Эдгар Аллан По

Cuentos completos


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de la gran sala del palacio cerca de las consultas. MDCXLVII.

       "Yo tenía el original de Monsieur D'Avisson, médico de los mejores, muy versado en el actual conocimiento de las Bellas letras y especialmente de la Filosofía natural. Tengo esta obligación sobre los otros, no solo por haber puesto en mis manos este libro en inglés, sino también, el manuscrito del señor Thomas D'Anan, un caballero escocés, muy recomendable por la calidad de su versión, de la cual admito que “han dibujado el plan de la mina”.

      El Rey Peste

      Los dioses soportan y les permiten a los reyes

      las cosas que aborrecen en los caminos sin vergüenzas.

      Ferrex y Parrex, Buckhurst

      Una noche cualquiera del mes de octubre, cerca de la medianoche y bajo el reino caballeresco de Eduardo III, dos marineros que pertenecían a la tripulación del Free-and-Easy, fragata de comercio que hacía su ruta entre l’Ecluse (Bélgica) y el Támesis, y que casualmente estaba anclado en este río, estaban sorprendidos de hallarse sentados en el salón de una taberna de la parroquia de San Andrés, en Londres, taberna cuyo estandarte mostraba el nombre del “Alegre lobo de mar”.

      El salón, aunque estaba mal construido, con el techo bajo, oscurecido por el humo y, además, parecido a todos los tugurios de aquella época, era no obstante, en opinión de los extravagantes grupos de beodos desperdigados aquí y allá, lo bastante apropiado para la labor al cual estaba destinado. De todos aquellos grupos, creo que nuestros dos marineros constituían el más interesante e inclusive el más trascendente. Quien parecía ser el de mayor edad, y al que su compañero llamaba con el particular nombre de Legs, era también, y marcadamente, el más alto de los dos. Fácilmente podía medir dos metros de alto y la reiterada inclinación de sus hombros parecía el resultado forzado de una estatura tan alta. Su exceso de altura era compensado, no obstante, por ciertas carencias en otros aspectos. Era sobradamente flaco y hubiera podido, tal como señalaban sus compañeros, sustituir la driza de la cabeza del mástil cuando estaba borracho y el botalón del foque cuando estaba sobrio.

      Pero está claro que estas bromas y otras similares nunca produjeron efecto alguno sobre los rígidos músculos del lobo de mar. Con sus marcados pómulos, su gran nariz de halcón, el huidizo mentón, su deprimida mandíbula inferior y sus protuberantes y grandes ojos, la expresión de su semblante, aunque matizada de una cierta obstinada indiferencia hacia todas las cosas, no era menos solemne y seria, y estaba muy alejada de toda imitación y cualquier descripción.

      Por otro lado, el marinero más joven en toda su apariencia era extranjero y todo lo contrario de su compañero. Un par de piernas torcidas y gordas sostenían su figura pesada y achaparrada, y sus brazos especialmente cortos y gruesos finalizaban en unos puños poco comunes, y colgaban y se balanceaban a sus lados como las aletas de una tortuga de mar. Sus ojos pequeños, de un color indefinido, brillaban, muy hundidos, en su rostro. La nariz estaba clavada en la masa de carne que cercaba su cara redonda, llena y enrojecida, y su grueso labio superior se apoyaba cómodamente sobre el inferior que era más grueso, con ínfulas de satisfacción personal la cual se veía aumentada por el hábito que tenía el dueño de esos labios de ir lamiéndoselos de tanto en tanto. Era evidente que observaba a su compañero de a bordo con un sentimiento mitad de admiración, mitad de burla y, en ocasiones cuando lo contemplaba a la cara, tenía el semblante del sol enrojecido, visto antes de ocultarse en la cima de los peñascos de Ben-Nevis.

      Por otro lado, durante tempranas horas de la noche, el peregrinaje de tan meritoria pareja por las diferentes tabernas de la zona había sido muy variado y había estado colmado de sucesos. Pero los recursos, incluso los más abundantes, no son infinitos y fue con los bolsillos vacíos que nuestros dos marineros llegaron a la taberna en cuestión.

