Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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oír aquellas palabras y darme cuenta de lo que significaban, me pareció que en mi alma se disipaba una enorme sombra. Hasta aquel momento, cuando por fin se hubo esfumado, no me había dado cuenta de hasta qué punto me había tenido abrumado aquel tesoro de Agra. Sin duda aquello era egoísta, desleal, injusto, pero lo único que yo veía era que había desaparecido la barrera de oro que nos separaba el uno del otro.

      —¡Gracias a Dios! —exclamé.

      Ella me miró con una rápida e inquisitiva sonrisa.

      —¿Por qué dice eso? —preguntó.

      —Porque ahora está usted otra vez a mi alcance —dije, tomándola de la mano. Ella no la retiró—. Porque la amo, Mary, con toda la fuerza con que un hombre puede amar a una mujer. Porque este tesoro, estas riquezas, tenían sellados mis labios. Ahora que han desaparecido puedo decirle cuánto la amo. Por eso exclamé “Gracias a Dios”.

      —Entonces, yo también digo “Gracias a Dios” —susurró, mientras yo la atraía hacia mí.

      Y supe que, aunque alguien hubiera perdido un tesoro aquella noche, yo había ganado uno.

      Capítulo XII:

      La extraña historia de Jonathan Small

      Aquel inspector que se había quedado en el coche era un hombre muy paciente, porque transcurrió bastante rato antes de que me reuniera con él. Su rostro se ensombreció cuando le mostré la caja vacía.

      —Adiós a la recompensa —dijo en tono abatido—. Si no hay dinero, no hay paga. Si el tesoro hubiera estado ahí, el trabajo de esta noche nos habría valido a Sam Brown y a mí diez libras por cabeza.

      —El señor Thaddeus Sholto es rico —dije—. Él se ocupará de que sean recompensados, con tesoro o sin él.

      Pero el inspector negó con la cabeza en un gesto de desaliento.

      —Es un mal trabajo —repitió—. Y lo mismo pensará Athelney Jones.

      Su predicción resultó acertada, porque el policía se quedó completamente pálido cuando llegué a Baker Street y le mostré la caja vacía. Holmes, el detenido y él acababan de llegar, porque habían cambiado de plan por el camino y habían ido a informar a una comisaría. Mi compañero estaba arrellanado en su butaca con su habitual expresión de indiferencia, y Small se sentaba impasible frente a él, con la pata de palo cruzada sobre la pierna buena. Cuando presenté la caja vacía, se echó hacia atrás en su asiento y soltó una carcajada.

      —Esto es obra suya, Small —dijo Athelney Jones, furioso.

      —Sí, yo lo tiré donde ustedes jamás podrán echarle mano —exclamó exultante—. El tesoro era mío, y si no puedo quedarme con él, ya pondré buen cuidado de que no se lo quede ningún otro. Les aseguro que ningún ser viviente tiene derecho a él, con excepción de tres hombres que cumplen condena en el presidio de Andaman y de mí mismo. Me consta que yo ya no podré aprovecharlo, y sé que ellos tampoco. En todo momento he actuado en su nombre, tanto como en el mío propio. Siempre hemos sido fieles al signo de los cuatro. Pues bien, sé que ellos habrían querido que hiciera lo que he hecho: arrojar el tesoro al Támesis antes que permitir que se lo quedasen los amigos y familiares de Sholto o de Morstan. No le hicimos a Achmet lo que le hicimos para enriquecerlos a ellos. Encontrarán ustedes el tesoro en el mismo sitio que la llave y que al pobre Tonga. Cuando vi que su lancha nos iba a alcanzar, escondí el botín en lugar seguro. No hay rupias para ustedes en este viaje.

      —Usted nos quiere engañar, Small —dijo Athelney Jones en tono firme—. Si hubiera querido tirar el tesoro al Támesis, le habría resultado más fácil tirarlo con caja y todo.

      —Más fácil para mí tirarlo, y más fácil para ustedes recuperarlo —respondió Small, con una astuta mirada de soslayo—. Un hombre lo bastante listo como para seguirme la pista tiene que ser también lo bastante listo como para sacar una caja de hierro del fondo de un río. Pero ahora que las joyas están esparcidas a lo largo de unas cinco millas, puede que le resulte más difícil. La verdad es que me rompió el corazón tirarlas. Estaba medio loco cuando ustedes nos alcanzaron. Pero de nada sirve lamentarse. He pasado buenos momentos en mi vida, he tenido malos, pero he aprendido a no llorar por leche derramada.

