Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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En la vida me he llevado un susto tan grande como cuando entré por la ventana y lo vi sonriéndome con la cabeza caída sobre un hombro. Le aseguro que fue un golpe, señor. Habría medio matado a Tonga por hacer aquello si no se llega a escabullir. Precisamente por eso se dejó olvidada su maza y algunos de sus dardos, según me dijo, y apuesto a que fue eso lo que les puso sobre mi pista, aunque no me explico cómo pudo seguirla hasta el fin. No le guardo rencor por ello, pero no deja de resultar extraño —añadió, con una sonrisa de amargura— que yo, que tengo derecho a reclamar parte de una fortuna de medio millón, me haya pasado la primera mitad de mi vida construyendo una presa en las Andaman y me vaya a pasar la otra mitad cavando letrinas en Dartmoor. Fue un día nefasto para mí aquel en que puse los ojos sobre el mercader Achmet y entró en mi vida el tesoro de Agra, que no ha hecho sino acarrear la perdición de todo aquel que lo ha poseído. A Achmet le causó la muerte; al mayor Sholto, miedo y remordimientos; y a mí, la esclavitud durante toda una vida.

      En aquel momento, Athelney Jones asomó la cara y los hombros al interior del pequeño camarote.

      —Parece una reunión familiar —comentó—. Creo que voy a echar un trago de ese frasco, Holmes. Bueno, me parece que podemos felicitarnos. Es una pena que no cogiéramos vivo al otro, pero no había elección. La verdad, Holmes, hay que reconocer que la cosa ha salido bien por los pelos. Un poco más y se nos escapan.

      —Bien está lo que bien acaba —dijo Holmes—. Pero lo cierto es que no sospechaba que el Aurora fuera tan rápido.

      —Smith asegura que es una de las lanchas más rápidas del río, y que si hubiera tenido a alguien que le ayudara con las máquinas, jamás la habríamos alcanzado. También jura que no sabía nada del asunto de Norwood.

      —Y dice la verdad —exclamó nuestro prisionero—. No sabía ni una palabra. Elegí su lancha porque había oído decir que volaba. No le dijimos nada, pero le pagamos bien, y habría recibido una espléndida gratificación si hubiéramos llegado a nuestro barco, el Esmeralda, que de Gravesend zarpa directamente con rumbo a Brasil.

      —Bueno, si no ha hecho nada malo, ya nos ocuparemos de que nada malo le ocurra. Nos damos bastante prisa en atrapar a nuestros hombres, pero no tanta en condenarlos.

      Tenía gracia la manera en que aquel engreído de Jones empezaba ya a darse aires de importancia por la captura. Por la leve sonrisa que asomó al rostro de Sherlock Holmes, comprendí que no le habían pasado inadvertidas aquellas palabras.

      —Estamos a punto de llegar al puente de Vauxhall —dijo Jones—. Allí desembarcaremos al doctor Watson con la caja del tesoro. No hace falta que le diga que asumo una gran responsabilidad al hacer esto. Es algo muy irregular, pero un trato es un trato. No obstante, dado el valor del cargamento, tengo el deber de hacer que le acompañe un inspector. Irá en coche, ¿verdad?

      —Sí, en coche.

      —Es una pena que no tengamos la llave para hacer antes un inventario. Tendrán ustedes que forzar el cierre. ¿Dónde está la llave, señor mío?

      —En el fondo del río —respondió Small escuetamente.

      —¡Hum! No sé por qué tenía que causarnos esta dificultad innecesaria. Bastantes problemas nos ha ocasionado ya. En fin, doctor, no hace falta que le advierta que tenga cuidado. Lleve después la caja al apartamento de Baker Street. Allí nos encontrará, camino de la estación.

      Me dejaron en Vauxhall, con la pesada caja de hierro y con un inspector campechano y simpático de compañía. Un coche nos llevó en un cuarto de hora a casa de la señora de Cecil Forrester. La sirvienta parecía sorprendida de que llegara una visita tan tarde. Nos explicó que la señora Forrester había salido y era probable que regresara muy tarde. Pero la señorita Morstan sí que estaba en la sala de estar, y a la sala me fui, con la caja en la mano, dejando al considerado inspector en el coche.

