Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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y de los buenos. Tenía la tos exacta de un viejo del asilo, y esas piernas temblorosas valen diez libras a la semana. Aun así, me pareció reconocer el brillo de sus ojos. Ya ve que no es tan fácil burlarnos.

      —Llevo todo el día actuando con este disfraz —dijo Holmes, mientras encendía un cigarro—. Resulta que ya empieza a conocerme un buen número de miembros de la clase criminal, sobre todo desde que a nuestro amigo, aquí presente, le dio por publicar algunos de mis casos. Así que ya solo puedo recorrer el sendero de guerra bajo algún disfraz sencillo, como este. ¿Recibió usted mi telegrama?

      —Sí, por eso he venido.

      —¿Qué tal va progresando su caso?

      —Todo se ha quedado en nada. He tenido que soltar a dos de mis detenidos y no hay pruebas contra los otros dos.

      —No se preocupe. Le proporcionaremos otros dos a cambio de esos. Pero tiene usted que ponerse a mis órdenes. Puede usted quedarse con todo el crédito oficial, pero tiene que actuar tal como yo le indique. ¿Está de acuerdo?

      —Por completo, si me ayuda a cazar a esos hombres.

      —Muy bien. En primer lugar, necesitaré una lancha rápida de la policía, una lancha de vapor, que debe estar en el embarcadero de Westminster a las siete en punto.

      —Eso se arregla fácilmente. Siempre hay una por allí. Pero para estar seguro puedo cruzar la calle y telefonear.

      —También necesitaré dos hombres fuertes y leales, por si ofrecen resistencia.

      —Habrá dos o tres en la lancha. ¿Qué más?

      —Cuando atrapemos a los hombres, nos haremos con el tesoro. Creo que para este amigo mío sería un placer llevarle personalmente la caja a la joven a quien pertenece por derecho la mitad. Que sea ella la primera en abrirla. ¿Eh, Watson?

      —Sería un gran placer para mí.

      —Es un procedimiento bastante irregular —dijo Jones, meneando la cabeza—. Sin embargo, el asunto entero es irregular, y supongo que tendremos que hacer la vista gorda. Pero luego habrá que entregar el tesoro a las autoridades hasta que concluya la investigación oficial.

      —Desde luego. Eso es fácil de arreglar. Una cosa más: me gustaría que el propio Jonathan Small me explicara algunos detalles del caso. Ya sabe usted que me gusta trabajar hasta el último detalle de mis casos. ¿Hay alguna objeción a que mantenga una entrevista extraoficial con él, aquí en mis habitaciones o en cualquier otro lugar, teniéndolo en todo momento eficientemente vigilado?

      —Bueno, usted es el dueño de la situación. Aún no tengo ninguna prueba de la existencia de ese Jonathan Small, pero si es usted capaz de atraparlo, no veo por qué iba a negarme a una entrevista con él.

      —¿De acuerdo, pues?

      —Por completo. ¿Hay algo más?

      —Solo que insisto en que cene usted con nosotros. Estará lista en media hora. Tengo ostras y gallo de bosque, con una muy buena selección de vinos blancos. Watson, usted todavía no ha apreciado mis méritos como ama de casa.

      Capítulo X:

      El final del isleño

      Nuestra comida fue muy entretenida. Cuando quería, Holmes podía ser un conversador magnífico, y aquella noche lo había decidido así. Parecía hallarse en un estado de nerviosa exaltación. Jamás lo había visto tan brillante. Habló sobre una rápida sucesión de temas: de obras milagrosas, de cerámica medieval, de violines Stradivarius, del budismo en Ceylán, de los barcos de guerra del futuro..., tratando cada uno como si los hubiera estudiado especialmente. Su buen humor indicaba que había superado la negra depresión de los días anteriores. Athelney Jones resultó ser un tipo muy sociable en sus horas de relajación y atacó la cena con el aire de un bon vivant. Por mi parte, yo me sentía muy emocionado al pensar que nos acercábamos al final de nuestra misión y se me contagió parte de la alegría de Holmes. Ninguno de los tres hizo alusión alguna durante la cena a la causa que nos había reunido.