      En el riguroso instante en que comienza este cuento, Legs y su compañero Hugh Tarpaulin estaban sentados en mitad de la sala, con los codos reclinados en la amplia mesa de roble y con las mejillas entre las manos. Acompañados por una gran botella sin pagar de humming-stuff observaban de reojo las siniestras palabras: “No hay tiza” —que no sin sorpresa ni enfado por parte de ambos estaban escritas sobre la puerta con grafías de tiza— esa irreflexiva tiza que se atrevía a declararse ausente. Y es que la capacidad de interpretar los caracteres escritos —facultad considerada entre la gente sencilla de aquellos tiempos como algo menos mágica que la capacidad de trazarlos—, en estricta justicia, no se habría podido atribuir a los dos discípulos del mar.

      Pero, a decir la verdad, había una cierta curvatura en el aire de las letras —y no sé qué indescriptible rasgo en el conjunto total de ellas— que anunciaba, en la opinión de ambos marinos, una espantosa sacudida y un horrible tiempo, y que los hizo decidir repentinamente, considerando el metafórico lenguaje de Legs, revisar las bombas de achique, comprimir todo el trapo y escapar delante del viento. Por lo que habiendo ingerido lo que quedaba de cerveza en la botella, agarrados fuertemente a sus cortas franelillas, tomaron impulso y salieron hacia la calle. Lo cierto es que Tarpaulin entró dos veces en la chimenea, creyendo que era la puerta, pero al fin efectuó su fuga felizmente y, media hora más tarde de la medianoche, nuestros dos héroes habían balanceado su paso y caminaban haciendo eses muy precisas a lo largo de un callejón oscuro en dirección a la escalera de San Andrés y eran apasionadamente perseguidos por la tabernera del “Alegre lobo de mar”.

      Cantidad de años antes de que ocurriera esta historia, igual que muchos años después de que ocurrió, toda Inglaterra, pero especialmente la capital, temblaba periódicamente ante el aciago grito de ¡la peste! Gran parte de la ciudad se hallaba despoblada y en los espantosos barrios cercanos al río Támesis, entre los oscuros, delgados y asquerosos callejones y pasajes que el demonio de la peste había seleccionado, y que para entonces se decía que era el lugar de su nacimiento, solo se podía encontrar, presumiendo, el miedo, el sobresalto y la superstición.

      Por mandato del Rey, esos barrios estaban condenados para cualquier persona y so pena de muerte estaba prohibido penetrar en sus horrendas soledades. No obstante, ni la orden del monarca, ni las enormes murallas levantadas en la entrada de las calles, y tampoco la idea de aquella espantosa muerte, que era seguro que se tragaba al mezquino al que ningún peligro lograba apartar de la vida, impedía que las moradas sin muebles y sin habitantes fueran despojadas del hierro, del cobre, de los plomos y, finalmente, de cualquier objeto que pudiera convertirse en elemento de lucro en manos de la rapiña nocturna.

      Particularmente, se logró comprobar en cada invierno, con la apertura anual de las barreras, que las cerraduras, los cerrojos y los sótanos secretos no habían protegido más que a medias aquellas grandes provisiones de vinos y licores que muchos de los comerciantes, que tenían negocios en la vecindad, advertidos los riesgos, se habían resignado a depositar bajo tan pobre garantía durante el tiempo de exilio.

      Mas, entre el horrorizado pueblo, muy pocas personas imputaban aquellos hechos a la acción de manos humanas. Para las clases populares los verdaderos causantes de tal desgracia eran los fantasmas y los duendes de la peste o los demonios de la fiebre. Y permanentemente se narraban historias para helar la sangre en las venas que, con el tiempo, fue rodeando toda aquella masa de inmuebles condenados por el terror igual que un sudario. Incluso, el mismo ladrón, con frecuencia espantado por el horror supersticioso que sus propias fantasías había creado, abandonaba el gran circuito del barrio maldito. Lo abandonaba a las sombras, al mutismo, a la peste y a la muerte.

      Justo cruzando una de esas aterradoras barreras que ya he mencionado y las cuales indicaban que la localidad situada más allá estaba condenada, fue donde Legs y el digno Hugh Tarpaulin —que se encontraron frente a ella saliendo de un callejón— tuvieron que interrumpir su carrera de repente. No era una situación de regresar sobre sus pasos y tampoco tenían tiempo que perder, pues los estaban persiguiendo y les iban pisando los talones. Para dos marineros de pura sangre, saltar el complejo andamiaje no era más que un juego de niños y, exacerbados por la reforzada excitación de la carrera y del alcohol, saltaron atrevidamente al otro lado y, así, retomaron su ebria huida con alaridos y gritos, y pronto se perdieron en aquellas enmarañadas y enfermas profundidades.

      Si no hubiesen estado embriagados