Эдгар Аллан По

Cuentos completos


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hallaron ciertos huesos que parecían humanos junto a un montón de despojos de aspecto muy extraño y muchos llegaron al punto de creer que en ese lugar había tenido lugar un espantoso asesinato del que las víctimas habían sido Hans Pfaall y sus amigos, seguramente. Pero no nos desviemos de nuestro tema.

      El globo —ya no podía dudarse de que lo era— se encontraba a unos 30 metros del suelo, dejando ver a la multitud, con bastante detalle, la persona que lo ocupaba. Se trataba de alguien sumamente particular, por cierto. No debía medir más de un metro de estatura, pero aún siendo tan pequeño, no hubiera logrado mantenerse en equilibrio en una navecilla tan frágil de no ser por un redondel que le llegaba a la altura del pecho y que estaba asegurado a las cuerdas del globo. El cuerpo de este hombrecillo era exageradamente ancho, lo que daba a todo su ser una apariencia de redondez particularmente absurda. Por supuesto, sus pies no podían verse. Sus manos eran inmensamente anchas. Tenía el cabello gris, recogido detrás en una cola. Su nariz era portentosamente larga, arqueada y rozagante. Sus ojos, inmensos, radiantes y agudos, aunque con arrugas por la edad. El mentón y las mejillas eran espléndidos, gordos y dobles, pero no podía encontrarse, en ningún lugar de su cabeza, alguna señal de orejas. Este insólito y pequeño caballero usaba un amplio capote de raso azul y, muy ajustados, calzones que hacían juego sujetos con hebillas de plata a la altura de las rodillas. Su chaqueta era de color amarillo brillante y el gorro de tafetán blanco le caía elegantemente a un lado de la cabeza. Y, para concluir su atuendo, su garganta estaba envuelta en un pañuelo rojo sangre que le caía sobre el pecho con un distinguido lazo de gran tamaño.

      Habiendo descendido, como señalé, a 30 metros del suelo, el viejo y pequeño caballero se vio asaltado por un agudo temblor, y no se veía muy dispuesto a continuar su descenso hacia terra firma. Lanzando con mucha dificultad cierta cantidad de arena que estaba en una bolsa de tela la cual levantó penosamente, logró mantener el globo detenido. Entonces, actuó con gran agitación y apuro, y sacó de un bolsillo de su capote una solemne cartera de cuero. La sopesó con recelo, mientras la observaba asombrado, ya que su peso parecía dejarlo atónito. Posteriormente abrió la cartera y extrayendo de ella una gran carta atada con una cinta roja, que exhibía un sello de cera de igual color, la lanzó precisamente a los pies del burgomaestre, Mynheer Superbus Von Underduk.

      Su Excelencia se reclinó para tomarla. Pero el aeronauta, siempre muy apurado y sin nada más que lo detuviera en Róterdam, comenzó activamente a realizar los preparativos para partir, y, como para lograrlo era necesario liberarse del lastre para poder ganar altura, lanzó media docena de sacos de arena sin molestarse en vaciar su contenido, desdichadamente todos cayeron sobre la espalda del burgomaestre, lanzándolo al suelo una y otra vez, al menos media docena de veces frente a todos los ciudadanos de Róterdam. No se crea, sin embargo, que el solemne Underduk dejó pasar libremente esta insolencia del pequeño caballero. Se afirma que en el transcurso de su media docena de caídas, lanzó no menos de media docena de rabiosas bocanadas de humo de su pipa, la cual mantuvo aferrada con todas sus fuerzas y a la que está dispuesto a continuar aferrado (si Dios lo permite) hasta el día de su muerte.

      Mientras tanto el globo se elevó como una alondra y flotando sobre la ciudad, terminó por extraviarse serenamente detrás de una nube muy parecida a aquella de la cual había brotado tan gloriosamente, desapareciendo de la vista de los buenos habitantes de Róterdam. Por lo tanto, la atención se concentró en la carta, cuya caída y consecuencias habían resultado tan insurrectas para la persona y para el decoro de su excelencia Von Underduk. Este funcionario no había abandonado, en medio de sus agitaciones giratorias, la significativa tarea de apropiarse de la carta que, después de una cuidadosa inspección, resultó haber llegado a las manos más adecuadas, porque estaba dirigida al mismo burgomaestre y al profesor Rubadub en sus posiciones oficiales de presidente y vicepresidente del Colegio de Astronomía de Róterdam. Los mencionados funcionarios no tardaron en abrirla y encontraron que contenía la siguiente sorprendente y significativa comunicación:

      “A sus Excelencias Von Underduk y Rubadub, Presidente y Vicepresidente del Colegio de Astrónomos del Estado, en la ciudad de Róterdam.

