Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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Los bares de tejado plano de las esquinas habían comenzado ya el negocio, y de ellos salían hombres de aspecto rudo, limpiándose la barba con la manga después de su trago matutino. Perros extraños iban de un lado a otro y nos miraban con curiosidad cuando pasábamos, pero nuestro inimitable Toby no desvió la mirada ni a la derecha ni a la izquierda y siguió trotando hacia delante, con el hocico pegado al suelo y soltando de vez en cuando un gañido de ansiedad que indicaba que el rastro estaba claro.

      Habíamos atravesado Streatham, Brixton y Camberwell, y ahora nos encontrábamos en Kennington Lane, después de habernos desviado por las callejuelas laterales al este del Oval. Parecía que los hombres que perseguíamos habían seguido una curiosa ruta en zigzag, probablemente con objeto de no llamar la atención. Al final de Kennington Lane habían torcido a la izquierda por Bond Street y Miles Street. Esta última calle desemboca en Knight’s Place, y allí Toby dejó de avanzar y empezó a correr de un lado a otro, con una oreja levantada y la otra caída, convertido en la perfecta imagen de la indecisión canina. Luego se puso a andar en círculos, mirándonos de vez en cuando como si solicitara nuestra simpatía en aquel momento de vergüenza.

      —¿Qué demonios le pasa al perro? —gruñó Holmes—. Seguro que no tomaron un coche ni se fueron volando en globo.

      —Puede que se detuvieran aquí un rato —sugerí.

      —¡Ah! Todo va bien. Ahí va de nuevo —dijo mi compañero, en tono de alivio.

      Efectivamente, después de olfatear una vez más por todas partes, el perro parecía haber tomado de pronto una decisión y se había puesto en marcha, moviéndose con una energía y una determinación que no había mostrado hasta entonces. El olor parecía ser mucho más fuerte que antes, porque ya ni siquiera tenía que arrimar el hocico al suelo, sino que tiraba de la cuerda intentando echar a correr. Por la manera en que brillaban los ojos de Holmes, supe que nos acercábamos al final de nuestro recorrido.

      Nuestro camino ahora bajaba por Nine Elms hasta llegar al gran almacén de maderas de Broderick y Nelson, pasada la taberna del Águila Blanca. Allí, el perro, excitado hasta el frenesí, se metió por una puerta lateral del almacén, donde ya había aserradores trabajando. Avanzó a la carrera entre el aserrín y las virutas, recorrió un callejón, torció por un pasillo entre dos pilas de maderos y por fin, con un ladrido de triunfo, se subió de un salto a un gran barril, colocado aún sobre la carretilla en la que lo habían traído. Con la lengua fuera y los ojos parpadeantes, Toby se quedó encima del barril, mirándonos a Holmes y a mí en espera de alguna señal de aprobación. Las duelas del barril y las ruedas de la carretilla estaban manchadas de un líquido oscuro y todo el ambiente estaba cargado de olor a creosota.

      Sherlock Holmes y yo nos miramos sin expresión el uno al otro y luego estallamos simultáneamente en un incontenible ataque de risa.

      Capítulo VIII:

      Los Irregulares de Baker Street

      —¿Y ahora, qué? —pregunté—. Toby ha perdido su reputación de infalible.

      —Ha actuado según su entendimiento —dijo Holmes, bajándolo del barril para sacarlo del almacén—. Si se piensa en la cantidad de creosota que se transporta por Londres cada día, no puede extrañar que el rastro se haya cruzado con otro. Ahora se utiliza mucho la creosota, sobre todo para tratar la madera. El pobre Toby no tiene la culpa.

      —Habrá que volver al rastro principal, supongo.

      —Sí. Por suerte, no tendremos que ir lejos. Está claro que lo que desconcertó al perro en la esquina de Knight’s Place fue que allí había dos rastros diferentes, que iban en direcciones opuestas. Hemos seguido el que no era, y lo único que tenemos que hacer ahora es seguir el otro.

      No tuvimos ninguna dificultad. En cuanto llevamos a Toby al sitio en el que había cometido el error, recorrió un amplio círculo y por fin salió disparado en una nueva dirección.

