Эдгар Аллан По

Cuentos completos


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y proyectan hacia el cielo sus largos y pálidos cuellos, mientras inclinan a un lado y otro sus cabezas eternas. Y un rumor indistinto se levanta de ellos, como el correr del agua subterránea. Y se afligen entre sí.

      Pero su reino posee un límite, el límite de la oscura, horrible, majestuosa floresta. Allí, como las olas en las Hébridas, la maleza se agita sin cesar. Pero ningún viento surca el cielo. Y los altos árboles ancestrales oscilan eternamente de un lado a otro con un potente eco. Y de sus altas copas se filtran, gota a gota, rocíos eternos. Y en sus raíces se retuercen, en un convulso sueño, extrañas flores venenosas. Y en lo alto, con un agudo sonido susurrante, las nubes grises se desplazan por siempre hacia el oeste, hasta rodar en cataratas sobre las ígneas paredes del horizonte. Pero ningún viento surca el cielo. Y en las orillas del río Zaire no hay ni calma ni silencio.

      Era de noche y llovía, y al caer era lluvia, pero después de caída se convertía en sangre. Y yo me encontraba en la marisma entre los altos nenúfares, y la lluvia caía en mi cabeza, y los nenúfares se quejaban entre sí en la solemnidad de su aislamiento.

      Y de improviso la luna se levantó a través de la fina niebla sepulcral y su color era carmesí. Y mis ojos descubrieron una enorme roca gris que se alzaba a la orilla del río, iluminada por la luz de la luna. Y la roca era gris, tétrica, y alta; y de color gris. En su faz había caracteres grabados en la piedra, y yo anduve por la marisma de nenúfares hasta aproximarme a la orilla, para leer los caracteres en la piedra. Pero no puede descifrarlos. Y me volvía a la marisma cuando la luna brilló con un rojo más intenso, y al volverme y mirar otra vez hacia la roca y los caracteres percibí que decían: DESOLACIÓN.

      Y miré hacia arriba y en lo alto de la roca había un hombre, y me oculté entre los nenúfares para vigilar lo que hacía aquel hombre. Y el hombre era alto y majestuoso y estaba cubierto desde los hombros a los pies con la toga de la antigua Roma. Y su silueta era indistinta, pero sus facciones eran las facciones de una divinidad, porque el manto de la noche, y la luna, y la niebla, y el rocío, habían dejado al descubierto las facciones de su rostro. Y su frente era alta y pensativa, y sus ojos brillaban de preocupación; y en las escasas arrugas de sus mejillas leí los síntomas de la tristeza, del cansancio, del disgusto de la humanidad, y el deseo de permanecer solo.

      Y el hombre se sentó en la roca, apoyó la cabeza en la mano y contempló la magnitud del desierto. Miró los inquietos matorrales, y los altos árboles primitivos, y más arriba el susurrante cielo, y la luna roja. Y yo me mantuve al abrigo de los nenúfares, vigilando las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad, pero la noche transcurría, y él continuaba inmóvil en la roca.

      Y el hombre distrajo su atención del cielo y dirigió la mirada hacia el melancólico río Zaire y las amarillas, siniestras aguas y las pálidas legiones de nenúfares. Y escuchó los lamentos de los nenúfares y el murmullo que se originaba en ellos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche seguía y él seguía sentado en la roca.

      Entonces maldije los elementos con la maldición del malestar, y una terrible tempestad se congregó en el cielo, donde antes no había viento. Y el cielo se volvió lívido con la violencia de la tempestad, y la lluvia azotó la cabeza del hombre, y las aguas del río se desbordaron, y el río agitado se cubría de espuma, y los nenúfares alzaban clamores, y la floresta se desmoronaba ante el viento, y rodaba el trueno, y caía el rayo, y la roca vacilaba en sus cimientos. Y yo me mantenía escondido y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tiritó en la soledad; pero la noche seguía y él continuaba sentado.

