Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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alguna con el asunto. Pero es evidente que se trata de un documento de importancia. Lo han tenido cuidadosamente guardado en una libreta de bolsillo, porque está igual de limpio por un lado que por el otro.

      —Lo encontramos en su libreta de bolsillo.

      —Presérvelo con cuidado, señorita Morstan, porque puede que nos sea útil. Empiezo a sospechar que este caso puede resultar mucho más complicado y sutil de lo que supuse al principio. Debo reconsiderar mis ideas.

      Se recostó en el asiento del coche y comprendí, por su ceño fruncido y su mirada ausente, que estaba pensando intensamente. La señorita Morstan y yo charlamos en voz baja acerca de nuestra expedición y su posible resultado, pero nuestro compañero mantuvo su impenetrable reserva hasta el final de nuestro viaje.

      Era una tarde de septiembre y aún no eran las siete en punto, pero había hecho un día muy desapacible, y una niebla densa y húmeda se extendía a poca altura sobre la gran ciudad. Por encima de las calles embarradas flotaban tristes nubarrones del mismo color que el barro. A lo largo del Strand, las farolas eran meros borrones de luz difusa, que proyectaban un débil reflejo circular sobre el resbaladizo pavimento. Las luces amarillas de los escaparates se difuminaban en el aire cargado de vapores, esparciendo un turbio y palpitante resplandor por la concurrida calle. Había, pensaba yo, algo extraño y fantasmal en la interminable procesión de rostros que atravesaban fugazmente las estrechas franjas de luz: rostros tristes y alegres, angustiados y felices. Como toda la humanidad, pasaban velozmente de las tinieblas a la luz, solo para sumirse en las tinieblas de nuevo. No soy fácil de impresionar, pero aquella tarde lúgubre y sombría, combinada con el extraño asunto en el que nos habíamos embarcado, había conseguido ponerme nervioso y deprimido. Podía ver, por la manera de actuar de la señorita Morstan, que ella sentía algo parecido. Solo Holmes estaba por encima de tan funestas influencias. Sostenía su cuaderno de notas abierto sobre las rodillas, y de vez en cuando trazaba números y anotaciones, a la luz de su linterna de bolsillo.

      En el Lyceum, la muchedumbre se apretujaba ya ante las entradas laterales. Delante de la puerta principal discurría con estrépito una continua sucesión de coches de dos y cuatro ruedas, que descargaban sus cargamentos de caballeros con pechera almidonada y damas cubiertas de chales y diamantes. Apenas habíamos llegado a la tercera columna, lugar de nuestra cita, cuando un hombre menudo, moreno y ágil, vestido de cochero nos abordó.

      —¿Son ustedes las personas que vienen con la señorita Morstan? —preguntó él.

      —Yo soy la señorita Morstan, y estos dos caballeros son mis amigos —dijo ella.

      El hombre nos miró, con ojos muy penetrantes e inquisitivos.

      —Tendrá que perdonarme, señorita —dijo con cierto tono obstinado—, pero tengo que pedirle que me dé su palabra de que ninguno de sus acompañantes es agente de policía.

      —Le doy mi palabra en eso —respondió ella.

      El hombre emitió un agudo silbido y, en respuesta al mismo, un golfillo acercó un coche de cuatro ruedas y abrió la puerta. Nuestro interlocutor subió al pescante, mientras nosotros nos acomodábamos dentro. Apenas nos habíamos sentado, cuando el cochero fustigó al caballo y partimos a toda velocidad por las calles cubiertas de espesa niebla.

      Era una situación curiosa. Nos dirigíamos a un lugar desconocido con una misión desconocida. O bien la invitación era una completa farsa —hipótesis que resultaba inconcebible—, o bien teníamos buenas razones para pensar que de aquel trayecto podían depender cuestiones muy importantes. La actitud de la señorita Morstan era tan decidida y serena como siempre. Me propuse animarla y entretenerla con anécdotas de mis aventuras en Afganistán; pero, a decir verdad, yo mismo estaba tan excitado por la situación y sentía tanta curiosidad por conocer nuestro destino, que mis relatos se complicaron un tanto. Al día de hoy, ella todavía sigue insistiendo en que le conté una emocionante anécdota en la que una escopeta se asomó a mi tienda en mitad de la noche, y yo le disparé con un cachorro de tigre de dos cañones. Al principio, tenía cierta idea de la dirección en la que íbamos, pero con la velocidad que llevábamos, la niebla y mi limitado conocimiento de Londres, no tardé en desorientarme y ya no supe nada más, excepto que parecía que íbamos muy lejos. En cambio, Sherlock Holmes no se despistó ni una vez, e iba musitando los nombres a medida que el coche atravesaba plazas y se internaba por tortuosas callejuelas.

