Эдгар Аллан По

Cuentos completos


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problema en desprenderse de su patrimonio. Por eso lo he protegido contra el peligro de una profanación. Con una sola excepción: usted es la única persona, aparte de mi sirviente y yo mismo, que ha sido aceptado en los enigmas de estos lugares imperiales, desde que fueron adornados como usted puede ver.

      En señal de reconocimiento, me incliné, ya que la abrumadora sensación de perfume, música y esplendor, junto con la imprevista excentricidad de su lenguaje y maneras, me previno de manifestar en palabras el reconocimiento de lo que se podía considerar como un cumplido.

      —Aquí —continuó poniéndose en pie y a apoyándose en mi brazo para caminar por la estancia— hay pinturas que van desde los griegos a Cimbane, y desde Cimbane hasta la actualidad. Como usted ve, muchos han sido elegidos, sin tener mucho en cuenta las opiniones de la virtud. Sin embargo, todos son una tapicería adecuada para una cámara como esta. También hay algunas obras maestras de grandes desconocidos y algunos bosquejos sin terminar de artistas famosos en su día, cuyo nombre, para mí, la perspicacia de las academias ha dejado para el silencio... ¿Esta Madonna della Pietá —dijo, volviéndose con brusquedad al tiempo que hablaba— qué le parece?

      —Es un Guido genuino —exclamé con todo el entusiasmo propio de mi carácter, debido a que ya había estado mirando con detenimiento su incomparable hermosura—. ¡Es un Guido genuino! ¿Cómo lo pudo conseguir? Sin ningún tipo de dudas, esto en pintura significa lo que la Venus en la escultura.

      —¡Ah! —dijo él pensativo—. ¡La Venus! ¿La bella Venus? ¿La Venus de los Médicis? ¿La del cabello dorado y de la cabeza diminuta? Están restaurados parte de su brazo izquierdo (y aquí su voz bajó tanto que le escuchaba con dificultad) y todo el brazo derecho, y la coquetería de este brazo derecho, es, pienso yo, la quintaesencia de la afectación. ¡Usted deme a mí a Canova! También el Apolo es una copia, de esto no existe la menor duda. Y es posible que yo sea ciego y necio, pero no puedo mirar por ningún lado la vanidosa inspiración del Apolo. No lo puedo remediar, me puede compadecer, pero yo prefiero el Antínoo. ¿Sócrates no fue quien dijo que el escultor halla en el bloque de mármol su estatua? Entonces en su pareado Miguel Ángel no fue muy original:

      “Non ha l’ottimo artista alcun concetto

      Che un marmo solo in se non circonscriva”.

      Se ha podido observar, o se debería observar, que en las actitudes del auténtico caballero hallamos una diferencia de las del hombre corriente, sin ser capaces de precisar con exactitud de qué se trata semejante diferencia. Pudiendo aplicarse esta observación a la forma de ser de mi amigo, sentí que en esa venturosa mañana se podía aplicar todavía más fecundamente a su carácter y temperamento moral. No puedo definir mejor esa particularidad de espíritu que parecía colocarle tan esencialmente aparte de todos las demás personas sino denominándolo una costumbre de pensamientos intensos y continuos que predominaba incluso en sus actos más insignificantes, entrometiéndose en sus instantes de felicidad e interviniendo en sus rayos de la misma forma como las culebras que brotan de los ojos de las máscaras sonrientes que están alrededor de los templos de Persépolis.

      Sin embargo, no pude menos de observar de manera repetida, a través del tono medio de ligereza y solemnidad en el que de inmediato se refería a cuestiones de poca importancia, cierto aire tembloroso, algo de fervor nervioso en sus palabras y en sus acciones, una inquieta excitabilidad en su proceder, que a veces me pareció incomprensible y en algunas ocasiones me llenó de miedo. Con frecuencia, además, se solía detener en mitad de una frase cuyo comienzo aparentemente no recordaba y parecía escuchar con la atención más profunda como si esperara de un instante a otro la llegada de un visitante o escuchara ruidos que solamente debían haber existido en su mente.

