Эдгар Аллан По

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al adjudicarles, en la imaginación, un poder susceptible y consciente y, aun sin el apoyo de los labios, una habilidad de expresión moral. De mademoiselle Sallé se ha dicho con razón que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice, yo creía seriamente que toutes ses dents étaient des idées. Des idees! ¡Ah, este disparatado pensamiento me destrozó! Des idees! ¡Ah, por eso los anhelaba tan irreparablemente! Creí que solo su posesión me podría retornar la paz, devolviéndome la razón.

      Y la tarde cayó sobre mí, y llegó la oscuridad, permaneció y se fue, y amaneció el nuevo día, y las neblinas de una segunda noche se amontonaron alrededor, y yo permanecía inmóvil, sentado, en aquel aposento solitario, y continué sumido en la meditación, y el espectro de los dientes conservaba su terrible dominio, como si, con una claridad viva y horripilante, flotara entre las variantes luces y sombras de la habitación. Al fin penetró en mis sueños un alarido de horror y consternación, y luego, tras un intervalo, el ruido de voces nerviosas, combinadas con tristes gemidos de dolor y de pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo las puertas de la biblioteca, estaba en la antesala una criada, deshecha en lágrimas, quien me comentó que Berenice había cesado de existir. Esa mañana temprano, había sufrido un ataque de epilepsia y ahora, al llegar la noche, ya estaba listo el sepulcro para acoger a su ocupante y culminados los preparativos del sepelio.

      Me hallé sentado en la biblioteca, solo de nuevo. Parecía que había despertado de un sueño borroso y excitante. Sabía que ya era la medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba sepultada. Pero no tenía una noción exacta, o por al menos concreta, de ese melancólico periodo intermedio. No obstante, el recuerdo de ese periodo estaba repleto de horror, horror más horrible por ser impreciso, terror más terrible por ser ambiguo. Era una página escabrosa en la historia de mi vida, escrita con memorias siniestras, horrorosas, ininteligibles. Batallé por descifrarlas, pero fue en vano. Después, como el espíritu de un sonido lejano, un agudo y penetrante alarido de mujer parecía retumbar en mis oídos. Yo había llevado a cabo algo. Pero, ¿qué era? Me cuestioné la pregunta en voz alta y los murmurantes ecos de la habitación me respondieron: ¿Qué era?

      En la mesa, a mi lado, relucía una lámpara y cerca de la misma había una diminuta caja. No poseía un aspecto llamativo, y yo la había observado antes pues era del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa y por qué temblé al fijarme en ella? No valía la pena considerar estas cosas, y por fin mis ojos se posaron sobre las páginas abiertas de un libro y sobre un fragmento subrayado. Eran las extrañas pero simples palabras del poeta Ebn Zaiat: “Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas”. ¿Por qué, al leerlas, se me puso la piel de gallina y se me congeló la sangre en las venas?

      Sonó un suave golpe en la puerta de la biblioteca y, lívido como habitante de un sepulcro, un criado entró de puntillas. Tenía en sus ojos un espeluznante terror y me habló con una voz quebrada, áspera y muy baja. ¿Qué dijo? Escuché unas frases entrecortadas. Hablaba sobre un alarido salvaje que había perturbado el silencio de la noche, y de la servidumbre congregada para indagar de dónde provenía, y su voz recobró un tono espantoso, claro, cuando me habló, murmurando, de una tumba profanada, de un cadáver arropado en la mortaja y desfigurado, pero que aun resollaba, aun latía, ¡aun vivía!

      Señaló mis ropajes: estaban sucios de barro y de sangre. No respondía nada; me agarró suavemente la mano: había huellas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que estaba apoyado en la pared, lo vi durante un instante, era una pala. Con un alarido corrí hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla y por mi agitación se me escapó de las manos, se desplomó en el suelo y se quebró en pedazos, y entre estos, entrechocando, se dejaron ver unos instrumentos de cirugía dental, revueltos con treinta y dos diminutos objetos blancos de marfil, que se desperdigaron por el suelo.