      Vuestras Excelencias quizá recordarán a un sencillo artesano llamado Hans Pfaall, de oficio remendón de fuelles, quien, hace aproximadamente cinco años desapareció de Róterdam con otras tres personas de una forma que en ese momento debió estimarse como inexplicable. No obstante, si agrada a vuestras excelencias, yo, el autor de esta carta, soy el señalado Hans Pfaall en persona. Mis coterráneos saben bien que habité en una pequeña casa de ladrillos que está ubicada al comienzo de la calle llamada Sauerkraut durante cuarenta años, lugar donde moraba en el momento de mi desaparición. Durante tiempos antiquísimos, mis antepasados también habitaron en ella, siguiendo —igual que yo— la honorable y también productiva profesión de remendón de fuelles. Y a decir verdad, hasta estos últimos tiempos en que las personas han perdido la cabeza con la política, ningún ciudadano honorable de Róterdam podía querer o lograr un mejor oficio que el mío. El crédito era extenso, nunca faltaba trabajo y no había escasez ni de dinero ni de buena voluntad. Pero como estaba señalando, no tardamos en experimentar los efectos de la independencia, los magnos alegatos, el radicalismo y otros asuntos por el estilo. Aquellos que habían sido los mejores clientes del planeta ya no disponían de un minuto libre para pensar en nosotros. Todo el tiempo se les iba en lecturas sobre las revoluciones para estar al día en los asuntos intelectuales y el espíritu del momento. Si había que avivar un fuego, era suficiente un viejo periódico para hacerlo, y en la medida en que el gobierno se iba debilitando, no pongo en duda que el cuero y el hierro lograron la durabilidad que correspondía, pues en muy corto tiempo no hubo en todo Róterdam un par de fuelles que necesitaran costura o los golpes de un martillo.

      Soportar esa situación no era posible. No tardé en estar pobre como una rata. Como tenía mujer e hijos que alimentar, mis responsabilidades se hicieron intolerables y pasaba hora tras hora meditando sobre la manera más conveniente de acabar con mi vida. Mientras, los acreedores no me dejaban tiempo para la inactividad. Mi casa estaba —textualmente— sitiada de día y de noche. Particularmente, tres de ellos me molestaban de forma muy desagradable, haciendo guardia frente a mi puerta e intimidándome con llevarme a la justicia. Juré que me vengaría de los tres de la forma más espantosa, si tenía la suerte de que cayeran en mis manos algún día, y supongo que solo el placer que me causaba pensar en tal venganza me frenó de llevar a cabo mi plan de suicidio y hacerme volar la tapa de los sesos con una escopeta. Creí que lo mejor era encubrir mi ira y mentirle a los tres acreedores con ofertas y bellas palabras, hasta que un giro del destino me permitiera cumplir mi venganza.

      Un día, después de huir sin ser observado por ellos y hallándome más decaído de lo habitual, pasé mucho tiempo deambulando por calles sombrías, sin objetivo alguno, hasta que el azar me hizo encontrarme con el puesto de un librero. Había una silla propuesta para el uso de los clientes, me senté en ella y, sin saber la razón, abrí el primer libro que estaba al alcance de mi mano. Resultó ser un librillo que abarcaba un corto tratado de astronomía especulativa, escrito por el catedrático Encke, de Berlín, o sería un francés de nombre parecido. Yo tenía algún conocimiento superficial sobre el tema y me fui sumergiendo cada vez más en el contenido del libro. Sin darme cuenta de lo que ocurría a mi alrededor lo leí dos veces. Empezaba a anochecer y dirigí mis pasos hacia mi casa. Pero dicho tratado (junto a un hallazgo de neumática que, con gran secreto, me había informado un primo mío de Nantes recientemente) había causado en mí una indeleble impresión y, a medida que recorría las calles sombrías, en mi memoria daban vueltas las insólitas y a veces enigmáticas especulaciones de su autor.

      Algunos párrafos habían sorprendido mi imaginación de manera extraordinaria. Cuanto más pensaba, más fuerte se hacía el interés que me despertaban. Lo restringido de mi educación en general y particularmente de temas relacionados con la filosofía natural, lejos de hacerme dudar de mi capacidad para entender lo que había leído, o llevarme a desconfiar de las ligeras nociones que había obtenido de mi lectura, sirvió únicamente como un nuevo estímulo a mi imaginación y fui lo bastante superficial, o tal vez lo bastante razonable, para cuestionarme si aquellas toscas ideas, venidas de una mente poco informada, no tendrían en realidad la fortaleza, la veracidad y todas las características propias del instinto o de la intuición.

      Cuando llegué