—Eso no me sirve.
—Bueno, quedan algunos que han cogido olor a gas.
—Oiga, que vengo recomendado.
—¿Por quién?
—Por el dueño del Alpha.
—Ah, sí. Le envié un par de docenas.
—Y de muy buena calidad. ¿De dónde los sacó usted? —ante mi sorpresa, la pregunta provocó un estallido de cólera en el vendedor.
—Oiga usted, señor —dijo con la cabeza erguida y los brazos en jarras—. ¿Adónde quiere llegar? Me gustan las cosas claras.
—He sido bastante claro. Me gustaría saber quién le vendió los gansos que suministró al Alpha.
—Y yo no quiero decírselo. ¿Qué pasa?
—Oh, la cosa no tiene importancia. Pero no sé por qué se pone usted así por una nimiedad.
—¡Me pongo como quiero! ¡Y usted también se pondría así si le fastidiasen tanto como a mí! Cuando pago buen dinero por un buen artículo, ahí debe terminar la cosa. ¿A qué viene tanto “¿Dónde están los gansos?” y “¿A quién le ha vendido los gansos?” y “¿Cuánto quiere usted por los gansos?”. Cualquiera diría que no hay otros gansos en el mundo, a juzgar por el alboroto que se arma con ellos.
—Le aseguro que no tengo relación alguna con los que le han estado interrogando —dijo Holmes con tono indiferente—. Si no nos lo quiere decir, la apuesta se queda en nada. Pero me considero un entendido en aves de corral y he apostado cinco libras a que el ave que me comí es de campo.
—Pues ha perdido usted sus cinco libras, porque fue criada en Londres —atajó el vendedor.
—De eso, nada.
—Le digo yo que sí.
—No le creo.
—¿Se cree que sabe de aves más que yo, que vengo manejándolas desde que era un mocoso? Le digo que todos los gansos que le vendí al Alpha eran de Londres.
—No conseguirá convencerme.
—¿Quiere apostar algo?
—Es como robarle el dinero, porque me consta que tengo razón. Pero le apuesto un soberano, solo para que aprenda a no ser tan terco.
El vendedor se rio por lo bajo y dijo:
—Tráeme los libros, Bill —el muchacho trajo un librito muy fino y otro muy grande con tapas grasientas, y los colocó juntos bajo la lámpara.
—Y ahora, señor Sabelotodo —dijo el vendedor—, creía que no me quedaban gansos, pero ya verá cómo aún me queda uno en la tienda. ¿Ve usted este librito?
—Sí, ¿y qué?
—Es la lista de mis proveedores. ¿Ve usted? Pues bien, en esta página están los del campo, y detrás de cada nombre hay un número que indica la página de su cuenta en el libro mayor. ¡Veamos ahora! ¿Ve esta otra página en tinta roja? Pues es la lista de mis proveedores de la ciudad. Ahora, fíjese en el tercer nombre. Léamelo.
—Señora Oakshott,117 Brixton Road... 249 —leyó Holmes.
—Exacto. Ahora, busque esa página en el libro mayor —Holmes buscó la página indicada.
—Aquí está: señora Oakshott, 117 Brixton Road, proveedores de huevos y pollería.
—Muy bien. ¿Cuál es la última entrada?
—Veintidós de diciembre. Veinticuatro gansos a siete chelines y seis peniques.
—Exacto. Ahí lo tiene. ¿Qué pone debajo?
—Vendidos al señor Windigate, del Alpha, a doce chelines.
—¿Qué me dice usted ahora?
Sherlock Holmes parecía profundamente disgustado. Sacó un soberano del bolsillo y lo arrojó sobre el mostrador, retirándose con el aire de quien está tan fastidiado que incluso le faltan las palabras. A los pocos metros se detuvo bajo un farol y se echó a reír de aquel modo alegre y silencioso tan característico en él.
—Cuando vea usted un hombre con patillas recortadas de ese modo y el “Pink’ Up” asomándole del bolsillo, puede estar seguro de que siempre se le podrá sonsacar mediante una apuesta —dijo—. Me atrevería a decir que si le hubiera puesto delante cien libras, el tipo no me habría dado una información tan completa como la que le saqué haciéndole creer que me ganaba una apuesta. Bien, Watson, me parece que nos vamos acercando al foral de nuestra investigación, y lo único que queda por determinar es si debemos visitar a esta señora Oakshott esta misma noche o si lo dejamos para mañana. Por lo que dijo ese tipo tan malhumorado, está claro que hay otras personas interesadas en el asunto, aparte de nosotros, y yo creo...
Sus comentarios se vieron interrumpidos de pronto por un fuerte vocerío procedente del puesto que acabábamos de abandonar. Al darnos la vuelta, vimos a un sujeto pequeño y con cara de rata, de pie en el centro del círculo de luz proyectado por la lámpara colgante, mientras Breckinridge, el tendero, enmarcado en la puerta de su establecimiento, agitaba ferozmente sus puños en dirección a la figura encogida del otro.
—¡Ya estoy harto de ustedes y sus gansos! —gritaba—. ¡Váyanse todos al diablo! Si vuelven a fastidiarme con sus tonterías, les soltaré el perro. Que venga aquí la señora Oakshott y le contestaré, pero ¿a usted qué le importa? ¿Acaso le compré a usted los gansos?
—No, pero uno de ellos era mío —gimió el hombrecillo.
—Pues pídaselo a la señora Oakshott.
—Ella me dijo que se lo pidiera a usted.
—Pues, por mí, se lo puede ir a pedir al rey de Prusia. Yo ya no aguanto más. ¡Largo de aquí! —dio unos pasos hacia delante con gesto feroz y el preguntón se esfumó entre las tinieblas.
—Ajá, esto puede ahorrarnos una visita a Brixton Road —susurró Holmes—. Venga conmigo y veremos qué podemos sacarle a ese tipo.
Avanzando a largas zancadas entre los reducidos grupillos de gente que aún rondaban en torno a los puestos iluminados, mi compañero no tardó en alcanzar al hombrecillo y le tocó con la mano en el hombro. El individuo se volvió bruscamente y pude ver a la luz de gas que de su cara había desaparecido todo rastro de color.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere? —preguntó con voz temblorosa.
—Perdone usted —dijo Holmes en tono suave—, pero no he podido evitar oír lo que le preguntaba hace un momento al tendero, y creo que yo podría ayudarle.
—¿Usted? ¿Quién es usted? ¿Cómo puede saber nada de este asunto?
—Me llamo Sherlock Holmes, y mi trabajo consiste en saber lo que otros no saben.
—Pero usted no puede saber nada de esto.
—Perdone, pero lo sé todo. Anda usted buscando unos gansos que la señora Oakshott, de Brixton Road, vendió a un tendero llamado Breckinridge, y que este a su vez vendió al señor Windigate, del Alpha, y este a su club, uno de cuyos miembros es el señor Henry Baker.
—Ah, señor, es usted el hombre que yo necesito —exclamó el hombrecillo, con las manos extendidas y los dedos temblorosos—. Me sería difícil explicarle el interés que tengo en este asunto —Sherlock Holmes hizo señas a un coche que pasaba.
—En tal caso, lo mejor sería hablar de ello en una habitación confortable, y no en este mercado azotado por el viento —dijo—. Pero antes de seguir adelante, dígame por favor a quién tengo el placer de ayudar. El hombre vaciló un instante.
—Me llamo John Robinson —respondió, con una mirada de soslayo.
—No, no, el nombre verdadero —dijo Holmes en tono amable—. Siempre resulta