Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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allí y le enrollé a la cintura una cuerda larga. Tonga trepaba como un gato y no tardó en alcanzar el tejado. Pero la mala suerte quiso que Bartholomew Sholto se encontrara aún en su habitación, y eso le costó caro. Tonga pensaba que había hecho algo muy inteligente al matarlo, porque cuando yo llegué arriba trepando por la cuerda, lo encontré pavoneándose, orgulloso como un pavo real. Y qué sorpresa se llevó cuando lo azoté con el cabo de la cuerda y lo maldije, llamándole diablo sediento de sangre. Cogí la caja del tesoro y la descolgué por la ventana. Luego bajé yo, pero antes dejé el signo de los cuatro sobre la mesa, para que se supiera que las joyas habían vuelto por fin a manos de los que más derecho tenían a ellas. Entonces Tonga recogió la cuerda, cerró la ventana y salió por donde había entrado.

      »Creo que no tengo más que contarles. Había oído a un barquero hablar de lo veloz que era la lancha de Smith, la Aurora, y pensé que nos vendría muy bien para escapar. Me puse de acuerdo con el viejo Smith, y pensaba pagarle una fuerte suma si nos llevaba a salvo a nuestro barco. Supongo que Smith se daba cuenta de que aquí había gato encerrado, pero no sabía nada de nuestro secreto. Esta es toda la verdad, y si se la he contado no ha sido para divertirlos, ya que ustedes me han jugado una mala pasada, sino porque creo que mi mejor defensa consiste en no ocultar nada y dejar que todos sepan lo mal que se portó conmigo el mayor Sholto y lo inocente que soy de la muerte de su hijo.»

      —Un relato extraordinario —dijo Sherlock Holmes—. Un cierre apropiado para un caso sumamente interesante. En la última parte de su narración no había nada nuevo para mí, excepto lo de que llevó usted la cuerda. Eso no lo sabía. Por cierto, tenía la esperanza de que Tonga hubiera perdido todos sus dardos, pero se las arregló para dispararnos uno en la lancha.

      —Los había perdido todos, excepto el que llevaba montado en la cerbatana.

      —Ah, claro —dijo Holmes—. No había pensado en eso.

      —¿Hay algún otro detalle que deseen preguntarme? —preguntó el preso en tono afable.

      —Creo que no, gracias —respondió mi compañero.

      —Bien, Holmes —dijo Athelney Jones—. Ya le hemos dado gusto y todos sabemos que es usted un entendido en crímenes; pero el deber es el deber y ya he llegado bastante lejos haciendo lo que usted y su amigo me pidieron. Estaré más tranquilo cuando haya puesto a buen recaudo a nuestro narrador. El coche aún espera y tengo dos inspectores abajo. Les estoy muy agradecido por su ayuda. Como es natural, tendrán que asistir al juicio. Buenas noches.

      —Buenas noches, caballeros —dijo Jonathan Small.

      —Usted delante, Small —dijo el prudente Jones al salir de la habitación—. Pienso poner especial cuidado en que no me aporree con su pata de palo, como dice que le hizo a aquel caballero en las islas Andaman.

      —Bien, con esto termina nuestro pequeño drama —comenté, después de que hubiéramos estado un buen rato fumando en silencio—. Me temo que esta puede ser la última investigación en la que tenga ocasión de estudiar sus métodos. La señorita Morstan me ha hecho el honor de aceptarme como futuro marido.

      Holmes dejó escapar un gemido de lamentación.

      —Me temía algo así —dijo—. Y, sinceramente, no puedo felicitarle.

      Me sentí un poco ofendido.

      —¿Tiene algún motivo para que le desagrade mi elección? —pregunté.

      —No, en absoluto. Opino que es una de las muchachas más encantadoras que he conocido, y podría haber resultado muy útil en un trabajo como el nuestro. Posee verdadero talento para estas cosas. Fíjese en cómo conservó el plano de Agra, seleccionándolo entre todos los demás papeles de su padre. Pero el amor es una cosa emotiva, y todo lo emotivo es contrario a la razón pura y serena, que yo valoro por encima de todo lo demás. Yo nunca me casaría, porque eso podría condicionar mi buen juicio.

