Эдгар Аллан По

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que no quiero promocionar, en los meses de verano del año 18... Fue en ese lugar donde me gané su aprecio y donde, con un cierto grado de dificultad, logré una comprensión parcial sobre la estructura de su mente. Posteriormente, ese conocimiento se hizo más agudo, a medida que progresaba la amistad que le dio inicio. Y cuando volvimos a encontramos en G...n después de tres años sin vernos, yo, ya sabía todo lo necesario acerca de la personalidad del barón Ritzner Von Jung.

      Recuerdo los murmullos de curiosidad que despertó su llegada al recinto universitario la noche del veinticinco de junio. Así mismo recuerdo con claridad que, aunque todos lo calificaron a primera vista de “el hombre más importante del mundo”, nadie emitió fundamentos para tal opinión. Era tan indiscutible que se trataba de una persona singular, que lucía como una impertinencia preguntar en qué se basaba esa singularidad. Pero poniendo este tema a un lado por el momento, me limitaré a señalar que, desde el primer instante en que puso un pie dentro del área universitaria, comenzó a tener sobre las costumbres, acciones, personas, capitales y preferencias de la comunidad entera, una influencia tan marcada como autoritaria, y del mismo modo tan imprecisa como misteriosa. Así, el corto tiempo de su estancia en la universidad determinó una era en sus anales, llamada por todos aquellos que formaron parte de ella la sorprendente época de “la dominación del barón Ritzner Von Jung”.

      Cuando llegó a G...n, Von Jung fue a buscarme a mi habitación. Tenía una edad difícil de definir y con ello quiero decir que no era posible calcular su edad juzgando solo los rasgos de su aspecto físico. Bien podía parecer que tuviera quince o cincuenta, pero la verdad es que tenía veintiún años y siete meses. No era un hombre apuesto de ninguna manera, sino más bien todo lo contrario. La forma de su cara era algo angular y severa. Tenía una hermosa frente alta, la nariz achatada y grandes ojos, vidriosos y poco expresivos. En cambio su boca tenía más que mostrar, sus labios eran ligeramente abultados y solía llevarlos cerrados de forma tal, que era imposible pensar siquiera, en la más compleja combinación de rasgos que comunicaran una idea de compromiso, moderación y reposo de forma tan absoluta y definitiva.

      Por lo que ya he mencionado, podrá observarse que el barón era sin duda una de esas rarezas humanas que se encuentran muy de vez en cuando, y que convierten la ciencia de la mistificación en el estudio y el quehacer de su vida. Un rasgo especial de su cerebro le otorgaba facultades instintivas para esta ciencia, al tiempo que su apariencia física le daba grandes facilidades para ponerla en práctica. Creo con fervor que, durante esa memorable época a la que tan insólitamente se definió como “la dominación del barón Ritzner Von Jung”, ningún estudiante de G...n logró descubrir el misterio que afectaba su carácter. Tengo la certeza de que nadie en la universidad, aparte de mí, nunca lo creyó capaz de hacer una broma, aunque fuera un simple chiste verbal y mucho menos una broma pesada. Antes habrían calumniado al viejo bull-dog del jardín, al espíritu de Heráclito o al postizo del emérito profesor de teología. Y esto, a pesar de que era evidente que los más insignes e inexcusables engaños, genialidades y burlas eran llevadas a cabo, si no personalmente por él, al menos por su intermediación o complicidad. La belleza de su mistificado arte, si puede llamarse así, radicaba en su gran habilidad (producto de un saber casi instintivo de la naturaleza humana y también de su sorprendente aplomo) a través de la cual siempre daba a entender que las bromas que organizaba se llevaban a cabo a pesar de los esfuerzos que él hacía por evitarlas y por conservar la seriedad y el orden de la universidad. La honda, penetrante y angustiosa mortificación que el fracaso de sus arduos esfuerzos trazaba en todas sus facciones no dejaba la mínima duda sobre su sinceridad en el ánimo hasta de los alumnos más desconfiados. No es menos digna de señalar la astucia con que se las inventaba para trasponer el sentido de lo burlesco del creador a lo creado o de su propia persona a los absurdos que ocasionaba. Antes de este incidente, yo nunca había visto que un bromista esquivara las consecuencias naturales de sus intrigas, es decir, que lo ridículo superara a su propia persona. Cubierto continuamente de una atmosfera de caprichos, mi amigo parecía existir solo para las más estrictas normas de la sociedad, y ni siquiera los habitantes de su propia casa pensaron jamás en asociar la memoria del barón Ritzner Von Jung con otras imágenes que no fueran las del rigor y la majestuosidad.

