Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


Скачать книгу

mi rostro blanco, soltó un pequeño gorjeo de alegría y vino corriendo hacia mí.

      »—Tu protección, sahib —gimió—. Dale tu protección al desdichado mercader Achmet. He atravesado toda Rajpootana en busca de la seguridad del fuerte de Agra. Me han robado, golpeado e insultado por haber sido amigo de la Compañía. Bendita sea esta noche, en la que vuelvo a estar a salvo... yo y mis humildes pertenencias.

      »—¿Qué llevas en ese paquete? —pregunté.

      »—Una caja de hierro —respondió—, que contiene uno o dos recuerdos de familia, que no tienen ningún valor para otros, pero que lamentaría perder. Sin embargo, no soy un mendigo, y le recompensaré, joven sahib, y también a su gobernador, si me da la protección que le pido.

      »Se me hizo imposible seguir hablando con aquel hombre. Cuanto más miraba su rostro gordo y asustado, más difícil me resultaba pensar que íbamos a matarlo a sangre fría. Lo mejor era acabar de una vez.

      »—Llevadlo a la guardia principal —dije.

      »Los dos sikhs se situaron a sus lados y el gigante detrás, y así emprendieron la marcha a través del oscuro pasillo de entrada. jamás hombre alguno caminó tan cercado por la muerte. Yo me quedé en la puerta con la linterna.

      »Oí el ruido acompasado de sus pasos avanzando por los solitarios pasillos. De pronto, se detuvieron y oí voces, un forcejeo y algunos golpes. Un instante después, oí con espanto pasos precipitados que venían en mi dirección y la respiración jadeante de un hombre que corría. Dirigí mi linterna hacia el largo y recto pasillo, y vi que por él venía el hombre gordo, corriendo como el viento, con una mancha de sangre cruzándole la cara; pisándole los talones y saltando como un tigre, venía el enorme sikh de la barba negra, con un cuchillo lanzando destellos en su mano. jamás he visto un hombre que corriera tan rápido como aquel pequeño mercader. Iba sacándole ventaja al sikh y me di cuenta de que si pasaba por donde yo estaba y lograba salir al aire libre, todavía podría salvarse. Mi corazón empezó a ablandarse, pero, una vez más, pensar en el tesoro me volvió duro y despiadado. Cuando pasaba corriendo junto a mí, le metí mi fusil entre las piernas y cayó dando un par de vueltas, como un conejo alcanzado por un disparo. Antes de que pudiera incorporarse, el sikh cayó sobre él y le hundió el puñal dos veces en el costado. El hombre no soltó ni un gemido, ni movió un solo músculo, quedando tendido donde había caído. Yo creo que se había roto el cuello al caer. Ya ven, caballeros, que cumplo mi promesa: les estoy contando la historia al detalle, exactamente tal como sucedió, tanto si me favorece como si no.»

      Small dejó de hablar y extendió las manos esposadas para coger el whisky con agua que Holmes le había preparado. Confieso que, a estas alturas, aquel hombre me inspiraba el horror más absoluto, no solo por el crimen a sangre fría en el que había participado, sino, sobre todo, por la manera indiferente y hasta jactanciosa en que lo había narrado. Fuera cual fuera el castigo que le aguardaba, que no esperara ninguna simpatía por mi parte. Sherlock Holmes y Jones permanecían sentados con las manos sobre las rodillas, profundamente interesados por la historia, pero con la misma expresión de repugnancia en sus caras. Es posible que Small se diera cuenta, porque cuando prosiguió su relato había un toque de desafío en su voz y su actitud.

      —Aquello estuvo muy mal, no cabe duda —dijo—. Pero me gustaría saber cuántos hombres, estando en mi situación, habrían rechazado una parte del botín, sabiendo que la alternativa era dejarse cortar el cuello. Además, una vez que hubo entrado en el fuerte, era su vida o la mía. Si hubiera escapado, todo el asunto habría salido a la luz, y me habrían juzgado en consejo de guerra y, seguramente, fusilado. En momentos como aquellos, la gente no suele ser muy indulgente.

      —Continúe su relato —dijo Holmes, tajante.

      —Bueno, pues entre Abdullah, Akbar y yo cargamos con él. Y vaya si pesaba, a pesar de lo bajo que era. Mahomet Singh se quedó de guardia en la puerta. Lo llevamos a un lugar que los sikhs ya tenían preparado. Quedaba algo lejos, en un pasillo tortuoso que llevaba a una gran sala vacía, y cuyas paredes de ladrillo se estaban cayendo a pedazos. En un punto, el suelo de tierra se había hundido, formando una tumba natural, y allí dejamos a Achmet el mercader, después de cubrir su cuerpo con ladrillos sueltos. Una vez hecho esto, fuimos todos por el tesoro.

