Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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de la mano de Patapalo —me dijo cuando trepé hasta llegar a su lado—. Mire esa pequeña mancha de sangre sobre el yeso blanco. Es una suerte que no haya llovido mucho desde ayer. El olor aún seguirá en la carretera, a pesar de que nos llevan veintiocho horas de ventaja.

      Confieso que yo tenía mis dudas, pensando en la cantidad de tráfico que había pasado por la carretera de Londres en el tiempo transcurrido. Pero muy pronto se disiparon mis temores. Toby no vaciló ni se desvió ni una sola vez, y siguió adelante con su curioso bamboleo al andar. No cabía duda de que el penetrante olor de la creosota dominaba con gran diferencia a todos los demás olores que pudieran competir con él.

      —No vaya a creer —dijo Holmes— que mi éxito en este caso depende de una pura casualidad, como es el que uno de esos tipos haya pisado esta sustancia química. Dispongo ya de datos que me permitirían seguirles la pista de otras muchas maneras; pero esta es la más directa y, puesto que hemos tenido esa suerte, sería una vergüenza desaprovecharla. Sin embargo, esto impide que el caso se convierta en el interesante problemilla intelectual que al principio prometía ser. Podríamos haber ganado algo de prestigio con él, de no ser por esta pista tan palpable.

      —Hay crédito de sobra —dije yo—. Le aseguro, Holmes, que me dejan maravillado los métodos con los que obtiene estos resultados, más aun que en el caso del asesinato de Jefferson Hope. A mí, el asunto me parece cada vez más oscuro e inexplicable. Por ejemplo: ¿cómo ha podido describir con tanta exactitud al hombre de la pata de palo?

      —¡Bah! Pero, hombre, si eso es la sencillez misma. No pretendo ser teatral. Está todo a la vista, encima de la mesa. Dos oficiales que están al mando de la guardia de un presidio se enteran de un importante secreto referente a un tesoro escondido. Un inglés llamado Jonathan Small les dibuja un plano. Acuérdese de que vimos el nombre en el plano que tenía el capitán Morstan. Lo firmó en nombre propio y de sus socios: el signo de los cuatro, como él lo llamaba un poco dramáticamente. Con la ayuda de ese plano, los oficiales se hacen con el tesoro y uno de ellos lo trae a Inglaterra, parece que incumpliendo alguna de las condiciones bajo las cuales lo obtuvieron. Ahora bien: ¿por qué no se apoderó del tesoro el propio Jonathan Small? La respuesta es evidente: el plano está fechado en una época en la que Morstan estaba en estrecha relación con convictos. Jonathan Small no podía hacerse con el tesoro porque él y sus socios estaban presos y no podían salir.

      —Pero eso es pura especulación —dije yo.

      —Es mucho más que eso. Es la única hipótesis que abarca todos los hechos. Veamos ahora cómo encaja todo esto con la segunda parte del drama. El mayor Sholto vive en paz durante algunos años, feliz con su tesoro. Luego recibe una carta de la India que le deja aterrorizado. ¿Qué pudo ser?

      —Una carta que decía que los hombres a los que había estafado habían salido en libertad.

      —O que se habían fugado. Esto es mucho más probable, porque él debía saber cuándo terminaban sus condenas y, por lo tanto, eso no le habría sorprendido. ¿Qué es lo que hace entonces? Se pone en guardia contra un hombre con pata de palo..., un hombre blanco, fíjese, porque una vez confundió con él a un vendedor ambulante y le disparó un tiro. Ahora bien, en el plano solo aparece un nombre europeo; todos los demás son indios o mahometanos, no hay ningún otro hombre blanco. Así pues, podemos afirmar con seguridad que el hombre de la pata de palo es el mismo Jonathan Small. ¿Encuentra algún fallo en este razonamiento?

      —No; es claro y conciso.