      Durante una de aquellas ausencias o pausas de aparente ensimismamiento, al volver yo una página de la hermosa tragedia Orfeo, del erudito político y poeta Poliziano (la primera tragedia italiana pura), cuyo libro descansaba al lado mío en una otomana, cuando subrayado con lápiz hallé un pasaje. Se trataba de un pasaje hacia el final del tercer acto: un pasaje de la más grande exaltación personal, un pasaje que, pese a estar manchado de impureza, no puede leer ninguna mujer sin suspirar y ningún hombre sin un estremecimiento. Toda la página se encontraba humedecida de recientes lágrimas, y había entremedias una hoja intercalada con las siguientes estrofas inglesas, escritas con una letra tan diferente a la característica de mi amigo, que para reconocerla como suya tuve alguna dificultad.

      Oh amor, tú fuiste para mí,

      todo lo que mi alma aspiraba,

      isla verde en el mar, santuario y fuente,

      con guirnaldas de flores y de frutas,

      que fueron mías, oh amor.

      ¡Ah bello sueño, por bello fugaz!

      ¡Ah Esperanza estrellada que naciste

      para pronto fallecer! Me reclama una voz del futuro:

      —¡Vamos adelante! ¡Adelante!—. Pero sobre

      el pasado se cierne (¡negro abismo!) mi alma

      temerosa, callada, inmóvil.

      ¡Ay, la luz de mi existencia

      ya no está conmigo!

      “Ya jamás... jamás... jamás”

      (de esa manera murmura el solemne mar

      a las arenas de la playa),

      ya jamás el águila muriente volará

      ni el árbol roto dará flores.

      Mis días hoy son fútiles

      y mis sueños nocturnos

      caminan allá donde tus ojos grises

      miran, donde tus plantas pisan,

      ¡oh, en qué bailes etéreos, a la orilla

      de arroyos itálicos!

      ¡Ay, en qué funesto día

      te llevaron por el mar

      robándote al amor, para entregarte

      a caducos blasones mancillados!

      ¡Robándote a mi amor, a nuestra tierra

      donde en la niebla lloran los sauces!

      Que esos versos estuvieran escritos en inglés, idioma que no pensaba yo que mi amigo conociera, me produjo un asombro enorme. Conocía a la perfección la extensión de sus conocimientos y del singular placer que él tomaba en esconderlos de la observación, para que me sorprendiera ante cualquier descubrimiento parecido, pero el lugar donde estaban fechados me ocasionó, tengo que confesarlo, un poco de sorpresa. Originariamente había sido escrito Londres y después borrado con sumo cuidado, aunque no lo suficiente como para que se pudiera esconder a unos ojos observadores. Vuelvo a decir que este nombre me produjo no poca sorpresa, ya que recordaba muy bien que en una charla anterior con mi amigo le había preguntado especialmente si se había encontrado en alguna ocasión en Londres con la marquesa de Mentoni, quien había residido unos años de su matrimonio en esa ciudad, y que su respuesta, si no estoy errado, me dio a entender que él jamás había ido a la capital de la Gran Bretaña. También puedo mencionar que en más de una oportunidad había llegado a mis oídos que (sin dar, por supuesto, crédito a una información que parecía tan poco creíble) la persona de quien hablo era inglés no solamente por nacimiento, sino por educación también.

      —Hay una pintura —dijo él sin notar que yo había advertido la tragedia—, hay una pintura que usted no ha visto aun.

      Y al descorrer un tapiz, dejó al descubierto una pintura de cuerpo entero de la marquesa Afrodita.

      En la pintura de su belleza sobrehumana el arte humano no podía haber llegado a más. La misma silueta incorpórea que yo había visto de pie en las escaleras del Palacio Ducal la noche anterior, estaba frente a mí una vez más. Sin embargo, en la expresión de aquella cara, que resplandecía de sonrisa por todos lados, se ocultaba (enigmática rareza) ese tinte dudoso de melancolía que será siempre inseparable