      Una vez retirado el mantel, Holmes consultó su reloj y llenó tres vasos de oporto.

      —Levantemos la copa por el éxito de nuestra pequeña expedición —dijo—. Y ahora, ha llegado el momento de ponerse en marcha. ¿Tiene usted una pistola, Watson?

      —Tengo mi viejo revólver de servicio en el escritorio.

      —Será mejor que lo coja. Conviene ir bien preparados. Veo que el coche ya está en la puerta. Encargué que viniera a las seis y media.

      Eran poco más de las siete cuando llegamos al embarcadero de Westminster y encontramos la lancha aguardándonos. Holmes la miró con ojo crítico.

      —¿Hay algo que la identifique como una lancha de la policía?

      —Sí, ese farol verde al costado.

      —Pues quítenlo.

      Se efectuó el pequeño cambio, saltamos a bordo y soltamos amarras. Jones, Holmes y yo nos sentamos a popa. Había un hombre al timón, otro atendiendo las máquinas y dos corpulentos agentes de policía a proa.

      —¿Dónde vamos? —preguntó Jones.

      —A la Torre. Dígales que se detengan enfrente del astillero de Jacobson.

      Se notaba que nuestra embarcación era muy rápida. Adelantábamos a las largas hileras de gabarras de carga como si estuvieran paradas. Holmes sonrió con satisfacción cuando alcanzamos a un vapor fluvial y lo dejamos atrás.

      —Parece que somos capaces de alcanzar cualquier embarcación del río —dijo.

      —Bueno, no tanto. Pero no creo que haya muchas que nos ganen.

      —Tenemos que cazar al Aurora, que tiene fama de rápido. Le voy a explicar cómo andan las cosas, Watson. ¿Recuerda lo mucho que me molestó verme frustrado por un obstáculo tan pequeño?

      —Sí.

      —Pues bien, le concedí a mi cerebro un descanso completo, enfrascándome en un análisis químico. Uno de nuestros más grandes estadistas ha dicho que el mejor descanso es un cambio de ocupación. Y es verdad. Cuando conseguí disolver el hidrocarburo con el que estaba trabajando, volví al problema de los Sholto y repasé una vez más todo el asunto. Mis muchachos habían mirado río arriba y río abajo sin resultados. La lancha no estaba en ningún muelle o embarcadero, y tampoco había regresado al suyo. Sin embargo, era muy poco probable que la hubieran hundido para borrar sus huellas, aunque siempre cabía esa posibilidad si todo lo demás fallaba. Yo sabía que este Small posee un cierto grado de astucia vulgar, pero no lo consideraba capaz de finura delicada. Eso es usualmente el producto de una educación superior. Entonces se me ocurrió que si Small llevaba bastante tiempo en Londres, y tenemos evidencia de que mantenía una vigilancia constante sobre el Pabellón Pondicherry, era difícil que pudiera marcharse de buenas a primeras; necesitaría algún tiempo, aunque solo fuera un día, para dejar arreglados sus asuntos. En cualquier caso, parecía bastante probable.

      —Eso me parece un poco flojo —dije—. Es más probable que hubiera arreglado sus asuntos antes de emprender esta expedición.

      —No, yo no lo creo así. Ese cubil suyo era un refugio demasiado valioso en caso de necesidad como para abandonarlo antes de estar seguro de que podía prescindir de él. Pero hay una segunda consideración que me hizo pensar. Jonathan Small tenía que ser consciente de que el extraño aspecto de su compañero, por mucho que lo cubriera de ropas, daría que hablar a la gente, e incluso era posible que lo relacionaran con la tragedia de Norwood. Es lo bastante listo como para darse cuenta de eso. Habían salido de su cuartel general al abrigo de la oscuridad, y le interesaba estar de vuelta antes de que se hiciera completamente de día. Ahora bien, según la señora Smith, eran más de las tres de la mañana cuando abordaron la lancha. Una hora más tarde ya habría bastante luz y gente levantada. Por lo tanto, me dije, no debieron ir muy lejos. Le pagaron bien a Smith para que cerrara la boca, reservaron su lancha para la fuga final y se marcharon corriendo a su escondite con la