Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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coronel me recomendó encarecidamente para el puesto y, como la mayor parte del trabajo se hacía a caballo, mi pierna no era un grave inconveniente porque me sujetaba perfectamente a la silla con lo que quedaba de muslo. Lo que tenía que hacer era recorrer la plantación, vigilar a los hombres durante el trabajo y dar parte de los holgazanes. La paga era buena, tenía un alojamiento confortable y, en general, me daba por satisfecho con pasar el resto de mi vida en una plantación de añil. El señor Abel White era un hombre amable y se pasaba con frecuencia por mi cabaña a fumar una pipa conmigo, porque en aquellos lugares los hombres blancos se tratan unos a otros con mucha más consideración que aquí en su país.

      »Pero la buena suerte nunca me duró mucho. De pronto, sin una señal de advertencia, nos cayó encima la gran rebelión. Un mes antes, la India parecía tan tranquila y pacífica como Surrey o Kent; al mes siguiente había doscientos mil diablos negros sueltos por allí, y el país era un completo infierno. Pero ustedes, caballeros, ya deben saber todo esto..., probablemente, mejor que yo, porque nunca fui muy aficionado a la lectura. Yo solo sé lo que vi con mis propios ojos. Nuestra plantación se encontraba en un lugar llamado Muttra, cerca de la frontera de las provincias del noroeste. Noche tras noche, el cielo entero se iluminaba con las llamas de los búngalos incendiados, y día tras día veíamos pasar por nuestras tierras pequeños grupos de europeos con sus mujeres y niños, que se dirigían hacia Agra, donde se encontraba la guarnición más cercana. El señor Abel White era un hombre obstinado. Se le había metido en la cabeza que estaban exagerando el asunto y que la insurrección se extinguiría tan de golpe como había estallado. Y se quedó sentado en su terraza, bebiendo vasos de whisky con soda y fumando puros, mientras el país ardía a su alrededor. Como es natural, Dawson y yo nos quedamos con él. Dawson vivía con su mujer y se encargaba de llevar los libros y la administración. Y un buen día llegó la catástrofe. Yo había estado en una plantación bastante alejada y al atardecer cabalgaba despacio hacia la casa, cuando mis ojos se fijaron en un bulto informe que yacía en el fondo de una hondonada. Descendí a caballo para ver lo que era y se me heló el corazón al descubrir que se trataba de la mujer de Dawson, cortada en tiras y medio devorada por los chacales y perros salvajes. Un poco más adelante, en la carretera, estaba el propio Dawson caído de bruces y completamente muerto, con un revólver vacío en la mano y cuatro cipayos tendidos uno sobre otro delante de él. Tiré de las riendas de mi caballo, preguntándome hacia dónde debía dirigirme; pero en aquel momento vi una espesa columna de humo que se elevaba del búngalo de Abel White, de cuyo tejado empezaban a surgir llamas. Comprendí que ya no podía hacer nada por mi patrón, y que interviniendo no lograría más que perder yo también la vida. Desde donde me encontraba podía ver cientos de aquellos demonios morenos, todavía vestidos con sus casacas rojas, bailando y aullando en torno a la casa en llamas. Algunos señalaron hacia mí y un par de balas pasaron silbando junto a mi cabeza; así que emprendí la huida a través de los arrozales y aquella misma noche me puse a salvo dentro de los muros de Agra.

      »Sin embargo, pronto quedó claro que allí tampoco se estaba muy seguro. El país entero estaba revuelto como un enjambre de abejas. Allí donde los ingleses conseguían reunirse en pequeños grupos, podían mantener el terreno justo hasta donde alcanzaban sus fusiles. En todos los demás sitios eran fugitivos indefensos. Fue una lucha de millones contra centenares; y lo más sangrante del asunto era que aquellos hombres contra los que luchábamos, infantería, caballería y artillería, eran nuestras propias tropas selectas, soldados a los que habíamos enseñado y preparado nosotros, que manejaban nuestras propias armas y utilizaban nuestros propios toques de corneta. En Agra estaban el Tercero de Fusileros Bengalíes, algunos sikhs, dos compañías de caballería y una batería de artillería. Se había formado también un cuerpo voluntario de empleados y comerciantes, y a él me incorporé con mi pata de palo y todo. A principios de julio hicimos una salida para enfrentarnos con los rebeldes en Shahgunge, y los hicimos retroceder por algún tiempo, pero se nos acabó la pólvora y tuvimos que volver a refugiarnos en la ciudad.

      »De todas partes nos llegaban las peores noticias, lo cual no es de extrañar, porque si miran ustedes el mapa verán que nos encontrábamos en el corazón mismo del conflicto. Lucknow está a poco más de cien millas al Este, y Kanpur aproximadamente a la misma distancia por el Sur. En cualquier dirección de la brújula no había más que torturas, matanzas y atrocidades.

