haber mencionado que el doctor tenía sueltos un guepardo y un babuino. No nos sentíamos seguras sin la puerta cerrada.
—Es natural. Por favor, prosiga con su relato.
—Aquella noche no pude dormir. Sentía la vaga sensación de que nos amenazaba una desgracia. Como recordará, mi hermana y yo éramos gemelas, y ya sabe lo sutiles que son los lazos que atan a dos almas tan estrechamente unidas. Fue una noche terrible. El viento aullaba en el exterior, y la lluvia caía con fuerza sobre las ventanas. De pronto, entre el estruendo de la tormenta, se oyó el grito desgarrador de una mujer aterrorizada. Supe que era la voz de mi hermana. Salté de la cama, me envolví en un chal y salí corriendo al pasillo. Al abrir la puerta, me pareció oír un silbido, como el que había descrito mi hermana, y pocos segundos después un golpe metálico, como si se hubiese caído un objeto de metal. Mientras yo corría por el pasillo se abrió la cerradura del cuarto de mi hermana y la puerta giró lentamente sobre sus goznes. Me quedé mirando horrorizada, sin saber lo que saldría por ella. A la luz de la lámpara del pasillo, vi que mi hermana aparecía en el hueco, con la cara lívida de espanto y las manos extendidas en petición de socorro, toda su figura oscilando de un lado a otro, como la de un borracho. Corrí hacia ella y la rodeé con mis brazos, pero en aquel momento parecieron ceder sus rodillas y cayó al suelo. Se estremecía como si sufriera horribles dolores, agitando convulsivamente los miembros. Al principio creí que no me había reconocido, pero cuando me incliné sobre ella gritó de pronto, con una voz que no olvidaré jamás: “¡Dios mío, Helen! ¡Ha sido la banda! ¡La banda de lunares!”. Quiso decir algo más, y señaló con el dedo en dirección al cuarto del doctor, pero una nueva convulsión se apoderó de ella y ahogó sus palabras. Corrí llamando a gritos a nuestro padrastro, y me tropecé con él, que salía en bata de su habitación. Cuando llegamos junto a mi hermana, esta ya había perdido el conocimiento, y aunque él le vertió brandy por la garganta y mandó llamar al médico del pueblo, todos los esfuerzos fueron en vano, porque poco a poco se fue apagando y murió sin recuperar la conciencia. Este fue el espantoso final de mi querida hermana.
—Un momento —dijo Holmes—. ¿Está usted segura de lo del silbido y el sonido metálico? ¿Podría jurarlo?
—Eso mismo me preguntó el juez de instrucción del condado durante la investigación. Estoy convencida de que lo oí, a pesar de lo cual, entre el fragor de la tormenta y los crujidos de una casa vieja, podría haberme equivocado.
—¿Estaba vestida su hermana?
—No, estaba en camisón. En la mano derecha se encontró el extremo chamuscado de una cerilla, y en la izquierda una caja de fósforos.
—Lo cual demuestra que encendió una cerilla y miró a su alrededor cuando se produjo la alarma. Eso es importante. ¿Y a qué conclusiones llegó el juez de instrucción?
—Investigó el caso minuciosamente, porque la conducta del doctor Roylott llevaba mucho tiempo dando de qué hablar en el condado, pero no pudo descubrir la causa de la muerte. Mi testimonio indicaba que su puerta estaba cerrada por dentro, y las ventanas tenían postigos antiguos, con barras de hierro que se cerraban cada noche. Se examinaron cuidadosamente las paredes, comprobando que eran bien macizas por todas partes, y lo mismo se hizo con el suelo, con idéntico resultado. La chimenea es bastante amplia, pero está enrejada con cuatro gruesos barrotes. Así pues, no cabe duda de que mi hermana se encontraba sola cuando le llegó la muerte. Además, no presentaba señales de violencia.
—¿Qué me dice del veneno?
—Los médicos investigaron esa posibilidad, sin resultados.
—¿De qué cree usted, entonces, que murió la desdichada señorita?
—Estoy convencida de que murió de puro y simple miedo o de trauma nervioso, aunque no logro explicarme qué fue lo que la asustó.
