Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


Скачать книгу

Y estos caballeros...

      —Este es el señor Sherlock Holmes, y este el doctor Watson.

      —Un médico, ¿eh? —exclamó él, muy excitado—. ¿Ha traído su estetoscopio? ¿Podría pedirle..., tendría la amabilidad de...? Tengo serias dudas acerca de mi válvula mitral, y si fuera tan amable... En la aorta puedo confiar, pero me gustaría conocer su opinión sobre la mitral.

      Le ausculté el corazón como me pidió, pero no escuché nada anormal, aparte de que era evidente que sufría un ataque extremo de miedo, ya que temblaba de pies a cabeza.

      —Parece normal —dije—. No tiene por qué preocuparse.

      —Tendrá que perdonar mi ansiedad, señorita Morstan —dijo en tono afectado—. Tengo muy mala salud y hace tiempo que sospechaba de esa válvula. Me alegra muchísimo oír que mis sospechas eran infundadas. Si su padre, señorita Morstan, no hubiera sometido su corazón a tantas tensiones, tal vez estaría vivo ahora.

      Me dieron ganas de golpearle la cara, de tanto que me indignó su cruel e innecesaria alusión a un tema tan delicado. La señorita Morstan se sentó, y su rostro palideció hasta los labios.

      —Siempre tuve la corazonada de que estaba muerto —dijo.

      —Puedo darle toda la información al respecto —dijo él—. Y lo que es más, puedo hacerle justicia. Y lo haré, diga lo que diga mi hermano Bartholomew. Me alegro de que hayan venido sus amigos, no solo para escoltarla, sino también para que sean testigos de lo que me dispongo a hacer y decir. Entre los tres podremos hacer frente a mi hermano Bartholomew. Pero que no intervengan extraños. Ni policías ni funcionarios. Podemos arreglarlo todo perfectamente entre nosotros, sin ninguna interferencia. Nada molestaría tanto a mi hermano Bartholomew como la publicidad.

      Se sentó en un canapé bajo y nos miró inquisitivamente, sin dejar de guiñar sus ojos débiles y acuosos ojos azules.

      —Por mi parte —dijo Holmes—, lo que usted vaya a decirnos quedará entre nosotros.

      Yo asentí para mostrar mi conformidad.

      —¡Perfecto! ¡Perfecto! —dijo Sholto—. ¿Le apetece un vaso de chianti, señorita Morstan? ¿O de tokay? No tengo ninguna otra clase de vino. ¿Quiere que abra una botella? ¿No? Muy bien. Confío en que no pondrá objeciones al tabaco, al balsámico olor del tabaco oriental. Estoy un poco nervioso y mi hookah es para mí un sedante invaluable.

      Aplicó una cerilla a la gran cazoleta de la pipa, y el humo burbujeó alegremente a través del agua de rosas. Los tres nos sentamos en semicírculo, adelantando la cabeza y apoyando la barbilla en las manos, mientras el extraño y tembloroso hombrecillo de cráneo alto y reluciente aspiraba inquietas bocanadas en el centro.

      —Cuando decidí comunicarle todo esto —dijo él—, podría haberle dado mi dirección desde un principio, pero tuve miedo de que no hiciera caso de mis condiciones y trajera con usted gente desagradable. Así pues, me tomé la libertad de concertar una cita de manera que mi sirviente Williams pudiera verlos antes. Tengo completa confianza en su discreción y le ordené que, si no quedaba satisfecho, no siguiera adelante. Tendrá que perdonarme estas precauciones, pero soy hombre de costumbres reservadas, e incluso podría decir de gustos refinados, y no hay nada tan antiestético como un policía. Me repugnan por naturaleza todas las manifestaciones de burdo materialismo. Casi nunca entro en contacto con la masa vulgar. Vivo, como usted ve, rodeado de una cierta atmósfera de elegancia. Podríamos decir que soy un mecenas de las artes. Son mi debilidad. Ese paisaje es un auténtico Corot y, aunque un entendido podría sentir ciertas dudas acerca de ese Salvatore Rosa, con este Bouguereau no puede caber la menor duda. Me encanta la escuela francesa moderna.

      —Perdone usted, señor Sholto —dijo la señorita Morstan—, pero he venido aquí a petición suya para enterarme de algo que usted desea contarme. Es ya muy tarde y me gustaría que la entrevista fuera lo más breve posible.

