Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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vienen por nosotros.

      —No, no es tan malo como eso. Son las fuerzas extraoficiales: los irregulares de Baker Street.

      Mientras tanto, se oyó un rápido pataleo de pies descalzos que subían por la escalera, un estruendo de voces chillonas, y en la habitación irrumpió una docena de golfillos de la calle, sucios y desarrapados. A pesar de su tumultuosa entrada, se notaba en ellos una cierta disciplina, pues al instante formaron en fila y se quedaron ante nosotros con el rostro expectante. Uno de ellos, más alto y mayor que los otros, se adelantó con aire de ociosa superioridad que resultaba muy gracioso en un mamarracho tan impresentable.

      —Recibí su mensaje, señor —dijo—, y los he traído volando. Tres chelines y seis peniques de los billetes.

      —Aquí tienes —dijo Holmes, sacando unas monedas—. En el futuro, Wiggins, que ellos te informen a ti, y tú a mí. No puedo dejar que invadáis la casa de este modo. No obstante, conviene que todos escuchéis las instrucciones. Quiero averiguar el paradero de una lancha de vapor llamada Aurora, perteneciente a Mordecai Smith, con dos rayas rojas y chimenea negra con una franja blanca. Tiene que estar en alguna parte del río. Quiero que uno de vosotros se quede en el embarcadero de Mordecai Smith, enfrente de Millbank, por si la lancha regresa. Tendréis que repartiros la tarea e inspeccionar a fondo las dos orillas. Avisadme en cuanto sepáis algo. ¿Está todo claro?

      —Sí, jefe —dijo Wiggins.

      —Pago la tarifa de siempre, más una guinea para el chico que encuentre la lancha. Aquí tenéis un día por adelantado. Y ahora, fuera de aquí.

      Les entregó un chelín a cada uno y salieron zumbando escaleras abajo. Un momento después los vi bajando a la carrera por la calle.

      —Si la lancha está a flote, ellos la encontrarán —dijo Holmes, levantándose de la mesa y encendiendo su pipa—. Pueden meterse en todas partes, verlo todo, escuchar cualquier conversación. Confío en que la encuentren antes de esta noche. Mientras tanto, lo único que podemos hacer es esperar los resultados. No podemos retomar la pista perdida hasta que sepamos dónde están el Aurora o Mordecai Smith.

      —Toby puede comerse estas sobras, supongo. ¿Va usted a acostarse, Holmes?

      —No; no estoy cansado. Tengo un organismo muy curioso. No recuerdo nunca sentirme cansado por el trabajo; en cambio, no hacer nada me deja completamente agotado. Voy a fumar mientras repaso este extraño asunto en el que nos ha metido mi bella cliente. Si ha habido alguna vez una búsqueda fácil, debería ser esta que nos ocupa. Los hombres con pata de palo no abundan demasiado, pero el otro individuo me atrevo a decir que es absolutamente único.

      —¡Otra vez ese otro hombre!

      —Mire, no quiero que parezca que hago de esto un misterio, pero usted ya tiene que haberse formado una opinión. Vamos a ver, considere los datos: pisadas diminutas, pies descalzos, que nunca han estado oprimidos por zapatos, maza de madera con cabeza de piedra, muy ágil, dardos envenenados... ¿Qué saca usted de todo esto?

      —¡Un salvaje! —exclamé—. ¡Tal vez uno de esos individuos que estaban asociados con Jonathan Small.

      —Nada de eso —dijo Holmes—. Al principio, cuando vi señales de armas exóticas, yo también me incliné a pensar eso; pero el carácter extraordinario de las pisadas me hizo reconsiderar mis teorías. Algunos habitantes de la Península India son pequeños, pero ninguno podría haber dejado huellas como aquellas. Los hindúes propiamente dichos tienen los pies largos y delgados. Los mahometanos, que usan sandalias, tienen el pulgar bastante separado de los otros dedos, porque la correa de la sandalia suele pasar entre medias. Además, esos pequeños dardos solo se pueden disparar de una manera: con una cerbatana. Pues bien: ¿dónde debemos buscar a nuestro salvaje?

      —¿En América del Sur? —aventuré.

      Holmes estiró el brazo y sacó un grueso volumen del estante.

