Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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y la lancha? No podían llevársela a su alojamiento.

      —Claro que no. Yo supuse que, a pesar de su invisibilidad, la lancha no debía estar muy lejos. Así que me puse en el lugar de Small y consideré el asunto como lo haría un hombre de su capacidad. Probablemente, pensó que devolver la lancha o dejarla en un embarcadero facilitaría la persecución, en el caso de que la policía le siguiera la pista. ¿Cómo podía ocultar la lancha y aun así tenerla a mano cuando la necesitara? Me pregunté lo que haría yo si estuviera en su pellejo. Solo se me ocurrió una manera de hacerlo: dejar la lancha en algún astillero donde hagan reparaciones, con el encargo de que hicieran algún arreglo sin importancia. De este modo, la lancha quedaría guardada en alguna nave o cobertizo, perfectamente oculta, y aun así podría disponer de ella avisando con unas horas de anticipación.

      —Eso parece bastante sencillo.

      —Son estas cosas tan sencillas las que más fácilmente se pasan por alto. En cualquier caso, decidí actuar partiendo de esa idea. Me puse en marcha inmediatamente, disfrazado de inofensivo marino, y pregunté en todos los astilleros río abajo. No saqué nada de los quince primeros, pero en el decimosexto, el de Jacobson, me enteré que, dos días antes, un hombre con pata de palo había llevado allí el Aurora, para que hicieran algún ligero arreglo en el timón. “Al timón no le pasa nada”, me dijo el capataz. “Ahí la tiene, esa de las rayas rojas”. ¿Y quién cree que se presentó en aquel mismo momento? Pues nada menos que Mordecai Smith, el propietario desaparecido. Venía en bastante mal estado, a causa de la bebida. Yo no le habría reconocido, por supuesto, pero iba voceando a grito pelado su nombre y el nombre de la lancha. “La quiero para esta noche a las ocho”, dijo. “A las ocho en punto, ¿se entera? Tengo dos caballeros a los que no les gusta esperar”. Estaba claro que le habían pagado bien, porque tenía dinero en abundancia y estuvo repartiendo chelines a los hombres. Lo seguí durante un trecho, pero se metió en una taberna, así que volví al astillero. Por el camino tuve la suerte de encontrarme con uno de mis muchachos y lo dejé de guardia, vigilando la lancha. Tiene instrucciones de quedarse en la orilla y hacer ondear su pañuelo cuando zarpen. Nosotros estaremos al acecho en medio de la corriente y raro será que no logremos atrapar a esos hombres, con tesoro y todo.

      —Lo tiene todo muy bien planeado, tanto si son los hombres que buscamos como si no —dijo Jones—. Pero si el asunto estuviera en mis manos, habría situado un destacamento de policía en el astillero de Jacobson, para detenerlos en cuanto aparecieran.

      —Es decir, nunca. Este Small es un individuo bastante listo. Lo más probable es que envíe un explorador por delante, y si algo le hace recelar, seguirá escondido una semana más.

      —Podría usted haberse pegado a Mordecai Smith, y este le habría conducido al escondite —dije yo.

      —Hacer eso habría sido perder el tiempo. Creo que hay una posibilidad entre cien de que Smith sepa dónde viven. Mientras tenga licor y le paguen bien, ¿para qué va a hacer preguntas? Ellos le envían mensajes diciéndole lo que tiene que hacer. No; he considerado todas las líneas de acción posibles y esta es la mejor.

      Mientras manteníamos esta conversación, habíamos ido pasando bajo la larga serie de puentes que cruzan el Támesis.

      Cuando pasábamos ante la City, los últimos rayos de sol daban un brillo dorado a la cruz que remata la catedral de San Pablo. Al llegar a la Torre ya estaba anocheciendo.

      —Ese es el astillero de Jacobson —dijo Holmes, señalando un bosquecillo de mástiles y aparejos en la orilla de Surrey—. Nos moveremos despacio, arriba y abajo, al abrigo de esta hilera de barcazas.

      Sacó del bolsillo un par de gemelos y observó la orilla durante un rato.

      —Veo a mi centinela en su puesto —comentó—, pero no hay señales del pañuelo.

      —¿Y si avanzamos un poco corriente abajo y los aguardamos? —dijo Jones, ansioso.

      Todos nos sentíamos ansiosos a esas alturas, incluso los policías y los fogoneros, que tenían una idea muy vaga de lo que estaba ocurriendo.

