Эдгар Аллан По

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compañeros y, como estaba apoyado contra su tarima e inclinado de acuerdo a un ángulo de cuarenta y cinco grados, sus dos grandes ojos, aún en su cabeza, giraban y dirigían hacia el techo sus aterradores globos blancuzcos, como totalmente asombrados de su gran tamaño.

      Delante de cada invitado se hallaba medio cráneo, el cual servía, a los efectos, de copa. Sobre sus cabezas colgaba un esqueleto humano, mediante una cuerda atada a una de sus piernas y sostenida por una argolla al techo. La otra pierna, que no estaba atada, colgaba del cuerpo en ángulo recto, haciendo bailar y retozar a toda la carcasa trémula cada vez que el viento soplaba y se abría paso en la sala. El cráneo de aquella horrible cosa colgante tenía dentro de sí cierta cantidad de carbón encendido que lanzaba sobre toda la sala un brillo indeterminado pero vivo, iluminando los ataúdes y todo el equipo del empresario de pompas fúnebres que se veía en la habitación amontonado, a gran altura, contra las ventanas e imposibilitando que ningún rayo de luz pudiera salir hacia la calle.

      Frente a esta extraordinaria reunión y a su decorado aún más extraordinario, nuestros dos marineros no se comportaron con toda la discreción que se hubiera podido esperar de ambos. Legs, recostándose contra la pared cercana donde se encontraba, abrió su boca y dejó caer su mandíbula inferior mucho más abajo de lo que solía hacer y abrió sus grandes ojos ante el panorama que a ellos se ofrecía, mientras, Hugh Tarpaulin, se inclinó un poco para colocar su nariz al nivel de la mesa y, apoyando sus manos sobre las rodillas, estalló en una risa desenfrenada e inesperada, o sea, en un prolongado, escandaloso y ensordecedor rugido.

      Mientras, sin sentirse ofendido frente a un comportamiento tan prodigiosamente grosero, el gran presidente le sonrió con mucha gracia a nuestros intrusos —les hizo una seña colmada de decencia con su cabeza de plumas negras— e incorporándose, tomó por un brazo a cada uno de ellos y los llevó hacia un asiento que las otras personas de la reunión acababan de preparar para ellos. Legs no opuso la menor resistencia y se sentó en el sitio que le señalaban mientras que el galante Hugh, quitando su caballete del lado de la mesa, fue a sentarse con gran alegría al lado de la damisela tísica y, llenando un cráneo de vino tinto lo engulló en honor de una reciprocidad más íntima. Pero, ante semejante presunción, el rígido caballero del ataúd parecía particularmente molesto y aquello hubiese podido traer las más serias consecuencias si, en aquel instante, el presidente no hubiese golpeado con su cetro sobre la mesa para llamar la atención de todos los asistentes ante el siguiente alegato:

      —En esta feliz ocasión que se nos ofrece, se convierte en nuestro deber...

      —¡Deténgase! —lo interrumpió Legs con ínfulas de gran seriedad—, deténgase allí, le digo, y primero díganos quién es usted y qué hacen aquí, vestidos como horrorosos demonios y tragándose el retuercetripas de nuestro modesto compañero Will Wimble el enterrador y todas las provisiones que él tenía reservadas para el invierno.

      Frente a esta inexcusable muestra de mala educación, todo el extraño grupo se levantó medianamente sobre sus pies y comenzó a dar un montón de gritos endemoniados, similares a los primeros que habían llamado la atención de los dos marineros. No obstante, el presidente fue el primero en recobrar su sangre fría y, posteriormente, girándose con gran dignidad hacia Legs, retomó su discurso:

      —Con absoluto beneplácito calmaremos la razonable curiosidad por parte de estos ilustres huéspedes, aunque ellos no hayan sido invitados. Sepan pues, que yo soy el soberano de este imperio y que gobierno aquí, sin perjuicio alguno, con el título de Rey Peste I. Esta morada que, muy irrespetuosamente, ustedes imaginan que es la tienda de Will Wimble, el empresario de pompas fúnebres, un personaje al que no conocemos y cuyo nombre plebeyo no había escuchado jamás antes de esta noche, despojado de nuestras reales orejas, esta sala les digo, es la sala del trono de nuestro palacio, dedicada a los consejos de nuestro reino y a otras ocupaciones de un orden sagrado y superior.

      »La noble dama sentada frente a nosotros es la Reina Peste, mi serenísima esposa. Los otros ilustres personajes que ustedes observan son nuestra familia y llevan la marca del origen real en sus respectivos nombres: Su gracia el archiduque Pest-Ifero, su gracia el duque Pest-Ilencia, su gracia el duque Tem-Pestuoso y su alteza la serenísima, la archiduquesa Ana-Peste.

