Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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¡Le han robado el tesoro! Ese es el agujero por donde lo bajamos. Yo le ayudé a hacerlo. Fui la última persona que vio a mi hermano. Lo dejé aquí anoche, y le oí cerrar la puerta mientras yo bajaba la escalera.

      —¿Qué hora era?

      —Las diez de la noche. Y ahora está muerto, y llamarán a la policía, y sospecharán que yo he tenido parte en el asunto. Sí, seguro que sospecharán. Pero ustedes no creerán eso, ¿verdad, caballeros? ¿Verdad que no creen que fui yo? ¿Los habría traído aquí si hubiera sido yo? ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío! Sé que me voy a volver loco.

      Se puso a agitar los brazos y patear el suelo, en una especie de frenesí convulsivo.

      —No tiene razón para temer, señor Sholto —dijo Holmes amablemente, poniéndole la mano en el hombro—. Siga mi consejo y vaya en el coche a la comisaría para informar a la policía. Ofrézcase para ayudarlos en todo lo que haga falta. Nosotros aguardaremos aquí hasta su retorno.

      El hombrecillo obedeció medio atontado y le oímos bajar las escaleras en la oscuridad, dando tropezones.

      Capítulo VI:

      Sherlock Holmes da una demostración

      —Y ahora, Watson —dijo Holmes, frotándose las manos—, disponemos de media hora, así que vamos a aprovecharla. Tengo el caso, como ya le he dicho, prácticamente completo; pero no debemos errar por exceso de confianza. Aunque ahora el caso parece muy sencillo, puede que oculte alguna complicación.

      —¡Sencillo! —exclamé yo.

      —Seguramente —dijo él, con cierto aire de profesor de medicina explicando en clase—. Ande, siéntese en ese rincón para que sus pisadas no compliquen el asunto. Y ahora, ¡a trabajar! En primer lugar: ¿cómo entró esa gente, y cómo salió? La puerta no se ha abierto desde anoche. ¿Y la ventana?

      Acercó la lámpara a la ventana, comentando en voz alta sus observaciones, pero hablando más consigo mismo que conmigo.

      —La ventana está cerrada por dentro. El marco es sólido. No hay bisagras a los lados. Vamos a abrirla. No hay tuberías cerca. El tejado está fuera del alcance. Sin embargo, a esta ventana ha subido un hombre. Llovió un poco anoche y aquí se ve la huella de un pie en el alféizar. Y aquí hay una huella circular de barro, y también ahí en el suelo, y otra más junto a la mesa. ¡Mire aquí, Watson! Esta sí que es una bonita demostración.

      Yo miré los discos de barro, redondos y bien definidos.

      —Eso no es una pisada —dije.

      —Es algo que para nosotros tiene mucho más valor. Es la huella de una pata de palo. ¿Ve? Aquí en el alféizar de la ventana hay una huella de bota, una bota pesada, con refuerzo metálico en el tacón; Y, junto a ella, la huella de la pata de palo.

      —¡El hombre de la pata de palo!

      —Exacto. Pero aquí ha habido alguien más. Un cómplice muy hábil y eficiente. ¿Sería usted capaz de escalar esa pared, doctor?

      Miré por la ventana abierta. La luna seguía iluminando bien aquella esquina de la casa. Estábamos por lo menos a dieciocho metros del suelo y, por mucho que miré, no pude encontrar ningún asidero ni punto de apoyo, ni tan siquiera una grieta en la pared de ladrillo.

      —Es completamente imposible —respondí.

      —Sin ayuda, desde luego. Pero suponga que tiene usted un amigo aquí arriba que le echa esa cuerda tan buena y resistente que hay en ese rincón, atando un extremo a ese gancho de la pared. Después, pienso yo, si fuera usted un hombre activo, podría trepar, a pesar de la pata de palo. Luego se marcharía, claro está, de la misma manera, y su cómplice recogería la cuerda, la desataría del gancho, cerraría la ventana, echaría el pestillo por dentro y se marcharía por donde había venido. Como detalle menor podemos añadir —continuó, pasando los dedos por la cuerda—, que nuestro amigo de la pata de palo, a pesar de ser buen escalador, no es un marino profesional. No tiene las manos encallecidas. Mi lupa descubre más de una mancha de sangre, sobre todo hacia el final de la cuerda, de lo que deduzco que se dejó deslizar a tal velocidad que se despellejó las manos.