      Durante el tiempo de su estancia en G...n, siempre daba la impresión de que el espíritu del dolce far niente subsistía como un íncubo sobre la universidad. No se hacía otra cosa que dedicarse a la comida, la bebida y a la juerga. Los apartamentos de los estudiantes se habían convertido en igual número de bares y ninguno de ellos eran tan célebres ni tan frecuentados como el del barón. Allí nuestros jolgorios fueron muchos, muy escandalosos y muy prolongados, además, colmados de incidentes.

      En una ocasión, habíamos prolongado la reunión casi hasta el amanecer, y se había bebido una exagerada cantidad de alcohol. Los asistentes eran siete u ocho, además del barón y yo, y la mayoría eran jóvenes de fortuna y aristócratas, orgullosos de su estirpe e inclinados hacia un desmedido sentido de la dignidad. Todos ellos manifestaban las ideas más ultragermánicas acerca del duelo. Estas ideas románticas habían tomado un nuevo impulso con algunas publicaciones aparecidas recientemente en París, igualmente, por tres o cuatro episodios con fatales resultado que habían sucedido en G...n. Por esta razón, durante casi toda la noche, la conversación se centró, desenfrenadamente, en el fascinante tema del momento. El barón, que había permanecido particularmente silencioso y abstraído durante la primera parte de la velada, finalmente despertó de su inercia, participó en la conversación y se explayó sobre los beneficios —y particularmente en las bellezas— del código de etiqueta del duelo caballeresco con tal fervor y elocuencia, y con un arrebato tan grande, que provocó el más caluroso entusiasmo en sus oyentes y hasta en mí mismo, que estaba al tanto de que en realidad él ridiculizaba aquellas cosas que en ese momento defendía, y también de todo el desprecio que él sentía por toda la fanfaronade que el duelo merece.

      Observando alrededor, en una de las interrupciones del discurso del barón (sobre el cual el lector podrá hacerse una ligera idea si digo que se asemejaba al estilo fervoroso, fastidioso y sin embargo musical de la alocución monástica de Coleridge), pude ver en el rostro de uno de los presentes señales de algo más que un estricto interés general. Este caballero, a quien llamaré Hermann, era curioso en todo sentido, salvo tal vez en el hecho de que era un verdadero tonto. No obstante, en un determinado grupo de la universidad se había formado la fama de ser un agudo pensador metafísico, y de poseer, creo, alguna capacidad para la lógica. Igualmente, había ganado un gran renombre como duelista, incluso en G…n. No logro recordar con exactitud el número de víctimas que murieron en sus manos, pero eran muchas. Era, sin lugar a dudas, un hombre valiente. Pero su mayor orgullo se fundaba en su profundo conocimiento de la etiqueta del duelo y en su pulcritud de su sentido del honor. Estas consideraciones constituyeron una tendencia en él que mantuvo hasta la muerte. Al barón —que siempre estaba a la caza de lo caricaturesco— esas creencias ya le habían dado motivo para sus bromas desde hacía tiempo. Yo no lo sabía. Pero en este caso, particularmente, pude darme cuenta de que mi amigo estaba tramando algo y que el destinatario era Hermann.

      A medida que el barón avanzaba con su discurso —mejor cabe decir, con su monólogo—, observé que la emoción de Hermann iba creciendo. Al final, este tomó la palabra, refutó un punto sobre el cual Ritzner insistía y explicó detalladamente sus razones. El barón también le respondió con todo detalle, manteniendo su tono de desmedido entusiasmo y finalizando con un sarcasmo y una ironía que a mi parecer fueron de muy mal gusto. La inclinación de Hermann salió a la luz con toda su fuerza, cosa que pude observar en el estudiado caos que le dio por respuesta. Recuerdo con claridad sus últimas palabras:

      —Permítame decirle, barón Von Jung, que sus juicios, si bien en términos generales son ciertos, en muchos aspectos son un descrédito para usted y para la universidad de la que forma parte. Algunos aspectos ni siquiera valen una discusión seria. Incluso, me atrevería a señalar que, si no fuera porque no deseo ofenderlo (aquí sonrió con amabilidad), haría notar que sus opiniones no son las que caben esperarse de un caballero.

      Cuando Hermann terminó esta oscura frase, todas las miradas se posaron en el barón. Inicialmente, se puso muy pálido y después muy sonrojado. Luego, dejó caer su pañuelo y cuando se agachó para tomarlo pude ver en su rostro una expresión que ninguno de los