Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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probabilidades de salir alguna vez en libertad, a pesar de que cada uno de nosotros conocía un secreto que le habría permitido vivir en un palacio, si hubiera podido aprovecharlo. Era como para volverse loco de rabia, tener que aguantar las patadas y los puñetazos de todos aquellos fantasmones, tener que alimentarnos de arroz y agua, cuando fuera teníamos aquella fastuosa fortuna, aguardando que la recogiéramos. Aquello podría haberme vuelto loco, pero siempre fui bastante tozudo, así que aguanté y esperé a que llegara mi momento.

      »Y por fin me pareció que el momento había llegado. Me trasladaron desde Agra a Madrás, y de allí a la isla de Blair, en las Andamán. En aquella prisión hay muy pocos presos blancos y, como yo me porté bien desde el principio, no tardé en convertirme en una especie de privilegiado. Se me asignó una cabaña en Hope Town, que es un poblado pequeño en la ladera del monte Harriet, y me dejaron prácticamente a mi aire. Es un lugar horrible e infecto, y todo él, excepto los pequeños claros donde vivíamos, está plagado de salvajes caníbales, siempre dispuestos a dispararnos un dardo envenenado si les dábamos ocasión. Teníamos que cavar, abrir zanjas, plantar ñame y otra docena de actividades, de manera que nos manteníamos bastante ocupados todo el día; pero por la noche disponíamos de algo de tiempo libre. Entre otras cosas, aprendí a preparar y administrar medicinas para ayudar al médico, y adquirí ligeras nociones de su ciencia. Me mantenía en constante alerta por si surgía una oportunidad de escapar; pero aquello está a cientos de millas de la tierra más próxima y en aquellos mares apenas sopla el viento, de modo que la fuga resultaba terriblemente difícil.

      »El médico, el doctor Somerton, era un joven vividor y aficionado al juego, y los demás funcionarios jóvenes se reunían por la noche en sus habitaciones para jugar a las cartas. La enfermería, donde yo solía preparar las medicinas, estaba al lado de su cuarto de estar, y había una pequeña ventana que comunicaba las dos habitaciones. Muchas noches, cuando me sentía solo, apagaba la lámpara de la enfermería y me quedaba allí, escuchando lo que decían y viéndolos jugar. A mí también me gustan las partidas de cartas, y mirarlos era casi tan entretenido como jugar uno mismo. Además del médico, allí iban el mayor Sholto, el capitán Morstan y el teniente Bromley Brown, que estaban al mando de las tropas nativas, y también dos o tres funcionarios de prisiones, unos viejos zorros que jugaban un juego fino, astuto y seguro. Formaban un pequeño grupo muy unido.

      »Pues bien, pasaba una cosa que en seguida me llamó la atención, y era que los militares solían perder siempre y los civiles ganaban. Mire que no estoy diciendo que hicieran trampas, pero lo cierto es que ganaban. Aquellos funcionarios de prisiones apenas habían hecho otra cosa que jugar a las cartas desde que llegaron a las Andamán, y conocían al dedillo el juego de los demás, mientras que los militares jugaban solo para pasar el rato y manejaban las cartas de cualquier manera. Noche tras noche, los militares se iban empobreciendo, y cuanto más perdían, más ansiosos estaban por jugar.

      »Al que peor le iba era al mayor Sholto. Al principio, solía pagar en billetes y monedas de oro, pero pronto empezó a firmar pagarés, y por grandes sumas. A veces ganaba unas cuantas manos, lo suficiente para cobrar ánimos, y entonces la suerte se volvía contra él, peor que nunca. Se pasaba el día andando de un lado a otro con un humor de perros, y empezó a beber mucho más de lo que le convenía.

      »Una noche, perdió aun más de lo habitual. Yo estaba sentado en mi cabaña cuando él y el capitán Morstan pasaron tambaleándose, camino de sus aposentos. Los dos eran amigos íntimos y no se separaban nunca. El mayor iba rabiando por sus pérdidas.

      »—Esto se acabó, Morstan —iba diciendo al pasar ante mi cabaña—. Tendré que enviar mi dimisión. Estoy en la ruina.

      »—¡Tonterías, amigo mío! —dijo el otro, palmeándole la espalda—. A mí también me ha ido mal, pero...