      —Todo eso está muy bien —dije yo—, pero el asunto se vuelve más incomprensible que nunca. ¿Qué me dice de ese misterioso aliado? ¿Cómo entró en la habitación?

      —¡Sí, el aliado! —repitió Holmes, pensativo—. Esta cuestión del aliado tiene aspectos interesantes. Es lo que eleva el caso por encima de la vulgaridad. Me da la impresión de que este aliado abre nuevos campos en los anales del crimen en este país..., aunque se han dado casos similares en la India y, si no me falla la memoria, en Senegambia.

      —¿Cómo entró, entonces? —insistí—. La puerta está cerrada, la ventana es inaccesible. ¿Entró por la chimenea?

      —La rejilla es demasiado pequeña —respondió—. Ya había considerado esa posibilidad.

      —Pues entonces, ¿cómo? —insistí.

      —Se empeña en no aplicar mis preceptos —dijo él, meneando la cabeza—. ¿Cuántas veces le he dicho que si eliminamos lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, tiene que ser la verdad? Sabemos que no entró por la puerta, ni por la ventana, ni por la chimenea. También sabemos que no podía estar escondido en la habitación, ya que no hay escondite posible. Así pues, ¿por dónde entró?

      —¡Por el agujero del techo! —exclamé.

      —Pues claro. Tiene que haber entrado por ahí. Si tiene la amabilidad de sujetar la lámpara, extenderemos nuestras investigaciones al cuarto de arriba. El cuarto secreto donde se encontró el tesoro.

      Se subió a la escalerilla y, agarrándose a una viga con cada mano, se izó hasta el desván. Luego se tumbó boca abajo para recoger la lámpara y la sostuvo mientras yo le seguía.

      La cámara en la que nos encontrábamos medía unos tres metros de un lado por dos del otro. El suelo estaba formado por las vigas, con listones y yeso entre medias, de manera que había que andar poniendo los pies de viga en viga. El techo abuhardillado terminaba en punta y era evidentemente la cáscara interior del verdadero tejado de la casa. No había muebles de ninguna clase, y en el suelo se acumulaba el polvo de muchos años en una gruesa capa.

      —Ahí lo tiene. ¿Lo ve? —dijo Sherlock Holmes, apoyando la mano en la pared inclinada—. Aquí hay una trampilla que da al tejado. La empujo y aquí está el tejado mismo, levemente inclinado. Así pues, por aquí entró el Número Uno. Veamos si podemos encontrar alguna otra huella de su individualidad.

      Dejó la lámpara en el suelo y al hacerlo vi que, por segunda vez en aquella noche, en su rostro aparecía una expresión de sorpresa y sobresalto. En cuanto a mí, seguí su mirada y sentí un escalofrío bajo mis ropas. El suelo estaba cubierto de huellas de pies desnudos: claras, bien definidas, perfectamente formadas, pero apenas la mitad de grandes que las de un hombre ordinario.

      —Holmes —dije en un susurro—, ha sido un niño el que ha hecho esta horrible cosa.

      Él había recuperado en un instante el control de sí mismo.

      —Por un momento, me ha desconcertado —dijo—, pero es algo muy natural. Lo que pasa es que me falló la memoria; de lo contrario, me lo habría imaginado anteriormente. De aquí no sacaremos nada más. Bajemos entonces.

      —¿Y cuál es su teoría acerca de esas huellas? —pregunté.

      —Querido Watson, intente analizarlo usted mismo —dijo con un toque de impaciencia—. Usted conoce mis métodos. Aplíquelos y será muy instructivo comparar resultados.

      —No se me ocurre nada que abarque los hechos —respondí.

      —Pronto lo verá todo claro —dijo con aire despreocupado—. No creo que aquí quede ninguna otra cosa de interés, pero echaré una mirada.

      Sacó la lupa y una cinta métrica y recorrió la habitación de rodillas, midiendo, comparando,