—¿Había gitanos en la finca en aquel momento?
—Sí, casi siempre hay algunos.
—Ya. ¿Y qué le sugirió a usted su alusión a una banda... una banda de lunares?
—A veces he pensado que se trataba de un delirio sin sentido; otras veces, que debía referirse a una banda de gente, tal vez a los mismos gitanos de la finca. No sé si los pañuelos de lunares que muchos de ellos llevan en la cabeza le podrían haber inspirado aquel extraño término.
Holmes meneó la cabeza como quien no se da por satisfecho.
—Nos movemos en aguas muy profundas —dijo—. Por favor, continúe con su historia.
—Desde entonces han transcurrido dos años, y mi vida ha sido más solitaria que nunca, hasta hace muy poco. Hace un mes, un amigo muy querido, al que conozco desde hace muchos años, me hizo el honor de pedir mi mano. Se llama Armitage, Percy Armitage, segundo hijo del señor Armitage, de Crane Water, cerca de Reading. Mi padrastro no ha puesto inconvenientes al matrimonio, y pensamos casarnos en primavera. Hace dos días se iniciaron unas reparaciones en el ala oeste del edificio, y hubo que agujerear la pared de mi cuarto, por lo que me tuve que instalar en la habitación donde murió mi hermana y dormir en la misma cama en la que ella dormía. Imagínese mi escalofrío de terror cuando anoche, estando yo acostada pero despierta, pensando en su terrible final, oí de pronto en el silencio de la noche el suave silbido que había anunciado su propia muerte. Salté de la cama y encendí la lámpara, pero no vi nada anormal en la habitación. Estaba demasiado nerviosa como para volver a acostarme, así que me vestí y, apenas salió el sol, me eché a la calle, cogí un coche en la posada Crown, que está enfrente de casa, y me planté en Leatherhead, de donde he llegado esta mañana, con el único objeto de venir a verle y pedirle consejo.
—Ha hecho usted muy bien —dijo mi amigo—. Pero ¿me lo ha contado todo?
—Sí, todo.
—Señorita Stoner, no me lo ha dicho todo. Está usted encubriendo a su padrastro.
—¿Cómo? ¿Qué quiere decir?
Por toda respuesta, Holmes levantó el puño de encaje negro que adornaba la mano que nuestra visitante apoyaba en la rodilla. Impresos en la blanca muñeca se veían cinco pequeños moretones, las marcas de cuatro dedos y un pulgar.
—La han tratado con brutalidad —dijo Holmes.
La dama se ruborizó intensamente y se cubrió la lastimada muñeca.
—Es un hombre duro —dijo—, y seguramente no se da cuenta de su propia fuerza.
Se produjo un largo silencio, durante el cual Holmes apoyó el mentón en las manos y permaneció con la mirada fija en el fuego crepitante.
—Es un asunto muy complicado —dijo por fin—. Hay mil detalles que me gustaría conocer antes de decidir nuestro plan de acción, pero no podemos perder un solo instante. Si nos desplazáramos hoy mismo a Stoke Moran, ¿nos sería posible ver esas habitaciones sin que se enterase su padrastro?
—Precisamente dijo que hoy tenía que venir a Londres para algún asunto importante. Es probable que esté ausente todo el día y que pueda usted actuar sin estorbos. Tenemos una sirvienta, pero es vieja y estúpida, y no me será difícil quitarla de en medio.
—Excelente. ¿Tiene algo en contra de este viaje, Watson?
—Nada en absoluto.
—Entonces, iremos los dos. Y usted, ¿qué va a hacer?
—Ya que estoy en Londres, hay un par de cosillas que me gustaría hacer. Pero pienso volver en el tren de las doce, para estar allí cuando ustedes lleguen.
—Puede esperarnos a primera hora de la tarde. Yo también tengo un par de asuntillos que atender. ¿No quiere quedarse a desayunar?
—No, tengo que irme. Me siento ya más aliviada desde que le he confiado mi problema. Espero volverle a ver esta tarde —dejó caer el tupido velo negro sobre su rostro y se deslizó fuera de la habitación.
—¿Qué le parece todo esto, Watson? —preguntó Sherlock Holmes recostándose en su butaca.