Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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el embarcadero, o en el 221B de Baker Street”.

      Aquello era, sin duda, obra de Holmes. La dirección de Baker Street bastaba para demostrarlo. Me pareció bastante ingenioso, porque los fugitivos podían leerlo sin ver en ello más que la angustia natural de una esposa por la desaparición de su marido.

      El día se me hizo larguísimo. Cada vez que llamaban a la puerta o se oían pasos rápidos por la calle, me imaginaba que era Holmes que volvía o alguien que venía en respuesta a su anuncio. Intenté leer algo, pero mis pensamientos se desviaban constantemente hacia nuestra extraña búsqueda y la pintoresca y maligna pareja a la que perseguíamos. ¿Era posible, me preguntaba, que existiera un fallo de raíz en el razonamiento de mi compañero? ¿No podría haber cometido un error monumental? ¿Cabía la posibilidad de que su mente ágil y especulativa hubiera elaborado toda aquella descabellada teoría sobre una base equivocada? Que yo supiera, nunca se había equivocado, pero hasta el razonador más agudo puede engañarse de vez en cuando. Pensé que era probable que hubiera caído en el error a causa del excesivo refinamiento de su lógica, de su preferencia por las explicaciones sutiles y extravagantes cuando tenía a mano otras más vulgares y sencillas. Pero por otra parte, yo mismo había visto las pruebas y había escuchado las razones de sus deducciones. Si repasaba la larga cadena de curiosas circunstancias —muchas de ellas triviales en sí mismas, pero todas apuntando en la misma dirección—, no podía dejar de pensar que, aun en el caso de que la explicación de Holmes resultara errónea, la verdadera tenía que ser igualmente extravagante y sorprendente.

      A las tres en punto de la tarde oí un fuerte timbrazo en la puerta y una voz autoritaria en el vestíbulo y, con gran sorpresa por mi parte, se presentó en nuestro cuarto nada menos que el señor Athelney Jones. Sin embargo, se le veía muy diferente del brusco y dominante profesor de sentido común que con tanta confianza se había hecho cargo del caso de Upper Norwood. Traía una expresión abatida y sus modales eran suaves, casi arrepentido.

      —Buenos días, señor, buenos días —dijo—. El señor Holmes ha salido, tengo entendido.

      —Sí, y no sé realmente cuándo regresará. Pero si quiere esperarle, puede sentarse en esa butaca y fumar uno de estos cigarros.

      —Gracias, no tengo inconveniente —dijo, secándose el sudor de la cara con un pañuelo rojo estampado.

      —¿Y un whisky con soda?

      —Bueno, medio vaso. Hace mucho calor para esta época del año y he tenido bastantes problemas y dificultades. ¿Conoce usted mi teoría acerca del caso de Norwood?

      —Solo recuerdo que expuso una.

      —Bueno, me he visto obligado a reconsiderarla. Tenía ya al señor Sholto bien atrapado en mis redes cuando, zas, se me cuela por un agujero. Consiguió presentar una coartada imposible de echar abajo. Desde el instante en que salió de la habitación de su hermano, estuvo en todo momento a la vista de una u otra persona, así que no pudo ser él quien trepó por los tejados y se metió por las trampillas. Es un caso muy complicado y me juego en él mi prestigio profesional. Me vendría muy bien una pequeña ayuda.

      —Todos necesitamos ayuda de vez en cuando —dije yo.

      —Su amigo, el señor Sherlock Holmes, es un hombre maravilloso —dijo en tono ronco y confidencial—. No hay quien pueda con él. He visto a ese jovencito meter la nariz en un buen montón de casos, y aún no ha habido un caso en el que no haya podido arrojar algo de luz. Sus métodos son irregulares, y tal vez se precipita un poco al inventar teorías, pero, en conjunto, creo que habría sido un policía muy prometedor, y no me importa decirlo. Esta mañana he recibido un telegrama suyo, dando a entender que dispone de alguna pista en el caso Sholto. Aquí está su mensaje.

      Sacó el telegrama del bolsillo y me lo entregó. Se había enviado desde Poplar, a las doce.

      “Vaya inmediatamente a Baker Street —decía—. Si aún no he regresado, espéreme. Sigo de cerca la pista de la banda del caso Sholto. Puede acompañarnos esta noche si quiere intervenir en el final”.