      —En el mejor de los casos, creo que nos tomará algún tiempo —respondió él—. Porque, naturalmente, tendremos que ir a Norwood a ver a mi hermano Bartholomew. Podemos ir todos y trataremos de convencerlo. Está muy enfadado conmigo por haber tomado la iniciativa que me parecía justa. Anoche tuvimos unas palabras bastante fuertes. No pueden imaginar lo terrible que se pone cuando está furioso.

      —Si vamos a ir a Norwood, tal vez convendría salir ya —me atreví a sugerir.

      Sholto se echó a reír hasta que las orejas se le pusieron completamente rojas.

      —Así no adelantaríamos nada —exclamó—. No sé lo que diría si me presentara con ustedes así, de repente. No, tengo que prepararles, explicándoles cuáles son nuestras respectivas posiciones. En primer lugar, debo decirles que hay ciertos detalles de la historia que yo mismo ignoro. Solo puedo explicarles los hechos hasta donde yo los conozco.

      »Como ustedes habrán adivinado, mi padre era el mayor John Sholto, del ejército de la India. Se retiró hace unos once años y se instaló en el Pabellón Pondicherry, en Upper Norwood. En la India le había ido bien y se trajo de allá una considerable cantidad de dinero, una gran colección de valiosas curiosidades y un equipo de sirvientes nativos. Con estos recursos se compró una casa y vivió con todo lujo. Mi hermano gemelo Bartholomew y yo éramos sus únicos hijos.

      »Recuerdo muy bien la sensación que provocó la desaparición del capitán Morstan. Leímos los detalles en la prensa y, como sabíamos que había sido amigo de nuestro padre, comentábamos el caso con toda libertad en su presencia. Incluso participaba en nuestras especulaciones sobre lo que podría haber ocurrido. Ni por un instante sospechamos que él tuviera escondido el secreto en su propio pecho; que solo él, entre todos los hombres, sabía qué había sido de Arthur Morstan.

      »Sin embargo, sí que sabíamos que sobre nuestro padre se cernía algún misterio, algún peligro concreto, porque le daba miedo salir solo y tenía empleados a dos luchadores como porteros del Pabellón Pondicherry. Williams, el que les ha traído aquí esta noche, era uno de ellos. En sus tiempos fue campeón de los pesos ligeros de Inglaterra. Nuestro padre nunca nos dijo de qué tenía miedo, pero sentía una extraordinaria aversión hacia los hombres con pata de palo. En una ocasión llegó a disparar su revólver contra un hombre con pata de palo, que resultó ser un inofensivo vendedor ambulante que iba de casa en casa. Tuvimos que pagar una elevada suma para silenciar el asunto. Mi hermano y yo creíamos que se trataba de una simple manía de nuestro padre; pero los acontecimientos posteriores nos hicieron cambiar de opinión.

      »A principios de 1882, mi padre recibió una carta de la India que le causó un gran sobresalto. Al abrirla, estuvo a punto de desmayarse en la mesa del desayuno, y desde aquel día estuvo enfermo hasta que murió. Jamás pudimos descubrir lo que decía aquella carta, pero mientras la tenía en las manos pude ver que era breve y estaba escrita con muy mala letra. Desde hacía varios años, nuestro padre padecía de dilatación del bazo, pero a partir de entonces empeoró rápidamente y hacia finales de abril supimos que no había esperanzas y que quería hacernos una última revelación a nosotros.

      »Cuando entramos en su habitación, estaba incorporado en la cama con ayuda de varias almohadas y respiraba con dificultad. Nos pidió que cerráramos la puerta y que nos situáramos uno a cada lado de la cama. Entonces, cogiéndonos de las manos, nos contó una historia extraordinaria, con una voz quebrada por la emoción y el dolor a partes iguales. Voy a intentar repetírsela a ustedes con sus mismas palabras:

      »—Solo hay una cosa —nos dijo— que me pesa en la conciencia en este momento supremo. Es la manera en que me he portado con la pobre huérfana de Morstan. La maldita codicia, que ha sido mi principal pecado durante toda mi vida, la ha privado del tesoro, cuando le correspondía por lo menos la mitad del mismo. Y sin embargo, yo tampoco lo he aprovechado. ¡Qué cosa tan ciega y estúpida es la avaricia! La simple sensación de poseerlo me resultaba tan agradable que no podía soportar la idea de compartirlo con nadie. ¿Veis esa diadema con cuentas de perlas que hay junto al frasco de quinina? Pues ni siquiera de eso fui capaz de desprenderme, aunque lo había sacado con la intención de enviárselo. Vosotros, hijos míos, le daréis una parte justa