      »Estaba donde él lo había dejado caer al ser atacado por primera vez. La caja era esa misma que tienen abierta sobre la mesa. Del asa tallada que tiene arriba colgaba una llave atada con un cordel de seda. La abrimos, y la luz de la linterna hizo brillar una colección de joyas como las que aparecían en los cuentos que me hacían soñar de niño en Pershore. Se quedaba uno totalmente deslumbrado al mirarlas. Cuando nos saciamos de contemplarlas, las sacamos todas e hicimos una lista. Había ciento cuarenta y tres diamantes de primera calidad, entre ellos uno que creo que llamaban “El Gran Mogol” y que dicen que es el segundo más grande del mundo. Había, además, noventa y siete esmeraldas preciosísimas y ciento setenta rubíes, aunque algunos eran pequeños. También había cuarenta carbunclos, doscientos diez zafiros, sesenta y una ágatas y gran cantidad de berilos, ónices, ojos de gato, turquesas y otras piedras cuyos nombres yo no conocía entonces, aunque los aprendí más tarde. Además de todo esto, había aproximadamente trescientas perlas bellísimas, doce de ellas montadas en una diadema de oro. Por cierto, estas últimas ya no estaban en el cofre cuando lo recuperé; alguien las había sacado. Después de contar nuestros tesoros, los volvimos a meter en el cofre y los llevamos a la puerta para que los viera Mahomet Singh. Luego renovamos solemnemente nuestro juramento de apoyarnos unos a otros y guardar el secreto. Acordamos esconder el botín en un lugar seguro hasta que el país volviera a estar en paz, y entonces dividirlo entre nosotros a partes iguales. No tenía sentido repartirlo en aquel momento, porque si nos encontraban encima joyas de tanto valor se despertarían sospechas, y en el fuerte no había intimidad ni existía lugar alguno donde poder guardarlas. Así pues, llevamos la caja a la misma sala donde habíamos enterrado el cadáver y allí, debajo de unos ladrillos de la pared mejor conservada, abrimos un hueco y metimos en él nuestro tesoro. Tomamos buena nota del lugar, y al día siguiente yo dibujé cuatro planos, uno para cada uno de nosotros, y al pie de cada plano puse el signo de nosotros cuatro, porque habíamos jurado que cada uno defendería siempre los intereses de los demás, de manera que ninguno saliera más favorecido. Y puedo asegurar, con la mano sobre el corazón, que jamás he quebrantado aquel juramento.

      »Bueno, caballeros, no hace falta que les cuente como concluyó la rebelión india. Cuando Wilson tomó Delhi y Sir Colin liberó Lucknow, se rompió la columna vertebral del asunto. Llegaron nuevas tropas a montones y Nana Sahib se esfumó por la frontera. Una columna volante, mandada por el coronel Greathed, avanzó sobre Agra y puso en fuga a los pandies. Parecía que se iba restableciendo la paz en el país, y nosotros cuatro empezábamos a confiar en que se acercaba el momento de poder largarnos sin problemas con nuestra parte del botín. Pero nuestras esperanzas se hicieron pedazos en un momento, al vernos detenidos por ser los asesinos de Achmet.

      »La cosa sucedió así: cuando el rajá puso sus joyas en manos de Achmet, lo hizo porque sabía que este era digno de confianza. Sin embargo, esos orientales son gente muy recelosa. ¿Qué creen que hizo el rajá? Pues recurrir a un segundo sirviente, todavía más leal, y ponerlo a espiar al primero. A este segundo hombre se le ordenó que no perdiera nunca de vista a Achmet y que lo siguiera como si fuese su sombra. Aquella noche lo había seguido y lo había visto entrar por la puerta. Como es natural, pensó que se había refugiado en el fuerte, y al día siguiente también él solicitó ser admitido, pero no pudo encontrar ni rastro de Achmet. Esto le pareció tan extraño que habló del asunto con un sargento de exploradores, el cual lo puso en conocimiento del comandante. Inmediatamente se procedió a un registro minucioso y se descubrió el cadáver. Y de este modo, justo cuando creíamos estar a salvo, los cuatro fuimos detenidos y llevados ajuicio por asesinato: tres de nosotros por haber estado de guardia en la puerta aquella noche, y el cuarto porque se sabía que había acompañado a la víctima. Durante el juicio no se dijo ni una palabra acerca de las joyas, porque el rajá había sido derrocado y desterrado de la India, así que nadie tenía un interés particular por ellas. Sin embargo, lo del asesinato quedó perfectamente demostrado, y estaba claro que los cuatro teníamos que haber participado en él. A los tres sikhs les