      »Eso fue todo lo que oí, pero fue suficiente para ponerme a pensar.

      »Un par de días después, el mayor Sholto fue a dar un paseo por la playa y aproveché la oportunidad para hablar con él.

      »—Me gustaría pedirle un consejo, señor —dije.

      »—Bien, Small, ¿de qué se trata? —preguntó, sacándose el puro de la boca.

      »—Quería preguntarle, señor, cuál sería la persona más indicada para hacerle entrega de un tesoro escondido. Yo sé dónde hay un botín que vale aproximadamente medio millón de libras y, como yo no puedo aprovecharlo, he pensado que tal vez lo mejor sería entregárselo a las autoridades competentes, y de ese modo es posible que me redujeran la condena.

      »—¿Medio millón, Small? jadeó, mirándome con fijeza para asegurarse de que hablaba en serio.

      »—Eso mismo, señor. En joyas y perlas. Está a disposición de quien vaya a cogerlo. Y lo más curioso del caso es que el auténtico propietario está fuera de la ley y no puede reclamar sus propiedades, de manera que pertenece al primero que llegue.

      »—Pertenece al Gobierno, Small, al Gobierno —balbuceó. Pero lo dijo sin demasiada convicción y yo supe en el fondo de mi corazón que lo tenía atrapado.

      »—Entonces, señor, ¿cree que debería dar la información al gobernador general? —pregunté muy tranquilo.

      »—Bueno, no debe usted precipitarse, porque luego podría arrepentirse. Cuéntemelo todo, Small. Deme más detalles.

      »Le conté toda la historia, con ligeras alteraciones para que no pudiera identificar los lugares. Cuando terminé mi relato, se quedó completamente inmóvil, pensando intensamente. Por el modo en que le temblaba el labio, me di perfecta cuenta de que en su interior se libraba una lucha.

      »—Este es un asunto muy importante, Small —dijo por fin—. Lo mejor es que no le diga una palabra a nadie. Pronto volveremos a hablar.

      »Dos noches después, el mayor vino a mi cabaña en mitad de la noche, alumbrándose con una linterna y acompañado por su amigo, el capitán Morstan.

      »—Small, quiero que el capitán Morstan oiga esa historia de sus propios labios —dijo. Yo la repetí tal como la había contado la vez anterior.

      »—Suena a auténtico, ¿verdad? —dijo—. Parece lo bastante bueno como para hacer algo al respecto.

      »El capitán Morstan asintió.

      »—Mire usted, Small —dijo el mayor—. Mi amigo y yo hemos estado hablando del asunto y hemos llegado a la conclusión de que, a fin de cuentas, ese secreto suyo no puede considerarse competencia del Gobierno, sino que es un asunto privado; y usted, desde luego, tiene derecho a disponer de él como mejor le parezca. Ahora, la pregunta es: ¿qué precio pediría usted? Si nos pusiéramos de acuerdo en las condiciones, podría interesarnos hacernos cargo del asunto o, al menos, tomarlo en consideración.

      »Procuraba hablar en tono frío y despreocupado, pero le brillaban los ojos de excitación y codicia.

      »—En cuanto a eso, caballeros —respondí, procurando también mostrarme frío, pero sintiéndome tan excitado como él—, solo hay un trato que pueda hacer un hombre en mi situación. Quiero que ustedes me ayuden a conseguir la libertad, y que hagan lo mismo con mis tres compañeros. Entonces los aceptaremos en la sociedad y les daremos una quinta parte para que se la repartan entre ustedes.

      »—¡Hum! —dijo él—. ¡Una quinta parte! Eso no es muy tentador.

      »—Vendrían a ser unas cincuenta mil libras por cabeza —dije yo.

      »—Pero ¿cómo vamos a conseguirle la libertad? Sabe muy bien que pide un imposible.

      »—Nada de eso —respondí—. Lo tengo todo pensado hasta el último detalle. El único impedimento para la fuga es que no podemos conseguir una embarcación adecuada para el viaje, ni provisiones que nos duren tanto tiempo. Pero en Calcuta o en Madrás hay montones de yates y quichés pequeños que nos servirían perfectamente. Nosotros subiremos a bordó por la noche, y si ustedes nos dejan en cualquier parte de la costa india, habrán cumplido su parte del trato.

      »—Si se tratara solo