      Mary Morstan estaba sentada junto a una ventana abierta, con un vestido de algún tejido diáfano y blanco, con ligeros toques escarlatas en el cuello y la cintura. La suave luz de una lámpara de pantalla caía sobre la figura recostada en un sillón de mimbre, creando efectos en su rostro dulce y serio y arrancando apagados brillos metálicos a los hermosos rizos de su espléndida cabellera. Un brazo blanco y su mano colgaban al costado del sillón, y toda su figura y su actitud denotaban una profunda melancolía. Sin embargo, al oír mis pisadas se puso en pie de un salto y un vivo rubor de sorpresa y placer coloreó sus pálidas mejillas.

      —Oí que se detenía un coche —dijo— y pensé que era la señora Forrester, que regresaba antes de lo previsto, pero no imaginaba que pudiera ser usted. ¿Qué noticias me trae?

      —Le traigo algo mejor que noticias —dije, poniendo la caja sobre la mesa y hablando en tono animado y jovial, aunque por dentro tenía el corazón encogido—. Le he traído algo que vale más que todas las noticias del mundo. Le he traído una fortuna.

      Ella miró la caja de hierro.

      —¿De modo que ese es el tesoro? —preguntó con bastante frialdad.

      —Sí, el gran tesoro de Agra. La mitad es suya, y la otra mitad de Thaddeus Sholto. Les tocarán unas doscientas mil libras a cada uno. ¡Piense en eso! Una renta anual de diez mil libras. Habrá pocas muchachas más ricas en Inglaterra. ¿No es estupendo?

      Es bastante posible que me excediera en mis manifestaciones de alegría y que ella detectara un tonillo falso en mis felicitaciones, porque vi que alzaba un poco las cejas y me miraba con curiosidad.

      —Si lo he conseguido —dijo—, ha sido gracias a usted.

      —No, no —respondí—. A mí, no. Gracias a mi amigo Sherlock Holmes. Aunque hubiera puesto en ello toda mi voluntad, yo jamás habría podido seguir un rastro que incluso ha puesto a prueba su genio analítico. Lo cierto es que casi se nos escapan en el último momento.

      —Por favor, siéntese y cuéntemelo todo, doctor Watson —dijo ella.

      Le relaté en pocas palabras lo ocurrido desde la última vez que la vi: el nuevo método de búsqueda empleado por Holmes, la localización del Aurora, la aparición de Athelney Jones, nuestra expedición nocturna y la frenética persecución Támesis abajo. Ella escuchaba la narración de nuestras aventuras con los labios entreabiertos y los ojos brillantes. Cuando mencioné el dardo que nos había fallado por tan poco, se puso tan pálida que temí que estuviera a punto de desmayarse.

      —No es nada —dijo, mientras yo me apresuraba a servirle un poco de agua—. Ya estoy bien. Es que me horroriza saber que he puesto a mis amigos en un peligro tan horrible.

      —Eso ya terminó —respondí—. No tuvo importancia. Ya no le contaré más detalles oscuros. Pensemos en algo más alegre. Aquí está el tesoro. ¿Puede existir algo más alegre? Conseguí que me autorizaran a traerlo aquí, porque pensé que le interesaría ser la primera en verlo.

      —Me interesa muchísimo —dijo.

      Pero no había ningún entusiasmo en su voz. Estaba claro que consideraba que habría sido una descortesía por su parte mostrarse indiferente ante un premio que tanto había costado ganar.

      —¡Qué caja tan bonita! —dijo, inclinándose sobre ella—. Hecha en la India, supongo.

      —Sí, herrería de Benarés.

      —¡Y cuánto pesa! —exclamó, intentando levantarla—. La caja sola ya debe valer algo. ¿Y la llave?

      —Small la tiró al Támesis —respondí—. Tendré que usar este atizador de la señora Forrester.

      En la parte delantera de la caja había un pasador ancho y grueso con la forma de un Buda sentado. Metí el extremo del atizador por debajo e hice palanca hacia fuera. El pasador saltó con un fuerte chasquido. Levanté la tapa con dedos temblorosos y los dos nos quedamos mirando atónitos. ¡La caja estaba vacía!

      No era de extrañar que pesara tanto. Las planchas de hierro medían más de centímetro y medio de espesor. Era un cofre sólido, bien construido y resistente, como si lo hubieran fabricado expresamente