      —Confío —dije, echándome a reír— en que mi buen juicio logre sobrevivir a este sufrimiento. Pero le veo fatigado.

      —Sí, ya me viene la reacción. Estaré más flojo que un trapo durante la próxima semana.

      —Extraño —dije— cómo alternan en usted períodos de lo que en otra persona podríamos llamar pereza con esplendidos arranques de energía y vigor.

      —Sí —respondió él—. Llevo dentro materia para hacer de mí un holgazán de campeonato y también un tipo de lo más activo. A veces me acuerdo de aquella frase del viejo Goethe:

      “Schade, daß die Natur nur einen Mensch aus dir schuf, Denn zum würdigen Mann war und zum

      Por cierto, a propósito del asunto de Norwood, ya ve usted que, como yo suponía, tenían un cómplice en la casa, que no puede ser otro que Lal Rao, el mayordomo. Así pues, Jones tiene el honor exclusivo de haber atrapado al menos un pez en su gran captura.

      —La división me parece tremendamente injusta —comenté—. Usted ha realizado todo el trabajo en este asunto. Yo he sacado una esposa de esto, Jones se lleva el crédito... ¿Quiere decirme qué le queda a usted?

      —A mí —dijo Sherlock Holmes— todavía me queda la botella de cocaína.

      Y levantó su mano blanca y alargada para cogerla.

       Es una lástima que la naturaleza haya creado solo a un hombre de ti, pues había material para un hombre valiente y para un bromista.

      Las Aventuras de Sherlock Holmes

      Escándalo en Bohemia

      I

      Para Sherlock Holmes ella es siempre la mujer. Rara vez le he oído mencionarla con otro nombre. En sus ojos, ella eclipsa y sobrepasa a todo su sexo. No es que haya sentido por Irene Adler nada parecido al amor.

      Todas las emociones, y aquella especialmente, eran aborrecibles para su fría, precisa pero admirablemente balanceada mente. Yo le considero como la más perfecta máquina de razonar y de observar que ha conocido el mundo; pero como amante, no habría sabido estar en su papel. Él nunca hablaba de los sentimientos más tiernos, salvo con mofa y sarcasmo. Eran temas admirables para el observador, excelentes para descorrer el velo de los móviles y de los actos de las personas. Pero el hombre entrenado en el razonar que admitiese semejantes intrusiones en su temperamento delicado y finamente ajustado, daría con ello entrada a una distracción, capaz de arrojar la duda sobre todos los resultados de su actividad mental. Ni arenilla en un instrumento de gran sensibilidad, ni una hendidura en uno de sus cristales de gran aumento, serían más perturbadores que una emoción fuerte en un temperamento como el suyo. Pero a pesar de todo eso, no existía más que una mujer para él, Irene Adler, de memoria sospechosa y cuestionable.

      Había sabido poco de Holmes en los últimos tiempos. Mi matrimonio nos había apartado al uno del otro. Mi completa felicidad y los diversos intereses que, centrados en el hogar, rodean al hombre que se ve por vez primera con casa propia, bastaban para absorber mi atención; Holmes, por su parte, dotado de alma bohemia, sentía aversión a todas las formas de la vida de sociedad, y permanecía en sus habitaciones de Baker Street, enterrado entre sus libracos, alternando las semanas entre la cocaína y la ambición, entre los adormilamientos de la droga y la impetuosa energía de su propia y ardiente naturaleza. Continuaba con su profunda afición al estudio de los hechos criminales, y dedicaba sus inmensas facultades y extraordinarias dotes de observación a seguir determinadas pistas y aclarar los hechos misteriosos que la policía oficial había puesto de lado por considerarlos insolubles. Habían llegado hasta mí, de cuando en cuando, ciertos vagos rumores acerca de sus actividades: que lo habían llamado a Odesa cuando el asesinato de Trepoff; que había puesto en claro la extraña tragedia de los hermanos Atkinson en Trincomalee, y, por último, de cierto cometido que había desempeñado de manera tan delicada y con tanto éxito por encargo de la familia reinante de Holanda.