látigo para perros que colgaba de una esquina de la cama. Su extremo estaba atado formando un lazo corredizo.
—¿Qué le sugiere a usted esto, Watson?
—Es un látigo común y corriente. Aunque no sé por qué tiene este nudo.
—Eso no es tan corriente, ¿eh? ¡Ay, Watson! Vivimos en un mundo malvado, y cuando un hombre inteligente dedica su talento al crimen, se vuelve aún peor. Creo que ya he visto suficiente, señorita Stoner, y, con su permiso, daremos un paseo por el jardín.
Jamás había visto a mi amigo con un rostro tan sombrío y un ceño tan fruncido como cuando nos retiramos del escenario de la investigación. Habíamos recorrido el jardín varias veces de arriba abajo, sin que ni la señorita Stoner ni yo nos atreviéramos a interrumpir el curso de sus pensamientos, cuando al fin Holmes salió de su ensimismamiento.
—Es absolutamente esencial, señorita Stoner —dijo—, que siga usted mis instrucciones al pie de la letra en todos los aspectos.
—Le aseguro que así lo haré.
—La situación es demasiado grave como para andarse con vacilaciones. Su vida depende de que haga lo que le digo.
—Vuelvo a decirle que estoy en sus manos.
—Para empezar, mi amigo y yo tendremos que pasar la noche en su habitación.
Tanto la señorita Stoner como yo le miramos asombrados.
—Sí, es preciso. Deje que le explique. Aquello de allá creo que es la posada del pueblo, ¿no?
—Sí, el Crown.
—Muy bien. ¿Se verán desde allí sus ventanas?
—Desde luego.
—En cuanto regrese su padrastro, usted se retirará a su habitación, alegando un dolor de cabeza. Y cuando oiga que él también se retira a la suya, tiene usted que abrir la ventana, alzar el cierre, colocar un candil que nos sirva de señal y, a continuación, trasladarse con todo lo que vaya a necesitar a la habitación que ocupaba antes. Estoy seguro de que, a pesar de las reparaciones, podrá arreglárselas para pasar allí una noche.
—Oh, sí, sin problemas.
—El resto, déjelo en nuestras manos.
—Pero ¿qué van a hacer ustedes?
—Vamos a pasar la noche en su habitación e investigar la causa de ese sonido que la ha estado molestando.
—Me parece, señor Holmes, que ya ha llegado usted a una conclusión —dijo la señorita Stoner, posando su mano sobre el brazo de mi compañero.
—Es posible.
—Entonces, por compasión, dígame qué ocasionó la muerte de mi hermana.
—Prefiero tener pruebas más terminantes antes de hablar.
—Al menos, podrá decirme si mi opinión es acertada, y murió de un susto.
—No, no lo creo. Creo que es probable que existiera una causa más tangible. Y ahora, señorita Stoner, tenemos que dejarla, porque si regresara el doctor Roylott y nos viera, nuestro viaje habría sido en vano. Adiós, y sea valiente, porque si hace lo que le he dicho puede estar segura de que no tardaremos en librarla de los peligros que la amenazan.
Sherlock Holmes y yo no tuvimos dificultades para alquilar una alcoba con sala de estar en el Crown. Las habitaciones se encontraban en la planta superior, y desde nuestra ventana gozábamos de una espléndida vista de la entrada a la avenida y del ala deshabitada de la mansión de Stoke Moran. Al atardecer vimos pasar en un coche al doctor Grimesby Roylott, con su gigantesca figura sobresaliendo junto a la menuda figurilla del muchacho que guiaba el coche. El cochero tuvo alguna dificultad para abrir las pesadas puertas de hierro, y pudimos oír el áspero rugido del doctor y ver la furia con que agitaba los puños cerrados, amenazándolo. El vehículo siguió adelante y, pocos minutos más tarde, vimos una luz que brillaba de pronto entre los árboles, indicando que se había encendido una lámpara en uno de los salones.
—¿Sabe usted, Watson? —dijo Holmes mientras permanecíamos sentados en la oscuridad—. Siento ciertos escrúpulos de llevarle conmigo esta noche. Hay, indudablemente, un elemento de peligro.
—¿Puedo servir de alguna ayuda?
—Su presencia puede resultar decisiva.
—Entonces iré, sin duda alguna.
—Es usted muy amable.
—Habla usted de peligro. Evidentemente, ha visto usted en esas habitaciones más de lo que pude ver yo.
—Eso no, pero supongo que yo habré deducido unas pocas cosas más que usted. Creo, sin embargo, que vería usted lo mismo que yo.
—Yo no vi nada destacable, a excepción del cordón de la campanilla, cuya finalidad confieso que se me escapa por completo.
—¿Vio usted el orificio de ventilación?
—Sí, pero no me parece que sea tan insólito que exista una pequeña abertura entre dos habitaciones. Era tan pequeña que no podría pasar por ella ni una rata.
—Yo sabía que encontraríamos un orificio así antes de venir a Stoke Moran.
—¡Pero Holmes, por favor!
—Le digo que lo sabía. Recuerde usted que la chica dijo que su hermana podía oler el cigarro del doctor Roylott. Eso quiere decir, sin lugar a dudas, que tenía que existir una comunicación entre las dos habitaciones. Y tenía que ser pequeña, o alguien se habría fijado en ella durante la investigación judicial. Deduje, pues, que se trataba de un orificio de ventilación.
—Pero, ¿qué tiene eso de malo?
—Bueno, por lo menos existe una curiosa coincidencia de fecha. Se abre un orificio, se instala un cordón y muere una señorita que dormía en la cama. ¿No le resulta llamativo?
—Hasta ahora no veo ninguna relación.
—¿No observó un detalle muy curioso en la cama?
—No.
—Estaba clavada al suelo. ¿Ha visto usted antes alguna cama sujeta de ese modo?
—No puedo decir que sí.
—La señorita no podía mover su cama. Tenía que estar siempre en la misma posición con respecto a la abertura y al cordón... podemos llamarlo así, porque, evidentemente, jamás se pensó en dotarlo de campanilla.
—Holmes, creo que empiezo a entrever adónde quiere usted ir a parar —exclamé—. Tenemos el tiempo justo para impedir algún crimen sutil y horrible.
—De lo más sutil y horrible. Cuando un médico se tuerce, es peor que cualquier criminal. Tiene sangre fría y tiene conocimientos. Palmer y Pritchard estaban en la cumbre de su profesión. Este hombre va todavía más lejos, pero creo, Watson, que podremos llegar más lejos que él. Pero ya tendremos horrores de sobra antes de que termine la noche; ahora, por amor de Dios, fumemos una pipa en paz, y dediquemos el cerebro a ocupaciones más agradables durante unas horas.
A eso de las nueve, se apagó la luz que brillaba entre los árboles y todo quedó a oscuras en dirección a la mansión. Transcurrieron lentamente dos horas y, de pronto, justo al sonar las once, se encendió exactamente frente a nosotros una luz aislada y brillante.
—Esa es nuestra señal —dijo Holmes, poniéndose en pie de un salto—. Viene de la ventana del centro.
Al salir, Holmes intercambió algunas frases con el posadero, explicándole que íbamos a hacer una visita de última hora a un conocido y que era posible que pasáramos la noche en su casa. Un momento después avanzábamos por el oscuro camino, con el viento helado soplándonos en la cara y una lucecita amarilla parpadeando frente a nosotros en medio de las tinieblas para guiarnos en nuestra tétrica incursión.
No tuvimos dificultades