      —Habrá que tener cuidado de que no nos lleve ahora al lugar de donde vino el barril de creosota —comenté.

      —Ya había pensado en ello. Pero fíjese en que ahora va por la acera, mientras que el barril iba por la calzada. No, esta vez seguimos la pista buena.

      El rastro bajaba hacia la ribera del río, pasando por Belmont Place y Prince’s Street. Al final de Broad Street llegamos hasta la orilla misma, donde había un pequeño muelle de madera. Toby nos condujo hasta el borde del embarcadero y allí se paró, gimiendo y mirando la negra corriente de agua que pasaba a sus pies.

      —Se nos acabó la suerte —dijo Holmes—. Han tomado una embarcación.

      Amarrados al borde del muelle había varios pontones y esquifes pequeños. Hicimos que Toby los recorriera de uno en uno pero, por mucho que olfateó, no dio ninguna señal.

      Cerca del tosco embarcadero había una casita de ladrillo con un letrero de madera colgado de la ventana del primer piso. En él se leía, pintado en letras grandes, “Mordecai Smith”, y debajo “Se alquilan embarcaciones por horas y por días”. Un segundo letrero, encima de la puerta, nos informó de que disponían de una lancha de vapor, información que quedaba confirmada por un gran montón de carbón que había en el muelle. Sherlock Holmes miró lentamente a nuestro alrededor y su rostro adoptó una expresión ominosa.

      —Esto no me gusta —dijo—. Estos fulanos son más listos de lo que yo esperaba. Parece que han borrado su rastro. Me temo que lo tenían todo planeado de antemano.

      Se estaba acercando a la puerta de la casa cuando esta se abrió y un chiquillo de unos seis años, con el pelo rizado, salió corriendo de la casa, seguido por una mujer corpulenta y colorada, que llevaba una esponja grande en la mano.

      —¡Vuelve aquí y deja que te lave, Jack! —gritó la mujer—. ¡Vuelve, diablillo! Como venga tu padre y te vea así, nos vamos a enterar.

      —¡Qué encanto de niño! —exclamó Holmes, estratégicamente—. ¡Qué mejillas tan sonrosadas tiene el granuja! A ver, Jack, ¿quieres alguna cosa?

      El niño se lo pensó un momento.

      —Me gustaría un chelín —dijo.

      —¿No hay algo que te guste más?

      —Me gustarían más dos chelines —respondió aquel prodigio, tras pensarlo un poco.

      —Pues ahí los tienes. ¡Cógelos! Un niño muy guapo, señora Smith.

      —Dios le bendiga, señor. Es guapo, pero muy revoltoso. Yo casi no puedo controlarlo, sobre todo cuando mi hombre está fuera varios días seguidos.

      —¿Dice que está fuera? —preguntó Holmes en tono contrariado—. Pues es una pena, porque quería hablar con el señor Smith.

      —Lleva fuera desde ayer por la mañana, señor, y la verdad, empiezo a estar preocupada por él. Pero si se trata de alquilar un bote, señor, tal vez yo pueda atenderles.

      —Quería alquilar la lancha de vapor.

      —Vaya por Dios. Precisamente se marchó en la de vapor. Eso es lo que me extraña, porque sé que con el carbón que llevaba solo tenía para ir hasta Woolwich y volver. Si se hubiera llevado la gabarra, no me extrañaría: más de una vez ha tenido que ir hasta Gravesend, y si tenía mucho trabajo se quedaba allí a dormir. Pero ¿de qué le sirve una lancha de vapor sin carbón?

      —Puede haber comprado más en otro muelle, río abajo.

      —Podría hacerlo, pero no es su estilo. Le he oído protestar muchas veces de los precios que cobran por unos pocos sacos. Además, no me gusta ese hombre de la pata de palo, con esa cara tan fea y ese acento extranjero. ¿Por qué siempre anda por aquí?

      —¿Un hombre con pata de palo? —preguntó Holmes, apenas sorprendido.

      —Sí, señor, un tío moreno, con cara de mono, que ha venido más de una vez a ver a mi viejo hombre. La noche anterior lo sacó de la cama; y lo que es más, mi hombre sabía que iba a venir, porque le había dado presión a la lancha de