      —No estamos en condiciones de dar nada por supuesto —respondió Holmes—. Desde luego, hay diez posibilidades contra una de que vayan río abajo, pero no podemos estar seguros. Desde aquí podemos ver la entrada del astillero, y es difícil que ellos nos vean. La noche va a ser clara, con bastante luz. Tenemos que quedarnos donde estamos. Miren qué hormigueo de gente hay allí enfrente, a la luz de las farolas.

      —Son los obreros del astillero, que salen del trabajo.

      —Tienen una pinta de rufianes lamentable, pero supongo que todos poseen una pequeña chispa inmortal oculta en su interior. Nadie lo diría al verlos. A priori, no parece probable. ¡Qué extraño enigma es el hombre!

      —Hay quien lo ha descrito como un alma escondida dentro de un animal —sugerí yo.

      —Winwood Reade ha dicho cosas muy interesantes sobre el tema —dijo Holmes—. Asegura que, si bien el individuo es un rompecabezas insoluble, cuando forma parte de una multitud se convierte en una certeza matemática. Por ejemplo, nunca se puede predecir lo que hará un hombre cualquiera, pero se puede decir con exactitud lo que hará la población por término medio. Los individuos varían, pero los porcentajes se mantienen constantes. Eso dicen los expertos en estadística. Pero... ¿es aquello un pañuelo? Sí, se ve algo blanco ondear por allí lejos.

      —¡Sí, es su muchacho! —exclamé—. Lo veo perfectamente.

      —¡Y ahí está el Aurora! —exclamó Holmes—. Y corre como un diablo. ¡A todo vapor, maquinista! Siga a aquella lancha del farol amarillo. Por Dios que no me perdonaré nunca si resulta que nos deja atrás.

      La lancha se había deslizado sin que la viéramos por la entrada del astillero y había pasado por detrás de dos o tres embarcaciones pequeñas, de manera que ya casi había alcanzado su máxima velocidad cuando la vimos. Ahora volaba corriente abajo, muy cerca de la orilla, a una velocidad tremenda. Jones la miró con gesto serio y meneó la cabeza.

      —Es muy rápida —dijo—. Dudo que la alcanzaremos.

      —¡Tenemos que alcanzarla! —gritó Holmes, apretando los dientes—. ¡Llenadla a tope, fogoneros! Que dé todo lo que pueda dar de sí. ¡Aunque quememos la lancha hay que cogerlos!

      Íbamos ya detrás de ellos a buena marcha. Las calderas rugían y las potentes máquinas zumbaban y latían como un enorme corazón metálico. La alta y afilada proa cortaba las tranquilas aguas del río, formando dos grandes olas a derecha e izquierda. A cada palpitación de las máquinas, saltábamos y nos estremecíamos como si todos formáramos un organismo vivo. Un gran foco amarillo situado a proa proyectaba frente a nosotros un largo y tembloroso haz de luz. Más por delante, una mancha oscura sobre el agua nos indicaba la posición del Aurora, y la estela de espuma blanca que dejaba a su paso hablaba bien a las claras de la velocidad que llevaba. Dejamos atrás barcazas, vapores, barcos mercantes, sorteándolos por uno y otro lado, pasando por detrás de unos y rodeando otros. Oímos voces que nos gritaban desde la oscuridad, pero el Aurora seguía como un rayo, y nosotros detrás, pegados a su estela.

      —¡Más carbón, muchachos, más carbón! —gritaba Holmes, asomándose a la sala de máquinas, cuyo intenso resplandor iluminaba desde abajo su rostro aguileño y ansioso—. ¡Sacadle toda la presión que podáis!

      —Creo que vamos ganando un poco de terreno —dijo Jones, con los ojos fijos en el Aurora.

      —Sí, estoy seguro —dije yo—. La alcanzaremos en unos minutos.

      Pero en aquel momento, como por obra de la fatalidad, un remolcador que arrastraba tres barcazas se interpuso entre nosotros. Conseguimos evitar la colisión dando un brusco giro al timón, pero antes de que pudiéramos rodearlo y recuperar el rumbo, el Aurora nos había sacado sus buenas doscientas yardas de ventaja. Aun así, todavía lo teníamos al alcance de la vista, y el turbio e incierto crepúsculo se iba transformando en una noche clara y estrellada. Llevábamos las calderas forzadas al máximo, y el frágil cascarón vibraba