossibile est, se adueñó de todo mi tiempo durante muchas semanas de insubstancial y afanosa investigación.

      Así se notará que, extraída, de su equilibrio solo por cosas banales, mi razón era similar a ese peñasco marino del que nos relata Ptolomeo Hefestión, que soportaba firme las embestidas de la violencia humana y la cólera más feroz de las aguas y de los vientos, pero se estremecía con el simple contacto de la flor denominada asfódelo. Y aunque para un observador inadvertido pudiera parecer, fuera de cualquier duda, que la perturbación provocada en la condición moral de Berenice por su desdichada enfermedad me habría facilitado muchos temas para la praxis de esa intensa y anormal meditación, cuya naturaleza se me ha dificultado bastante explicar, sin embargo, este no era el caso. En los periodos lúcidos de mi enfermedad, la calamidad de Berenice me causaba compasión y, profundamente conmovido por la devastación total de su preciosa y placentera vida, no dejaba de pensar con regularidad y congoja, en los asombrosos mecanismos por los cuales se había generado esa transformación tan inesperada y extraña. Pero estas meditaciones no compartían la idiosincrasia de mi enfermedad y eran como las que se hubieran manifestado, en circunstancias similares, al común de los mortales. Leal a su propio temperamento, mi trastorno se entretenía en los cambios de menor relevancia pero más llamativos, acaecidos en la constitución física de Berenice, en la extraña y horripilante desfiguración de su identidad personal.

      En los días más resplandecientes de su hermosura incomparable, no la amé. En la extraña anormalidad de mi existencia, mis sentimientos jamás provenían del corazón y mis pasiones siempre provenían de la mente. En los nublados amaneceres, en las sombras entrecruzadas del bosque al mediodía y en el sigilo de mi biblioteca por la noche ella flotó ante mi vista, y yo la había observado, no como la Berenice viva y vibrante, sino como la Berenice de un sueño. No como una habitante de la tierra, sino como su abstracción. No como algo para venerar, sino para reflexionar. No como un objeto de amor, sino como un asunto de la más insondable aunque incongruente especulación. Y ahora, ahora temblaba ante su presencia y palidecía cuando se aproximaba. Sin embargo, lamentando penosamente su degeneración y decadencia, recordé que durante mucho tiempo me había amado, y que en un desdichado momento, le propuse matrimonio.

      Y cuando, finalmente, se aproximaba la fecha de nuestro matrimonio, una tarde de invierno, en uno de esos días repentinamente calurosos, serenos y nublados, que constituyen la nodriza de la hermosa Alción, me hallaba yo sentado (y creía estar solo) en el aposento interior de la biblioteca y al alzar los ojos vi a Berenice frente a mí.

      ¿Fue mi imaginación exaltada, la influencia de la atmósfera nublada, la incierta luz crepuscular del lugar, los vestidos grises que cubrían su figura los que le otorgaron un contorno tan irresoluto e indefinido? No sabría definirlo. Ella no pronunció palabra y yo por nada del mundo hubiera tenido la capacidad de pronunciar una sílaba. Un helado escalofrío atravesó mi cuerpo, me agobió una sensación de intolerable ansiedad, una curiosidad insaciable se apoderó de mi alma e inclinándome en la silla, permanecí un rato sin aliento, inmóvil, con mis ojos fijos en su persona. ¡Ay! Su delgadez era extrema y ni la menor huella de su ser anterior se denotaba en una sola línea del contorno. Mi fervorosa mirada se posó por fin sobre su tez.

      La frente era alta, muy pálida, y extrañamente plácida, lo que en un tiempo fuera cabellera negra azabache se posaba parcialmente sobre su frente y sombreaba las sienes huecas con incontables rizos de un color rubio radiante, que contrastaban discrepantes, debido a su fantástico matiz, con la melancolía de su rostro. Sus ojos no poseían brillo y parecían no tener pupilas, y de modo involuntario rehuí su mirada vidriosa para observar sus labios, finos y retraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de extraña expresión los dientes de la ahora desconocida Berenice se mostraron lentamente ante mis ojos. ¡Quisiera Dios que nunca los hubiera visto o que, después de verlos, hubiera muerto!

      Me distrajo el golpe de una puerta al cerrarse y, al alzar la vista, descubrí que mi prima había abandonado el aposento. Pero de los desordenados aposentos de mi cerebro, ¡ay!, no había salido ni se podía alejar el blanco y aterrador espectro de sus dientes. Ni una mancha en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una grieta en sus perfiles, había en los dientes de esa efímera sonrisa que no quedara grabado en mi memoria. Ahora los miraba con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Se encontraban aquí, y allí, y por todas partes, visibles y tangibles ante mí, largos, finos, y expresivamente blancos, con los desvaídos labios cerrándose a su alrededor, como en el mismo momento en que habían comenzado a crecer. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía, y yo batallé en vano contra su particular e irresistible influencia. Entre los cuantiosos objetos del mundo exterior solo pensaba en los dientes. Los anhelaba con una frenética ansia. Todas las demás dificultades y los demás intereses quedaron subordinados a esa contemplación. Ellos, ellos eran los únicos que se hallaban presentes en mi mirada mental, y en su imprescindible individualidad se convirtieron en la