      Morella

      Αυτο καθ’ αυτο µεθ’ αυτου, µονο ειδες αιει ον

      (El mismo, por sí mismo únicamente,

      UNO eternamente, y solo)

      Platón, Symposium

      Yo sentía por Morella un sentimiento de profundo y especial afecto. La conocí por casualidad hace muchos años y mi alma, desde nuestro primer encuentro, se encendió con un fuego que nunca había conocido aunque no era el fuego de Eros, y para mi espíritu fue un absoluto martirio saber que no lograría definir su increíble carácter ni regular su indefinida intensidad. A pesar de ello, nos conocimos y la vida nos unió frente el altar. Yo, nunca le hablé de pasión, ni tampoco pensé en el amor. Aun así, ella se alejó de la sociedad, se consagró a mí y me hizo feliz. Es una felicidad asombrarse y es una felicidad soñar.

      La sabiduría de Morella era profunda. Como espero descubrir aquí, sus capacidades no eran del tipo común y su capacidad mental era grandiosa. Me di cuenta de ello y fui su discípulo en muchos temas, sin embargo, pronto entendí que, tal vez, a causa de haber estudiado en Eslovaquia ella ponía frente a mí un inmenso número de aquellos libros místicos que habitualmente son considerados como un simple desecho de la literatura alemana. Esas obras formaban su estudio predilecto y constante, y si pasado cierto tiempo también llegó a ser el mío, hay que suponer que se debe a la simple y muy efectiva influencia de la costumbre y el ejemplo.

      Si no me equivoco, mi razón tenía poco que ver en todo esto. Mis convicciones no eran tomadas en cuenta por el ideal, ni tampoco había ningún tinte de misticismo en mis lecturas, ni en mis actos o pensamientos.

      Convencido de esto, me abandoné sin reservas a la orientación de mi esposa, y me adentré con el corazón firme en las complejidades de sus estudios. Y entonces —cuando me sumergía en ciertas páginas espantosas y sentía un detestable espíritu encenderse dentro de mí— venía Morella a poner su mano fría sobre la mía y explorando en las reliquias de una antigua filosofía, encontraba en ellas algunas graves y únicas palabras que, dado su raro sentido, cobraban vida sobre mi memoria. Y así, hora tras hora, me quedaba a su lado, sumergiéndome en la música de su voz, hasta que su melodía se contaminaba de terror y una sombra se abatía sobre mi alma, y yo me demacraba y temblaba interiormente frente a aquellos tonos sobrenaturales. Y así, el disfrute se transformaba en horror y lo más hermoso se volvía horrendo, igual que Hinnom se transformó en Gehena.

      No es necesario explicar el carácter exacto de estos estudios que, tomando como referencia los volúmenes que he mencionado, fueron durante mucho tiempo casi el único tema de conversación entre Morella y yo. Los informados de aquello que se puede denominar moral teológica las entenderán fácilmente y no será tan fácil para los ignorantes. El impetuoso panteísmo de Fichte, la palingenesia transformada de los pitagóricos, y sobre todo, las doctrinas identitarias tal como las expone Schelling, solían ser los temas de discusión que le daban mayor belleza a la imaginativa Morella. Esta identidad denominada personal, es definida con exactitud por Míster Locke, creo, diciendo que radica en la cordura del ser racional. Y como al decir persona pensamos una esencia inteligente dotada de razón y como existe una conciencia que siempre está junto al pensamiento, esta es la que nos hace ser eso que llamamos nosotros mismos, de este modo nos diferenciamos de los otros seres pensantes dándonos nuestra identidad individual. Pero el principium individuationis —es decir, la conciencia de que esa identidad se pierde o no para siempre al morir— fue para mí un concepto de profundo interés todo el tiempo, no solo por la fantástica y turbadora naturaleza de sus consecuencias, sino por esa manera particular y emocionada como la enunciaba Morella.

      Sin embargo, yo había alcanzado un periodo en que el misterioso carácter de mi esposa me ahogaba como un maleficio. No lograba resistir por más tiempo el resplandor de sus melancólicos ojos, ni el roce de sus pálidos dedos, ni el profundo tono de su voz musical. Y ella lo sabía, pero no me decía nada.

      Parecía ser consciente de mi debilidad o de mi locura, y con una sonrisa, las llamaba el “destino”. También parecía saber cuál era la causa, para mí desconocida, de aquella progresiva pérdida de mi afecto, pero tampoco me daba ninguna explicación, ni mencionaba su naturaleza. Pero, ella era mujer y se deprimía durante días. Pasado el tiempo, una mancha roja apareció de manera constante en