      —Esto suena bien. Claramente ha vuelto a encontrar el rastro —dije.

      —¡Ah!, entonces es que también él había fallado —exclamó Jones, con evidente satisfacción—. Hasta los mejores nos despistamos alguna que otra vez. Claro que esto podría ser una falsa alarma, pero mi deber como agente de la ley es no pasar por alto ninguna posibilidad. ¡Ah!, hay alguien en la puerta. Tal vez sea él.

      Se oyeron unos pasos inseguros que subían por la escalera, acompañados de fuertes resoplidos y jadeos, como de un hombre que tiene grandes dificultades para respirar. Se detuvo un par de veces, como si el ascenso fuera demasiado fatigoso para él, pero al fin consiguió llegar a nuestra puerta y entrar. Su aspecto cuadraba bien con los sonidos que habíamos oído. Era un hombre de edad avanzada, vestido de marinero, con un viejo chaquetón abotonado hasta el cuello. Tenía la espalda doblada, le temblaban las rodillas y su respiración era dolorosamente asmática. Se apoyaba en un grueso bastón de roble y sus hombros se alzaban con esfuerzo para aspirar aire hacia los pulmones. Llevaba una bufanda de colores tapándole la barbilla y pude ver poco de su cara, aparte de un par de ojos oscuros y penetrantes, enmarcados por unas cejas blancas y pobladas y un par de largas patillas grises. En conjunto, me dio la impresión de un respetable patrón de barco cargado de años y pobreza.

      —¿Qué desea, buen hombre? —le pregunté.

      El hombre miró a su alrededor al estilo lento y metódico de los ancianos.

      —¿Está aquí el señor Sherlock Holmes? —preguntó.

      —No, pero yo actúo en su nombre. Puede darme cualquier mensaje que traiga para él.

      —Tenía que decírselo a él en persona.

      —Pero ya le digo que actúo en su nombre. ¿Es algo referente a la lancha de Mordecai Smith?

      —Sí. Yo sé muy bien dónde está. Y sé dónde están los hombres que busca. Y sé dónde está el tesoro. Lo sé todo.

      —Pues dígamelo y yo se lo haré saber.

      —Tenía que decírselo a él —insistió, con la petulante obstinación de un hombre muy viejo.

      —Pues tendrá que esperar a que venga.

      —Ni hablar. No voy a perder todo un día para complacer a nadie. Si el señor Holmes no está, el señor Holmes tendrá que averiguarlo todo por su cuenta. No me gustan las miradas de ninguno de ustedes dos y no pienso decir ni una palabra.

      Arrastró los pies hacia la puerta, pero Athelney Jones se le puso en frente.

      —Un momento, amigo —dijo—. Usted posee información importante y no debe marcharse. Le guste o no, vamos a retenerlo aquí hasta que regrese nuestro amigo.

      El anciano intentó una carrerita hacia la puerta, pero al ver que Athelney Jones apoyaba en ella su ancha espalda se convenció de la inutilidad de su resistencia.

      —¡Bonita manera de tratarle a uno! —exclamó, golpeando el suelo con su bastón—. Vengo aquí a ver a un caballero y dos tipos a los que no he visto en mi vida me detienen y me tratan de esta manera.

      —No perderá nada con esto —dije—. Le recompensaremos por el tiempo perdido. Siéntese ahí, en el sofá, y no tendrá que esperar mucho.

      El hombre cruzó la habitación de muy mal humor y se sentó con la cara apoyada en las manos. Jones y yo seguimos fumando y reanudamos nuestra charla. Pero de pronto, sonó sobre nuestras cabezas la voz de Holmes.

      —Ya podrían ustedes ofrecerme también a mí un cigarro —dijo.

      Los dos dimos un salto en nuestros asientos. Allí estaba Holmes, sentado junto a nosotros, con expresión de tranquilo regocijo.

      —¡Holmes! —exclamé—. ¡Usted aquí! Pero... ¿dónde está el anciano?

      —Aquí está el anciano —dijo Holmes, extendiendo un montón de pelo blanco—. Aquí lo tiene. Peluca, patillas,