      »La ciudad de Agra es una gran lugar, en la que proliferan toda clase de fanáticos y feroces adoradores del demonio. Nuestro puñado de hombres habría estado perdido en sus estrechas y tortuosas calles. Así pues, nuestro jefe decidió cruzar el río y tomar posiciones en el viejo fuerte de Agra. No sé si alguno de ustedes, caballeros, habrá leído u oído algo acerca de aquel viejo fuerte. Es un sitio muy extraño..., el más extraño que he visto, y eso que he estado en rincones de los más raros. En primer lugar, tiene un tamaño enorme. Yo creo que el recinto debe abarcar varias hectáreas. Hay una parte moderna, donde se instaló toda la guarnición, las mujeres, los niños, las provisiones y todo lo demás, y aún sobraba cantidad de sitio. Pero la parte moderna no es nada, comparada con el tamaño de la parte vieja, donde no iba nadie, y que había quedado abandonada a los escorpiones y los ciempiés. Está toda llena de grandes salas vacías, pasadizos tortuosos y largos pasillos que tuercen a un lado y a otro, de manera que es bastante fácil perderse allí. Por está razón, casi nunca se metía nadie por aquella parte, aunque de vez en cuando se enviaba un grupo con antorchas a explorar.

      »El río pasa por la parte de delante del viejo fuerte, que así queda protegida, pero por los lados y por detrás hay muchas puertas y, naturalmente, había que vigilarlas, tanto en la parte vieja como en la que ocupaban nuestras tropas. Andábamos escasos de personal y apenas disponíamos de hombres suficientes para controlar las esquinas del edificio y atender los cañones. Así pues, nos resultaba imposible montar una fuerte guardia en cada una de las innumerables puertas. Lo que hicimos fue organizar un cuerpo de guardia central en medio del fuerte y dejar cada puerta a cargo de un hombre blanco y dos o tres nativos. A mí me escogieron para vigilar durante ciertas horas de la noche una puertecilla aislada, en la fachada sudoeste del edificio. Pusieron bajo mi mando a dos soldados sikhs y se me ordenó que si ocurría algo disparase mi mosquete, asegurándome que inmediatamente llegaría ayuda desde el cuerpo de guardia central. Pero como el cuerpo de guardia se encontraba a sus buenos doscientos pasos de distancia, y el espacio intermedio estaba formado por un laberinto de pasadizos y corredores, yo tenía grandes dudas de que la ayuda pudiera llegar a tiempo en caso de un verdadero ataque.

      »La verdad es que yo me sentía bastante orgulloso de que me hubieran confiado aquella pequeña posición de mando, siendo como era un recluta sin experiencia, y encima cojo. Durante dos noches monté guardia con mis punjabíes. Eran unos tipos altos y de aspecto feroz, llamados Mahomet Singh y Abdullah Khan, ambos veteranos combatientes que habían empuñado las armas contra nosotros en Chilian Wallah. Hablaban inglés bastante bien, pero yo apenas pude arrancarles unas pocas palabras. Preferían quedarse juntos y charlar toda la noche en su extraña jerga sikh. Yo solía situarme fuera de la puerta, contemplando el ancho y ondulante río y el centelleo de las luces de la gran ciudad. El redoblar de los tambores, el batir de los timbales y los gritos y alaridos de los rebeldes, ebrios de opio y de bhang, bastaban para que nos acordáramos durante toda la noche de los peligrosos vecinos que teníamos al otro lado del río. Cada dos horas, el oficial de noche recorría todos los puestos de guardia para asegurarse de que todo iba bien.

      »La tercera noche de mi guardia era oscura y tenebrosa, con una fina y pertinaz llovizna. Era un verdadero fastidio permanecer hora tras hora en la puerta con aquel tiempo. Intenté una y otra vez hacer hablar a mis sikhs, pero sin mucho éxito. A las dos de la madrugada pasó la ronda, rompiendo por un momento la monotonía de la noche. Viendo que resultaba imposible entablar conversación con mis compañeros, saqué mi pipa y dejé a un lado el mosquete para encender una cerilla. Al instante, los dos sikhs cayeron sobre mí. Uno de ellos se apoderó de mi fusil y me apuntó con él a la cabeza, mientras el otro me aplicaba un enorme cuchillo a la garganta y juraba entre dientes que me lo clavaría si me movía un paso.

      »Lo primero que pensé fue que aquellos hombres estaban confabulados con los rebeldes y que aquello era el comienzo de un asalto. Si nuestra puerta caía en manos de los cipayos, todo el fuerte caería, y las mujeres y niños recibirían el mismo tratamiento que en Kanpur. Es posible