      —Este es un asunto muy serio, Small —dijo el inspector—. Si hubiera usted ayudado a la justicia, en lugar de burlarla de este modo, habría tenido más posibilidades a favor en su juicio.

      —¡La justicia! —se burló el ex presidiario—. ¡Bonita justicia! ¿A quién pertenecía ese botín sino a nosotros? ¿Dónde está la justicia en que se lo regale a quien no ha hecho nada por ganárselo? ¡Miren cómo me lo gané yo! Veinte largos años en aquel pantano plagado de fiebres, trabajando todo el día en los manglares y encadenado toda la noche en las mugrientas barracas de los presos, comido por los mosquitos, atormentado por la fiebre intermitente, sufriendo los abusos de todos aquellos malditos policías negros, encantados de poder ajustarle las cuentas a un blanco. Así me gané el tesoro de Agra, ¡y ustedes me hablan de justicia porque no puedo soportar la idea de haber pagado este precio solo para que otro lo disfrute! Antes me dejaría colgar una docena de veces, o que me clavaran en la piel uno de los dardos de Tonga, que vivir en una celda de la cárcel sabiendo que otro vive cómodamente en un palacio con el dinero que debería haber sido mío.

      Small había dejado caer su máscara de estoicismo, y todo este discurso lo soltó en un furioso torbellino de palabras, con los ojos echando llamas y haciendo chocar las esposas con los apasionados movimientos de sus manos. Podía comprender, al contemplar la furia y el ardor de aquel hombre, que no era nada infundado ni ridículo el terror que se había apoderado del mayor Sholto al enterarse de que el agraviado presidiario le seguía la pista.

      —Olvida usted que no sabemos nada de todo eso —dijo Holmes tranquilamente—. No conocemos su historia y no podemos decir hasta qué punto pudo estar la justicia de su parte en un principio.

      —Mire, señor, usted me habla con mucha amabilidad, aunque me doy perfecta cuenta de que es a usted a quien debo estos grilletes que llevo en las muñecas. Aun así, no le guardo rencor por ello. Ha jugado limpio, con las cartas encima de la mesa. Si quiere escuchar mi historia, no tengo ningún motivo para callármela. Lo que le voy a contar es la pura verdad, hasta la última palabra. Gracias, puede dejar el vaso aquí, a mi lado, y arrimaré los labios si tengo sed.

      »Yo soy de Worcestershire, nacido cerca de Pershore. Apuesto a que si se pasan por allí, encuentran un montón de gente de apellido Small. Muchas veces he pensado en ir a echar un vistazo por allá, pero la verdad es que nunca fui un motivo de orgullo para la familia, y dudo de que se alegraran mucho de verme. Son todos gente respetable, que va a la iglesia, pequeños granjeros, conocidos y respetados en toda la región, y yo siempre fui un bala perdida. Por fin, cuando tenía unos dieciocho años, dejé de causarles problemas, porque me metí en un lío por culpa de una chica y la única manera que encontré de salir fue aceptando el salario de la reina, alistándome en el Tercero de Casacas Amarillas, que estaba a punto de partir hacia la India.

      »Sin embargo, no estaba destinado a ser soldado mucho tiempo. Apenas había aprendido el paso de la oca y el manejo del mosquete cuando cometí la estupidez de ponerme a nadar en el Ganges. Tuve la suerte de que John Holder, el sargento de mi compañía, que era uno de los mejores nadadores de todo el ejército, estuviera también en el agua en aquel momento. Cuando estaba en medio del río, un cocodrilo me atacó y me arrancó la pierna derecha tan limpiamente como lo habría hecho un cirujano. Con el susto y la pérdida de sangre, me desmayé, y me habría ahogado si Holder no me hubiera sostenido y llevado a la orilla. Pasé cinco meses en el hospital y cuando por fin pude salir renqueando con esta pata de palo sujeta al muñón, me encontré dado de baja en el ejército e incapacitado para cualquier ocupación activa.

      »Aquello fue, como podrán imaginar, un golpe muy duro: me veía convertido en un inválido sin haber cumplido aún los veinte años. No obstante, al poco tiempo mi desgracia resultó ser una bendición disfrazada. Un hombre llamado Abel White, que se había establecido allí para cultivar añil, buscaba un capataz