Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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a subir después de rodear la isla de los Perros. Por fin, la mancha borrosa que veíamos delante fue cobrando forma hasta transformarse en la elegante silueta del Aurora. Jones dirigió hacia ella nuestro foco, y pudimos ver con claridad las figuras que iban en cubierta. Había un hombre sentado a popa, inclinado sobre algo negro que llevaba entre las rodillas. A su lado se veía una masa oscura, que parecía un perro de Terranova. El muchacho manejaba la caña del timón y, recortado contra el resplandor rojo de la máquina, pude distinguir al viejo Smith, desnudo de cintura para arriba y paleando carbón con desesperación. Al principio, puede que hubieran tenido alguna duda acerca de si verdaderamente los íbamos siguiendo o no, pero ahora que seguíamos cada uno de sus giros y sus curvas ya no había duda. A la altura de Greenwich nos llevaban una ventaja de unos trescientos pasos. Al llegar a Blackwall, ya no eran más que doscientos cincuenta. He perseguido y cazado muchos animales en muchos países a lo largo de mi accidentada carrera, pero nunca el deporte me han dado la salvaje emoción como esta vertiginosa y loca cacería por el Támesis. Poco a poco, metro a metro, les fuimos ganando terreno. En el silencio de la noche se oían los jadeos y golpeteos de sus máquinas. El hombre de popa seguía agachado sobre la cubierta y movía los brazos como si estuviera haciendo algo; de cuando en cuando, levantaba la mirada y medía con la vista la distancia que aún nos separaba. Nos fuimos acercando más y más. Jones les gritó que se detuvieran. Ya solo nos llevaban la distancia de cuatro botes de ventaja, y las dos lanchas volaban a una velocidad tremenda. Habíamos llegado a un tramo del río que estaba despejado, entre Barking Level a un lado y las melancólicas marismas al otro. Al oír nuestros gritos, el hombre de popa se puso en pie y agitó hacia nosotros los puños cerrados, maldiciéndonos con voz chillona y cascada. Era un hombre fuerte y corpulento y, al verlo de pie con las piernas separadas, me di cuenta de que la pierna derecha, desde la rodilla hasta abajo, no era más que un mástil de madera. Como en respuesta a sus gritos estridentes y airados, se produjo un movimiento en la masa acurrucada sobre la cubierta. Cuando se incorporó, vimos que era un hombrecillo negro, el más pequeño que he visto en mi vida, con una cabeza grande y deforme y una gran mata de cabellos revueltos y enmarañados. Holmes ya había sacado su revólver y yo eché mano al mío nada más ver a aquella criatura deforme y salvaje. Estaba envuelto en una especie de capote o manta oscura, que solo dejaba al descubierto su cara; pero aquella cara bastaba para quitarle el sueño a cualquiera. Nunca he visto unas facciones que expresaran tanta bestialidad y crueldad. Sus ojillos brillaban y ardían con luz siniestra y sus gruesos labios se arrugaban, dejando a la vista los dientes, que rechinaban y nos hacían muecas con una furia animal.

      —Si levanta la mano, dispare —dijo Holmes tranquilamente.

      Estábamos ya a un largo de distancia, con nuestra presa casi al alcance de la mano. Aún ahora me parece que los estoy viendo a los dos: el hombre blanco, de pie, con las piernas separadas, vociferando maldiciones; y el diabólico enano, con su rostro espantoso y sus afilados dientes amarillos, tirándonos mordiscos a la luz de nuestro foco.

      Fue una suerte que pudiéramos verlo tan claramente. Incluso mientras lo mirábamos sacó de debajo de su capote un instrumento de madera corto y redondo, parecido a una regla, y lo sostuvo con los labios. Nuestras dos pistolas dispararon a la vez. El hombre se retorció, extendió hacia arriba los brazos y, con una especie de tos ahogada, cayó de costado en la corriente. En aquel mismo instante, el hombre de la pata de palo se lanzó sobre el timón y dio un brusco giro al mismo, dirigiendo la lancha en fila hacia la orilla sur, mientras nosotros pasábamos rozando su popa, a unos pocos pies de distancia. Solo tardamos unos segundos en virar tras él, pero para entonces ya casi había llegado a la orilla. Era un lugar salvaje y desolado: la luz de la luna iluminaba una amplia extensión de marisma, con charcas de agua estancada y masas de vegetación en descomposición. Con un golpe seco, la lancha encalló en un banco de fango, quedando con la proa al aire y la popa al nivel del agua. El fugitivo saltó a tierra, pero su pata de palo se hundió por completo en el suelo enfangado. Todos sus esfuerzos y contorsiones fueron en vano: le resultaba imposible dar un paso, ni hacia delante ni hacia atrás. Gritó de rabia e impotencia, y pateó frenéticamente el barro con el otro pie; pero lo único que consiguió con sus forcejeos fue clavar aun más su ancla de madera en el fango de la orilla. Cuando la lancha llegó hasta él, estaba tan firmemente anclado que tuvimos que pasarle una cuerda bajo los hombros para desclavarlo e izarlo por la borda, como si hubiéramos pescado un pez maligno. Los dos Smith, padre e hijo, se habían quedado sentados en su lancha con expresión abatida, pero subieron mansamente a bordo de la nuestra cuando se los ordenamos. Desembarrancamos el Aurora y lo amarramos a nuestra popa. Sobre su cubierta había un sólido cofre de hierro, de artesanía india. No cabía duda de que aquella era la caja que contenía el nefasto tesoro de los Sholto. No tenía llave, pero tenía un peso considerable, así que lo transferimos con cuidado a nuestro pequeño camarote. Mientras remontábamos de nuevo la corriente a poca velocidad, enfocamos nuestro proyector en todas direcciones, pero no vimos ni rastro del isleño. En algún lugar del fondo del Támesis, entre el fango negro, yacen los huesos de aquel extraño visitante de nuestras costas.