      —Pues bien, ahora vamos a ponernos en el lugar de Jonathan Small. Consideremos el asunto desde su punto de vista. Viene a Inglaterra con la doble idea de recuperar lo que cree que le pertenece y vengarse del hombre que le traicionó. Averigua dónde vive Sholto y probablemente se pone en contacto con alguien de la casa. Está ese mayordomo, Lal Rao, al que aún no hemos visto. La señora Bernstone no tiene una opinión nada buena de él. Sin embargo, Small no puede averiguar dónde está escondido el tesoro, porque eso no lo sabía nadie más que el mayor y un criado leal, que ya había muerto. De pronto, Small se entera de que el mayor está en su lecho de muerte. Frenético ante la idea de que el secreto del tesoro muera con él, sortea a la guardia, consigue llegar hasta la ventana del moribundo y lo único que le disuade de entrar es la presencia de los dos hijos. A pesar de todo, ciego de odio contra el difunto, entra en la habitación aquella misma noche, registra sus papeles privados con la esperanza de encontrar alguna información sobre el tesoro y, por último, deja un recuerdo de su visita con la frase escrita en el papel. No cabe duda de que lo tenía todo planeado de antemano y que si hubiera podido matar al mayor, habría dejado una notita similar sobre el cadáver, para indicar que no se trataba de un asesinato vulgar, sino, desde el punto de vista de los cuatro socios, de algo parecido a un acto de justicia. Las reivindicaciones de este tipo, pintorescas y extravagantes, son bastante corrientes en los anales del crimen y, por lo general, proporcionan valiosa información acerca del criminal. ¿Me sigue hasta ahora?

      —Todo está muy claro.

      —Pues sigamos. ¿Qué podía hacer Jonathan Small? Nada, aparte de seguir vigilando en secreto los esfuerzos que se hacían para encontrar el tesoro. Es posible que se marchara de Inglaterra y solo volviera de vez en cuando. Entonces se descubre la buhardilla y él es informado al instante. Una vez más, encontramos indicios de la presencia de un cómplice en la casa. Jonathan, con su pierna postiza, nunca habría podido llegar hasta la habitación de Bartholomew Sholto, en el piso más alto. Pero le acompaña un aliado bastante curioso que consigue superar esta dificultad, aunque mete el pie desnudo en la creosota. Y aquí entra Toby y la penosa caminata de seis millas para un pobre funcionario a media paga con un tendón de Aquiles estropeado.

      —Pero entonces fue el compañero, y no Jonathan, quien cometió el crimen.

      —Exacto. Y con gran disgusto de Jonathan, a juzgar por la manera en que pateó el suelo cuando entró en la habitación. No tenía nada personal contra Bartholomew Sholto y habría preferido limitarse a atarlo y amordazarlo. No sentía ningún deseo de meter la cabeza en la horca. Sin embargo, la cosa ya no tenía remedio; los instintos salvajes de su compañero se habían desatado y el veneno había hecho su trabajo. Así que Jonathan Small dejó su tarjeta de visita, bajó la caja del tesoro al suelo y luego descendió él. Esta es la secuencia de acontecimientos, hasta donde puedo descifrarla. En cuanto a su aspecto personal, desde luego tiene que ser de edad madura y tiene que estar tostado por el sol después de haber cumplido condena en un horno como las islas Andaman. La estatura se deduce fácilmente de la longitud de sus pasos, y sabemos que tenía barba, porque la barba fue lo único en que se fijó Thaddeus Sholto cuando lo vio en la ventana. No sé si queda algo más.

      —¿El cómplice?

      —Ah, sí, en eso no hay mucho misterio. Pero muy pronto lo sabrá usted todo. ¡Qué agradable es el aire de la mañana! Mire cómo flota aquella nubecilla. Parece una pluma rosa de un flamenco gigante. Y ya asoma el borde rojo del sol sobre las nubes de Londres. Lucirá sobre muchísima gente, pero me atrevería a apostar que entre ella no hay nadie que esté enfrascado en una tarea tan extraña como la nuestra. ¡Qué pequeños nos sentimos, con nuestras insignificantes ambiciones y conflictos, en presencia de las grandes fuerzas elementales de la Naturaleza! ¿Qué tal lleva la lectura de Jean-Paul?

      —Bastante bien. Lo descubrí gracias a Carlyle.

      —Eso es como remontar el río hasta llegar al lago donde nace. Pues este hombre dice una cosa muy curiosa pero muy profunda: que la principal prueba de la grandeza del hombre está en su capacidad de percibir su propia pequeñez. Eso demuestra una capacidad de comparación y apreciación que es, en sí misma, una prueba de nobleza. Hay mucho alimento para la mente en Richter. No lleva usted pistola, ¿verdad?

      —Llevo mi bastón.

      —Es posible que necesitemos algo por el estilo si llegamos hasta su guarida. A Jonathan se lo dejo a usted, pero si el otro se pone desagradable, tendré que matarlo de un tiro.

      Mientras hablaba, sacó su revólver y, tras cargar dos de las recámaras, volvió a guardárselo en el bolsillo derecho de la chaqueta.

      Durante todo aquel tiempo nos habíamos dejado guiar por Toby, siguiendo