      »En lo que se refiere —siguió— a su pregunta relativa a los temas que tratamos aquí en consejo, sería una tontería contestarles que dichos temas solo interesan a nuestro interés real y privado y, así pues, interesándonos a nosotros mismos, no tienen en absoluto importancia para ustedes. Pero, en consideración al trato que ustedes podrían demandar en su calidad de invitados y de extranjeros, no dejaremos de informarles que estamos aquí esta noche —preparados por profundas búsquedas y cuidadosas investigaciones— para estudiar, evaluar y establecer urgentemente el espíritu impreciso, las enigmáticas cualidades y la naturaleza de estos incalculables tesoros de la boca: vinos, cervezas y licores de esta excelente ciudad, para de este modo, no solo lograr nuestro objetivo sino para amplificar también la auténtica prosperidad de este rey que no es de este mundo y que reina sobre todos nosotros, cuyos poderíos no tienen límites y cuyo nombre es ¡la Muerte!

      —¡Cuyo nombre es Davy Jones! —profirió Tarpaulin ofreciendo a la dama sentada a su lado un cráneo lleno de licor y llenando otro para él.

      —¡Depravado granuja! —respondió el presidente dirigiendo su atención hacia el sincero Hugh—, ¡licencioso y aborrecible guasón! Nosotros hemos señalado que en vista de esos derechos que nunca nos sentimos deseosos de violar, incluso con tu obscena persona, aceptamos contestar tus groseras e inoportunas preguntas. No obstante, pensamos que, en vista de su blasfema intromisión en nuestro consejo, es nuestro deber condenarlos, a ti y a tu compañero, a un galón de black-strap cada uno —que beberéis por la prosperidad de nuestro reino— de un solo trago y de rodillas, tras lo cual ambos serán libres, para seguir con su camino o de quedarse con nosotros y participar de las prerrogativas de nuestra mesa, según sea su respectivo gusto personal.

      —Semejante cosa es de la más absoluta imposibilidad —rebatió Legs, a quien los grandes aires y la dignidad del rey Peste I habían generado algunos sentimientos de respeto, y que se había puesto de pie y apoyado en la mesa, mientras hablaba el rey—, pues, si le agradó a su Majestad, no veo cómo sería posible meter en mi cala ni una cuarta parte de ese licor que acaba de mencionar su majestad. No voy a mencionarle todas las mercancías que hemos cargado en nuestro barco, a modo de lastre desde esta mañana, ni tampoco le señalaré los variados licores que hemos embarcado en diferentes puertos, pero si señalaré que, por ahora, tengo un inmenso cargamento de humming-stuff, tomado y correctamente pagado en la taberna del Alegre lobo de mar. Su majestad querrá, pues, ser lo bastante gentil para tomar de buena manera este hecho, porque yo no deseo beber ni una gota más de forma alguna, y menos todavía, ni una gota de esa agua sucia de sentina que manifiesta el nombre de black-strap.

      —¡Amarra eso! —interrumpió Tarpaulin, tan impresionado por lo largo del discurso de su compañero como por la naturaleza de su negativa—. ¡Amarra eso, marinero de agua dulce! ¡Te lo digo yo, muy rápido habrás soltado el mango, Legs! Mi quilla aún es ligera, mientras que la tuya, manifiesto que me parece un poco escorada. Y, con relación a tu parte de carga, pues antes de restarle ni un solo grano, yo encontraré un lugar a bordo para ella, pero...

      —Ese arreglo —lo cortó el presidente— está en total desacuerdo con los términos de la sentencia o condena, ya que su carácter es médico y por lo tanto invariable y sin reclamación. Las condiciones que hemos expuesto aquí serán ejecutadas al pie de la letra y sin un minuto de titubeo, pues de lo contrario nosotros decretaremos que sean atados juntos por el cuello y los talones, y sean apropiadamente ahogados como rebeldes en la barrica de cerveza del Oktoberfest que están viendo allí.

      —¡Qué dictamen! ¡Menudo veredicto! ¡Equitativa, juiciosa sentencia! ¡Un decreto ilustre! ¡Una muy digna, intachable y muy venerable condena! —dijeron todos los integrantes de la familia Peste al mismo tiempo. El rey hizo arrugar su frente con innumerables arrugas, el hombrecito gotoso sopló como un fuelle, la dama de la mortaja de lino hizo balancear su nariz de derecha a izquierda, el caballero del calzón hizo convulsionar sus orejas, la dama del sudario abrió las fauces como un pez agónico, y el hombre del ataúd de caoba se