      —Rochester Road —decía él—. Y ahora, Vincent Square. Ahora saldremos a la calle del puente de Vauxhall. Parece que vamos hacia la parte de Surrey. Sí, lo que yo pensaba. Ya estamos en el puente. Se alcanza a ver un poco del río.

      En efecto, pudimos ver de manera fugaz un tramo del Támesis, con las farolas brillando sobre sus anchas y tranquilas aguas; pero el coche siguió adelante a toda velocidad y se introdujo rápidamente en el laberinto de calles de la otra orilla.

      —Wandsworth Road —dijo mi compañero—. Priory Road. Larkhall Lane. Stockwell Place. Robert Street. Coldharbour Lane. Nuestra misión no parece que nos lleve a regiones muy elegantes.

      Efectivamente, habíamos llegado a un barrio bastante sospechoso y desagradable. Largas y monótonas hileras de casas de ladrillo, alegradas tan solo por el turbio resplandor y los vulgares adornos de los bares de las esquinas. Pasamos luego ante varias manzanas de casas de dos plantas, todas ellas con un minúsculo jardín delante; y otra vez las interminables filas de edificios nuevos de ladrillo, monstruosos tentáculos que la gigantesca ciudad extendía hacia el campo. Por fin, el coche se detuvo ante la tercera casa de una manzana recién construida. Ninguna de las otras casas estaba habitada, y la que parecía nuestro destino estaba tan a oscuras como sus vecinas, excepto por un débil resplandor en la ventana de la cocina. Sin embargo, en cuanto llamamos a la puerta, la abrió al instante un sirviente indio ataviado con turbante amarillo, ropa blanca holgada y una faja amarilla. Había algo extraño e incongruente en aquella figura oriental enmarcada en el umbral de una vivienda suburbana de tercera clase.

      —El sahib los aguarda —dijo él y aún no había terminado de hablar cuando una voz aguda y chillona gritó desde alguna habitación interior:

      —Hazlos pasar, khitmutgar —dijo—. Que pasen en seguida conmigo.

      Capítulo IV:

      La historia del hombre calvo

      Seguimos al indio por un pasillo sórdido y común, terriblemente iluminado y peor amueblado, hasta llegar a una puerta situada a la derecha, que abrió del todo. Un resplandor de luz amarilla nos envolvió, y en el centro del resplandor se alzaba un hombre pequeño con la cabeza muy alta, una orla de pelo rojizo alrededor de ella y un cráneo calvo y reluciente, que sobresalía del cabello como la cumbre de una montaña sobresale entre los abetos. Se restregaba las manos una con otra mientras estaba de pie, y sus rasgos de la cara estaban en agitación constante: ahora sonreía, ahora ponía mal gesto, pero nunca quedaban en reposo ni un instante. La naturaleza le había dotado de un labio colgante y una hilera demasiado visible de dientes amarillentos e irregulares, que procuraba ocultar sin mucho entusiasmo pasándose la mano por la parte inferior del rostro. A pesar de su prominente calva, daba la impresión de ser joven. Y de hecho, acababa de cumplir treinta años.

      —A su servicio, señorita Morstan —seguía repitiendo, con voz aguda y penetrante—. A su servicio, caballeros. Por favor, pasen a mi pequeño santuario. Un humilde rincón, señorita, pero amueblado según mis gustos. Un oasis de arte en el ensordecedor desierto del sur de Londres.

      Todos nos quedamos asombrados por el aspecto de la habitación a la que nos invitaba. Parecía tan fuera de lugar en aquella triste casa como un diamante de la mejor calidad en una montura de latón. Las paredes estaban cubiertas por espléndidas cortinas y deslumbrantes tapices, recogidos aquí y allá para dejar sitio a algún cuadro lujosamente enmarcado o a un jarrón oriental. La alfombra, de colores ámbar y negro, era tan blanda y tan gruesa que los pies se hundían agradablemente en ella, como en una capa de musgo. Dos grandes pieles de tigre extendidas sobre la alfombra acentuaban la impresión de lujo oriental, a la que contribuía una enorme hookah colocada sobre una esterilla en un rincón. Una lámpara con forma de paloma de plata colgaba de un cable dorado casi invisible en el centro