Эдгар Аллан По

Cuentos completos


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bestias en una

      El hombre camaleopardo

      Chacun a ses vertus.

      Crebillon, Jerjes

      Generalmente, Antíoco Epífanes es considerado igual que Gog, el del profeta Ezequiel. Mas este honor se le puede otorgar con mayor propiedad a Cambises, hijo de Ciro. De igual manera, no es necesario ningún embellecimiento suplementario para el carácter del soberano sirio. Su llegada al trono, o mejor dicho, su despojo de la soberanía en el año ciento setenta y uno antes de Cristo, así como su intento de saquear el templo de Diana en Éfeso, su despiadado antagonismo hacia los judíos, su violación del santo de los santos y, después de un sedicioso reinado durante once años, su miserable muerte en Taba, son hechos definitivamente relevantes y mucho más considerados por los historiadores de su época que las impías, pusilánimes, crueles, idiotas y ridículas acciones que constituyen la totalidad de su vida privada y su notoriedad.

      Imagine usted, simpático lector, que nos encontramos en el año tres mil ochocientos treinta del mundo, e imaginemos por un instante que estamos en la importante ciudad de Antioquía en la más horrenda de las moradas humanas. Por cierto, en Siria y en otros países había dieciséis ciudades en total con este nombre, aparte de aquella a la que estoy aludiendo. La nuestra es la que llevaba el nombre de Antioquía Epidafne motivado a su cercanía con el pueblo de Dafne, donde se encontraba un templo en honor a dicha divinidad. Aunque el tema es muy discutido, la ciudad fue construida en recuerdo de su padre Antíoco por Seleuco Nicanor, primer rey del país después de Alejandro Magno, y esta no tardó en transformarse en la capital de los monarcas sirios. En los prósperos tiempos del imperio romano, Antioquía era el lugar de residencia habitual del prefecto de las provincias orientales e infinidad de emperadores de la ciudad reina —entre quienes cabe recordar, especialmente, a Veras y a Valente— transitaron aquí la mayor parte de su tiempo. Sin embargo, debo advertir que ya estamos en la ciudad. Escalemos esa muralla, a fin de observar Antioquía y los territorios que la rodean.

      —¿Qué río tan amplio y veloz es ese que se abre camino entre incontables saltos y en medio de una revuelta multitud de montañas y una, no menos confusa, multitud de edificios?

      —Es el Orontes. Sus aguas son las únicas que pueden observarse, aparte de las del Mediterráneo, y que se extienden como un gran espejo a unas doce millas al sur. Todo el mundo ha observado el mar Mediterráneo, pero déjeme decirle que muy pocos han podido alcanzar un indicio de Antioquía. Cuando digo que son pocos, me refiero a personas como usted y como yo, que tenemos las ventajas de una educación moderna al mismo tiempo. Así que deje de observar el mar y preste toda su atención al conjunto de edificios que se despliega debajo de nosotros. No olvide que estamos en el año tres mil ochocientos treinta del mundo. Si fuera más adelante —por ejemplo, si estuviéramos en el año mil ochocientos cuarenta y cinco de Nuestro Señor—, no podríamos observar tan magnífico espectáculo. Antioquia, en el siglo diecinueve es —o mejor dicho, será— un terrible montón de escombros. Para ese momento quedará destruida, en tres momentos diferentes, por tres terremotos sucesivos, y se debe señalar que lo poco que subsista de ella quedará en un estado tan arruinado y empobrecido que el patriarca trasladará su morada hacia Damasco. ¡Perfecto! Ya veo que usted aprovecha mi recomendación y se dedica a examinar los lugares,

      satisfaciendo sus ojos

      con las memorias y los famosos monumentos

      que le dan tanto renombre a esta ciudad.

      ¡Oh, discúlpeme! me olvide de que Shakespeare no surgirá hasta dentro de mil setecientos cincuenta años. Pero veamos: ¿no justifica usted que la apariencia de Epidafne la considere como grotesca?

      —Es una ciudad muy bien fortificada, y este aspecto es debido tanto a la naturaleza como al arte.

      —Es verdad.

      —Posee una maravillosa cantidad de esplendorosos palacios.

      —Así es.

      —Y sus abundantes templos, tan ostentosos como magníficos, pueden compararse con aquellos más exaltados en la antigüedad.