      Entonces me puse furioso y maldije, con la maldición del silencio, el río y los nenúfares y el viento y la floresta y el cielo y el trueno y los suspiros de los nenúfares. Y quedaron malditos y reinó el silencio. Y la luna cesó de trepar hacia el cielo, y el trueno murió, y el rayo no tuvo ya luz, y las nubes permanecieron inmóviles, y las aguas bajaron a su nivel y se estacionaron, y los árboles dejaron de balancearse, y los nenúfares ya no gimieron, y no se oyó más el murmullo que nacía de ellos, ni la mínima sombra de sonido en toda la extensión del desierto ilimitado. Y miré los caracteres de la roca, y habían cambiado; y los caracteres anunciaban: SILENCIO.

      Y mis ojos se posaron sobre el rostro de aquel hombre, y su rostro estaba pálido. Y súbitamente alzó la cabeza, que apoyaba en la mano y, poniéndose de pie en la roca, escuchó. Pero no se percibía ninguna voz en todo el extenso desierto ilimitado, y los caracteres sobre la roca decían: SILENCIO. Y el hombre tembló y, desviando el rostro, huyó a toda velocidad, hasta que dejé de verlo.

      Así pues, existen muy hermosos relatos en los libros de los Magos, en los melancólicos libros de los Magos, encuadernados en hierro. Allí, digo, existen preciosas historias del cielo y de la tierra, y del potente mar, y de los Genios que gobiernan el mar, y la tierra, y el majestuoso cielo. También había mucho conocimiento en las palabras que pronunciaban las Sibilas, y santas, santas cosas fueron escuchadas antaño por las sombrías hojas que temblaban en torno a Dodona. Pero, tan cierto como que Alá existe, digo que la fábula que me contó el Demonio, que se sentaba a mi lado a la sombra de la tumba, es la más pasmosa de todas. Y cuando el Demonio finalizó su historia, se dejó caer en la cavidad de la tumba y rio. Y yo no pude reír con él, y me maldijo porque no lo hacía. Y el lince que eternamente mora en la tumba salió de ella y se tendió a los pies del Demonio, y lo miró sin pestañear a los ojos.

       Bestias demoníacas mencionadas en la Biblia.

      Ligeia

      Y allí se encuentra la voluntad, que no agoniza.

      ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su vigor?

      Pues Dios es una gran voluntad que penetra todas las

      cosas por la naturaleza de su atención. El hombre no se

      rinde a los ángeles ni por entero a la muerte, salvo

      únicamente por la flaqueza de su débil voluntad.

      Joseph Glanvill

      No puedo, por mi alma, recordar ahora cómo, cuándo, ni exactamente dónde fue la primera vez que coincidí con Lady Ligeia. Largos años han pasado desde entonces, y mi memoria es frágil porque ha padecido mucho. O quizá no puedo ahora recordar aquellos extremos porque, realmente, el carácter de mi amada, su peculiar saber, la singular aunque plácida clase de su hermosura, y la enternecedora y dominante elocuencia de su profundo lenguaje musical se han plasmado en mi corazón con paso tan constante y precavidamente progresivo, que ha sido desapercibido y desconocido. Pienso, sin embargo, que la hallé por vez primera, y luego con mayor insistencia, en una vieja y arruinada ciudad cercana al Rin. Seguramente, la he escuchado hablar sobre su familia. No cabe duda que procedía de una fecha muy remota. ¡Ligeia, Ligeia! Sumergido en estudios que debido a su naturaleza se adecúan más que cualesquiera otros a mitigar las impresiones del universo exterior, me fue suficiente este dulce nombre —Ligeia— para revivir ante mis ojos, en mi fantasía, la imagen de la que ya no está más. Y ahora, mientras escribo, ese recuerdo resplandece, sobre mí, que no he conocido nunca el apellido paterno de la que fue mi amiga y mi prometida, que logró ser mi compañera de estudios y finalmente, la esposa de mi corazón. ¿Fue aquello una orden afectuosa por parte de mi Ligeia? ¿O fue un ensayo de la magnitud de mi cariño lo que me condujo a no hacer averiguaciones sobre ese punto? ¿O fue más bien un antojo mío, un entusiasta y romántico obsequio sobre el altar de la más ferviente devoción? Si solo evoco el suceso de un modo confuso, ¿cómo extrañarse de que haya olvidado tan completamente las circunstancias que le principiaron o le acompañaron? Y en realidad, si en algún momento el espíritu que denominan novelesco, si alguna