      —Este es el primer volumen de una Geografía que se está publicando por tomos. Podemos considerarla como la referencia más al día. ¿Qué tenemos aquí?

      “Islas Andaman, situadas 340 millas al norte de Sumatra, en el golfo de Bengala”.

      »Mmm... Mmm... ¿Qué es todo esto? Clima húmedo, arrecifes de coral, tiburones, Puerto Blair, colonias penitenciarias, isla de Rudand, plantaciones de algodón... ¡Ah, aquí estamos!

      “Los aborígenes de las islas Andaman podrían optar al título de la raza más pequeña de la Tierra, aunque algunos antropólogos votarían por los bosquimanos de África, los indios paiutes de América o los habitantes de la Tierra del Fuego. La estatura media es inferior al metro y medio, y existen numerosos adultos que miden mucho menos. Son feroces, malhumorados e intratables, aunque capaces de entablar una amistad a toda prueba si uno se gana su confianza”.

      »Fíjese en esto, Watson. Y escuche lo que viene a continuación:

      “Tienen un aspecto horrible, con cabezas grandes y deformes, ojos pequeños y feroces y facciones distorsionadas. Sin embargo, los pies y las manos son muy pequeños. Son tan hostiles y feroces que han fracasado todos los esfuerzos de los funcionarios británicos por establecer relaciones con ellos. Siempre han sido el terror de las tripulaciones de naufragios, porque descerebran a los supervivientes con sus mazas de piedra o los acribillan con dardos envenenados. Estas matanzas concluyen invariablemente con un banquete caníbal.» ¡Un pueblo encantador y de lo más simpático, Watson! Si a este sujeto se le hubiera dejado actuar a su aire, el asunto habría tomado un cariz mucho más sangriento. Aun así, tal como se han desarrollado las cosas, imagino que Jonathan Small estará lamentando haberlo contratado”.

      —Pero ¿cómo ha llegado a tener un compañero tan raro?

      —¡Ah!, eso es más de lo que yo puedo decir. Sin embargo, puesto que ya hemos dejado establecido que Small viene de las Andaman, tampoco es tan descabellado que le acompañe este isleño. Sin duda, con el tiempo lo averiguaremos todo. Oiga, Watson, parece usted hecho polvo. Túmbese aquí, en el sofá, y voy a ver si consigo dormirle.

      Sacó el violín de un rincón y, mientras yo me tumbaba, empezó a tocar una melodía suave y soñadora... de su propia autoría, sin duda, porque poseía un notable talento para la improvisación. Recuerdo vagamente sus miembros enjutos, su rostro concentrado y el subir y bajar del arco. Luego me pareció que flotaba apaciblemente sobre un suave mar de sonido, hasta que me encontré en el país de los sueños, con el dulce rostro de Mary Morstan mirándome desde lo alto.

      Capítulo IX:

      Una rotura de cadena

      Estaba ya un poco avanzada la tarde cuando desperté, fortalecido y refrescado. Sherlock Holmes seguía sentado exactamente igual que como lo dejé, salvo que había dejado de lado su violín y ahora se encontraba sumergido en un libro. Me miró de lado cuando empecé a moverme y noté que tenía un rostro sombrío y preocupado.

      —Ha dormido profundamente —dijo—. Temí que nuestra conversación le despertara.

      —No he oído nada —respondí—. ¿Ha tenido nuevas noticias, entonces?

      —Desafortunadamente, no. Confieso que estoy sorprendido y decepcionado. Esperaba algo definitivo a estas horas. Wiggins acaba de pasar a reportar. Dice que no han encontrado ni rastro de la lancha. Es un parón irritante, porque cada hora es de suma importancia.

      —¿Puedo hacer algo? Estoy perfectamente recuperado y listo para otra salida nocturna.

      —No, no podemos hacer nada. Solo podemos esperar. Si salimos, el mensaje puede llegar durante nuestra ausencia y se produciría un retraso. Usted puede hacer lo que quiera, pero yo tengo que quedarme de guardia.

      —En tal caso, me pasaré por Camberwell y le haré una visita a la señora de Cecil Forrester. Me lo pidió ayer.

      —¿A la señora de Cecil Forrester? —preguntó Holmes con una chispa de sonrisa en la mirada.

      —Bueno, claro, y también a la señorita Morstan. Estaban ansiosas por enterarse de lo ocurrido.