      —Mire esto —dijo Holmes, señalando la escotilla de madera—. Parece que no fuimos lo bastante rápidos con nuestras pistolas.

      Efectivamente, justo detrás de donde nosotros habíamos estado de pie, se había clavado uno de aquellos dardos mortales que conocíamos tan bien. Debió pasar zumbando entre nosotros en el instante que disparamos. Holmes sonrió y se encogió de hombros despreocupadamente, pero tengo que confesar que me dieron mareos al pensar en la horrible muerte que tan cerca de nosotros había pasado aquella noche.

      Capítulo XI:

      El gran tesoro de Agra

      Nuestro cautivo estaba sentado en la cabina opuesto a la caja de hierro por cuya posesión se había esforzado tanto y había aguardado tanto tiempo. Era un sujeto curtido por el sol, de mirada temeraria, con rasgos de color caoba surcados por una red de líneas y arrugas, que hablaban de una dura vida al aire libre. Su mandíbula barbuda era particularmente prominente, lo cual indicaba que se trataba de un hombre al que no era fácil distraer de su propósito. Su edad era de unos cincuenta años, más o menos, porque entre sus cabellos negros y ensortijados asomaban numerosas mechas grises. Su rostro en reposo no resultaba desagradable, aunque sus espesas cejas y su agresiva mandíbula le daban, como había tenido ocasión de comprobar, una expresión terrible cuando era llevado a la cólera. En aquel momento estaba sentado, apoyando en el regazo las manos esposadas y con la cabeza sumergida en su pecho, mirando con ojos ansiosos y centelleantes la caja que había sido la causa de todas sus fechorías. Me pareció que había más pena que rabia en su rostro rígido y controlado. Incluso me miró una vez con una especie de brillo humoroso en sus ojos.

      —Bueno, Jonathan Small —dijo Holmes, encendiendo un cigarro—. Lamento que todo haya acabado así.

      —También lo lamento yo, señor —respondió Small con franqueza—. Pero no creo que me puedan colgar por esto. Le doy mi palabra, sobre la Biblia, de que nunca levanté la mano contra el señor Sholto. Fue ese pequeño diablo, Tonga, que le disparó uno de sus dardos malditos. Yo no participé en aquello, señor. Me dolió como si se hubiera tratado de un pariente mío. Azoté al pequeño diablo con el extremo suelto de la cuerda, pero ya estaba hecho y yo no podía remediarlo.

      —Tenga un cigarro —dijo Holmes—. Y lo mejor será que eche un trago de este frasco, porque está usted empapado. ¿Cómo esperaba que un hombre tan pequeño y débil como ese individuo negro dominara al señor Sholto y lo inmovilizara mientras usted trepaba por la cuerda?

      —Parece que sabe usted lo que ocurrió como si hubiera estado allí. La verdad es que esperaba encontrar la habitación vacía. Conocía bastante bien las costumbres de la casa, y sabía que Sholto solía bajar a cenar a aquella hora. No pienso andarme con secretos. Como mejor puedo defenderme es diciendo la pura verdad. Eso sí, si se hubiera tratado del viejo comandante, no me importaría nada que me ahorcaran por haberlo matado. Lo habría acuchillado con la misma tranquilidad con que me fumo este cigarro. Pero es una mala faena ir a prisión por la muerte de ese joven Sholto, con el que no tenía ninguna cuenta pendiente.

      —Se encuentra usted en manos del inspector Athelney Jones, de Scotland Yard. Va a llevarlo a mi domicilio, y le voy a pedir que me cuente toda