      —Tiene razón. Pero también existen innumerables cabañas de barro y aborrecibles barracas. No podemos dejar de observar la cantidad de suciedades lanzadas en las calles y en el arroyo, y si no fuera por las permanentes humaredas de incienso de los idólatras no cabe duda de que la fetidez sería insoportable. ¿Alguna vez vio usted callejuelas tan ahogadamente angostas o edificios tan asombrosamente altos? ¡Qué tipo de penumbra lanzan sus sombras sobre la tierra! Afortunadamente, las temblorosas lámparas de aquellas columnas se mantienen prendidas durante el día, porque de otro modo, presenciaríamos las tinieblas de Egipto en la época de su desolación.

      —¡Sí, es en efecto un insólito lugar! ¿Qué significado posee aquel particular edificio? ¡Véalo! Se levanta sobre todos los otros y se encuentra al este de lo que supongo es el palacio real.

      —Ese es el nuevo templo del Sol, a quien se rinde culto bajo el nombre de Elah Gabalah, en Siria. Luego, un emperador romano muy notorio establecerá su culto en Roma y tomará de él su propio nombre: Heliogábalo. Creo que a usted le agradaría dar un vistazo al dios del templo. No es necesario mirar hacia el cielo: el Sol no está allí, digamos el Sol que adoran los sirios. El dios reposa dentro de aquel edificio. Se lo adora bajo la forma de una gran columna de piedra finalizada en un cono o pirámide que representa el Fuego.

      —¡Oiga! ¡Observe! ¿Quiénes pueden ser esos grotescos seres semidesnudos, con el rostro embadurnado, que vociferan y gesticulan dirigiéndose al populacho?

      —Algunos pocos son saltimbanquis y otros son de la clase de los filósofos. Pero la gran mayoría —justo esos que están golpeando a la multitud— son los mayores cortesanos del palacio, que están llevando a cabo, como es su obligación, alguna despreciable extravagancia establecida por el rey.

      —Pero, ¿qué es eso? ¡Rayos, la ciudad está inundada de bestias salvajes! ¡Qué espantoso pasatiempo … qué arriesgada particularidad!

      —Si usted quiere, sí, parece terrible, pero no es para nada peligrosa. Si observa con atención, notará que cada uno de esos animales sigue dócilmente a su amo. Algunos van con una soga al cuello, pero son aquellas especies más menudas o tímidas. El león, el tigre y el leopardo se mueven con total libertad. Han sido entrenados para sus actuales labores y sirven a sus respectivos amos como valets de chambre. Claro, a veces la naturaleza reclama sus quebrantadas leyes, pero, que un guerrero sea engullido, o que un toro sagrado sea encontrado muerto, son cosas demasiado banales para generar sensación en Epidafne.

      —¿Y qué es ese sorprendente tumulto que se escucha? ¡Un aterrador ruido, incluso para Antioquía! Debe estar ocurriendo algo fuera de lo común.

      —Así es. El rey ha preparado un nuevo espectáculo: una muestra de gladiadores en el hipódromo, tal vez una matanza de prisioneros escitas, la quema de su propio palacio, el derribo de algún hermoso templo… o tal vez una hoguera nutrida por algunos judíos. El rumor está aumentando. Los gritos y las risotadas están llegando a los cielos. El aire vibra con la estridencia de los instrumentos de viento y el espantoso ruego de un millón de gargantas. ¡Bajemos, en honor a la diversión y veamos qué pasa! ¡Cuidado… por allí…! Ahora nos encontramos en la calle principal, llamada calle de Timarco. Un tumulto de personas se acerca y nos será difícil ir contra la corriente. La muchedumbre se dispersa por la calle de Heráclides, que comienza exactamente en el palacio… Por lo que hemos de suponer que el rey está entre los alborotadores. ¡Así es, ya escucho los gritos de los mensajeros, anunciando su llegada con la ostentosa palabrería del Oriente! Podremos dar un vistazo a su persona cuando transite frente al templo de Ashimah. Vamos a protegernos en la entrada del santuario que no demorará en llegar. Mientras, miremos esta imagen. ¡Oh, el dios Ashimah en persona! Usted puede ver que no es ni un cordero, ni un chivo, ni un sátiro, tampoco se parece al dios Pan de los árcades. No obstante, todas estas imágenes han sido asignadas… ¡oh, disculpe usted: serán asignadas al Ashimah de los sirios por los sabios del futuro próximo. Póngase los lentes y dígame qué ve. ¿Qué es?

      —¡Dios